CAPÍTULO DOS

3619 Palabras
ANA Veo la entrada del aeropuerto y el estómago se me retuerce, trago grueso, no es buena idea que haya regresado, lo sé, lo siento, tomo una larga bocanada de aire, miro mi reflejo en el espejo retrovisor. —¿Te encuentras bien? Casi doy un respingo con la voz ronca a mi lado. —Sí —miento. Hace media hora que llegué y no tengo la mínima intención de entrar, porque sé lo que voy a encontrar. —Mientes —habla con firmeza, Tyson. Desde que regresó de la muerte, se ha vuelto algo insoportable, pero sinceramente es la única persona que tengo de mi lado, en resumen, el único amigo que aún no me ha abandonado, pero incluso a los amigos no se les dice toda la verdad. —Tienes que bajar del auto —insiste. Levanto la mirada una vez más. La terminal del aeropuerto de Bermaunt me parece un hervidero de mal gusto, luces frías, suelo pulido que refleja los rostros apurados de la gente y ese murmullo constante de despedidas y encuentros que detesto. No soporto los aeropuertos, me recuerdan demasiado a los finales, a las cosas que se van, las que no vuelven. Inspiro con fuerza, abro la puerta y Tyson hace lo mismo. —No tienes que hacerlo, si no quieres —le digo antes de salir del auto. —No pienso dejarte sola —toma mi mano sin pedir permiso—. No puede ser tan malo. —No tienes ni idea —suelto un largo suspiro lleno de cansancio. —Pues vamos a averiguarlo —ladea una sonrisa que debería darme confianza, no lo hace, al final, se siente como si estuviera a punto se entrar al campo de batalla, una sensación de guerra que no me abandona. En cuanto doy un paso, las puertas de cristal se deslizan en automático, Tyson me da un apretón de manos, es el empuje que requiero para entrar de lleno. Miro a todas partes, buscando a esa persona, la impaciencia domina cada uno de mis sentidos. Caminamos entre personas que arrastran sus maletas y miradas ajenas. Su palma es tibia, grande, envolvente, me oprime suavemente los dedos como si supiera que tiemblo por dentro, aunque por fuera parezca perfecta. Hago una lista mental, me repito a mí misma con cada paso que doy, que soy Ana Verly, la nueva capitana de porristas, la cara bonita, la voz que nadie contradice, la reina de la Universidad Blackmoor, y las reinas no tiemblan. —Ana, estoy contigo… Mierda, sé que ya notó mi nerviosismo. —Estoy bien —carraspeo con una sonrisa de catálogo, una que aprendí en aquella oscuridad. Tyson me mira de soslayo, como si pudiera ver a través del cristal polarizado que construí hace años. —No tienes por qué mentirme a mí, sé lo significa tu familia para ti, y sé lo que pasó, no estás sola Ana —se detiene de golpe y me obliga a mirarlo a la cara en medio del aeropuerto—. Ya no estás en ese sitio. Mi sonrisa se resquebraja por dentro, pero mantengo el mentón en alto, sé que lo dice con buenas intenciones, no obstante, no necesito compasión, no necesito que me recuerden lo que pasó hace un año, once meses, mi calendario ya sangra con esa fecha, ahora que todos saben esa parte de mi pasado, las cosas se pondrán difíciles, y estar aquí no lo va a mejorar. No respondo nada, solo asiento brevemente. Y entonces la veo. Caroll aparece entre la multitud como un destello dorado, mismo tono de cabello rubio, pero más ondulado, ojos azules llenos de secretos, viste como si aún caminara por las playas de Miami, con una chaqueta rosa pastel, falda corta, azul cielo y lentes oscuros empujados sobre la cabeza. Sonríe al verme, corriendo hacia mí sin pensar en los tacones. —¡Tardaste demasiado! —chilla, me abraza tan fuerte, que su perfume caro me invade las fosas nasales, dulzón, empalagoso, artificial. Mantengo la calma. —Hola, prima —digo empleando un tono neutro, mientras le doy unas palmadas en la espalda. —Te he extrañado —la rubia que se cuelga de mi cuello como niña pequeña, me da un beso tronado en la mejilla—. ¿Me extrañaste también? —Caroll —siseo su nombre. Odio el contacto físico si no lo pido, y por lo general, no lo deseo. —No seas melodramática —bufa—. Ya sabes cómo soy. «Quisiera no saberlo» Caroll Verly, mi prima de veintidós años, la misma edad que yo, desde que tengo uso de memoria nos han comparado, la única diferencia es que sus ojos son azules y conservan ese brillo que a mí me mataron, mientras que el gris de mis ojos son idénticos a cómo se volvió mi mundo. —¿Él es tu novio? —pregunta señalando a Tyson con una ceja levantada y una sonrisa descarada—. No me digas que finalmente atrapaste a uno. Es un bombón. La pregunta me saca de mis pensamientos, miro con el ceño fruncido a Caroll, quien está viendo con coquetería a Tyson, el brillo que irradia de su azul mirada, me produce náuseas, no es la primera vez que veo esa lujuria tan detallada en alguien. No la culpo, Ty, como le llamo a veces, es apuesto, demasiado, su cabello rubio alborotado enloquece a más de una, y sus ojos azules son idénticos a los de mi prima, solo que más claros, un azul gris. —No —respondo seca, dando un paso atrás. —Entonces… —se acerca a Tyson, quien abre los ojos como platos al sentir las manos de mi prima sobre su pecho—. Tal vez podríamos conocernos mejor, ahora que estaré viviendo aquí. Blanqueo los ojos. —Andando, tengo cosas que hacer y ya me quitaste demasiado tiempo —camino hacia la salida. —¡Espera! —¿Qué? —¿Y mis maletas? ¿No las piensas llevar al auto? Reprimo el impulso de tirar de su cabello y llevarla de vuelta al avión para que regrese a su mundo, me giro con lentitud, le clavo la mirada, arqueando una ceja. —No —espeto con firmeza—. No soy tu sirvienta y ya no estás en Miami. Ella arruga la nariz con desdén, lanzando una mirada al techo de la terminal. —Obvio, el clima aquí es una mierda. Coloca su atención hacia Tyson, quien no está en la misma frecuencia que yo. Ella pestañea tratando de convencerlo con eso, es una arrastrada. —¿Puedes llevar mis maletas tú? Tyson está por avanzar, caballeroso como siempre, cuando extiendo el brazo para detenerlo, sin dejar de mirar a Caroll. —Él tampoco es tu sirviente. La sonrisa de Caroll se desvanece poco a poco, como un helado derritiéndose al sol. —Entonces ¿quién va a cargar todo esto? —inquiere con una risa tensa. —Tú misma —respondo, dándole la espalda—. Tienes manos, úsalas. La sonrisa de triunfo con la que llegó, me irrita, ¿por qué otras personas tienen que tener las cosas fáciles? Yo siempre he tenido que luchar por todo. Sigo caminando hacia la salida, con Tyson detrás de mí. Una vez cerca del auto, me siento sin una carga sobre mis hombros. —¿No crees que has sido algo cruel? Lo miro de soslayo. —No, ella tiene que aprender algunas cosas, y tú —me detengo, giro sobre mis talones y apunto a su pecho con el dedo—. Ten cuidado con mi prima, si le das entrada, no te la quitarás de encima. —Jamás me metería con tu prima —levanta las manos a manera de rendición, elevando las comisuras de sus labios en dirección al cielo. —Tonto. —Siempre —me guiña un ojo. —Sabes, todo Bermaunt es una mierda a comparación de Miami —se queja Caroll, metiendo sus maletas a la cajuela cuando llega hasta nosotros. No le presto atención, me aparto, escuchando el eco de su imparable balbuceo, Tyson ríe con alguna cosa loca que dice ella, lo hace para ser amable. Respiro profundo, Caroll está por abrir la puerta del copiloto, sin embargo, estiro el brazo y la detengo. —Tu asiento está atrás. Ella me mira como si acabara de escupirle en los zapatos. —No seas perra, acabo de llegar —dice, cruzándose de brazos. La observo, y ella a mí, ojos grises contra ojos azules, imperio contra imperio, al final, resopla con ese dramatismo que siempre la hizo insoportable. —Te aprovechas de mí porque sabes que te adoro —arguye, entrando al asiento trasero. Cerrando la puerta de golpe. Tyson me mira, y lo hace de verdad, con esa forma suya de escudriñarme, haciendo que me sienta una pintura agrietada en un museo. —Tal vez tu prima no sea tan mala compañía para ti —sonríe—. Ahora que las cosas se pusieron pesadas en la universidad… Mi cuerpo se tensa, es el equivalente de haber invocado con su comentario, a los demonios que intento ocultar bajo el maquillaje. —Estaré bien, con o sin Caroll —musito con altivez—. La opinión de los borregos jamás le ha importado al León. Tyson se acerca despacio, toma mi rostro entre sus manos y solo espero que Caroll no esté viendo esto, su tacto es cálido, seguro, desde que nos volvimos cercanos, es el único que me ve y me toca como si no temiera al fuego que llevo dentro. —Incluso el León —suaviza su tono—. Sabe cuándo necesita una manada. No tengo palabras para eso, solo me quedo ahí, dejando que me sostenga la cara, tratándome al igual que algo frágil, algo real. Él inclina la cabeza y deposita un beso en mi frente. —Sé que eres fuerte, Ana, demasiado, eso es lo que más me asusta, que te pierdas a ti misma y un día el corazón se te seque. Se aleja, entrando al auto, se sienta en el asiento del copiloto, yo me quedo sola junto a la puerta por unos segundos, con la garganta llena de espinas. Lo que no sabe Tyson es que ya me perdí desde hace mucho tiempo y a nadie le importó. La carretera hacia el centro de Bermaunt parece más fea de lo habitual. Manejo lo más rápido que puedo, en silencio, mirando al frente con el ceño levemente fruncido. —Y entonces me dices que hay un sitio llamado “La Gruta” donde hacen fiestas ilegales en cuevas subterráneas, ¿no? —la voz chillona de mi prima rebota por el auto con esa energía tropical que siempre me desespera, se inclina hacia adelante desde su asiento trasero, para estar a la altura de Tyson—. Dios, suena muy “pueblo olvidado por Dios”, pero… divertido. ¿Y hay bares de verdad? ¿O solo fondas con cerveza barata? No tengo que mirarla para saber que sonríe como si estuviera en una película de adolescentes en Miami. Tyson le responde con ese tono de paciente galán que a veces odio. —Hay un par de bares buenos. Uno con karaoke los viernes y otro donde sirven mojitos decentes. Nada como la costa, claro. Caroll suelta una risita y se me crispan los nervios. —Bueno, mejor que nada. Y oye, ¿qué tal las chicas por aquí? ¿Te persiguen o tienes el corazón ocupado? —Caroll —murmuro sin despegar la vista al frente, interrumpiendo su ataque verbal—. Te voy a dejar en casa, tengo que ir a la universidad. —¿Qué? No —responde como si le acabara de anunciar su exilio a Siberia—. Quiero ir. Voy a empezar clases mañana. ¡Quiero conocer el terreno! —No es buena idea —replico seca. —Por favor, Ana. Solo media hora —ruega con un puchero—. Juro que me porto bien. Tyson parece divertido y le lanzo dagas de fuego por los ojos. La miro un segundo, evaluando las posibilidades. Sé que no se callará hasta que le diga que sí, y además, irónica como soy, parte de mí quiere ver cómo reacciona cuando conozca el verdadero rostro de esta universidad. El infierno se visita mejor en persona. —Está bien —suelto como si no me afectara. Pero sí lo hace. Todo lo hace últimamente. —Eres la mejor prima del mundo —estalla. Sello mis labios. Sigue con su parloteo con Tyson hasta llegar a la universidad. El campus Blackmoor se alza como un monumento gótico a las apariencias. Torres antiguas, columnas de piedra, jardines perfectamente arreglados que no encajan con la podredumbre que habita dentro y con el pueblo en general. Al bajar, noto las miradas. Un enjambre de ojos que se me clavan como alfileres. —Vaya —susurra Caroll—. Están obsesionados contigo. —No digas nada —le advierto sin verla. Pero no tienen efecto mis palabras. Una chica de cabello castaño oscuro y piel bronceada se me acerca con paso firme. Reconozco su rostro. Una de las muchas que se alimentan del drama ajeno. Se planta frente a mí como si el aire no apestara a veneno. —¿Qué se sintió ser la puta de muchos hombres? Su voz es como una cuchilla pequeña: afilada, cobarde. La miro, no tiemblo, no retrocedo, solo dejo que el silencio la desgaste, que mi indiferencia le reviente los nervios. Sin embargo, no tengo tiempo de decir nada al ver que está dispuesta a empezar una pelea. Entonces, Caroll se interpone entre las dos como una fiera disfrazada de Barbie. —¿Te importa repetir eso, zorra de quinta? —espeta, con los ojos brillando—. Te juro por lo que más quieras que si vuelves a acercarte a mi familia, te quemo ese lindo cabello sedoso que te hace sentir especial. ¿Me oíste? —No hablo contigo, sino, con la puta de Ana —sisea la chica. Suficiente para que Caroll tire de su cabello con fuerza, acercando su rostro al de ella. —Última vez que lo repito, no te metas con mi prima, asquerosa perra —brama Caroll, pareciendo un gato fino enseñando las garras. La chica da un paso atrás cuando la suelta. Primero me lanza una mirada de odio, luego a Caroll con temor disfrazado de rabia, y finalmente se va. —No tenías que hacer eso —suelto, más cansada que molesta. —Nadie habla así de ti delante de mí —dice, como si fuera algo obvio. —Caroll —suspiro con la paciencia de una santa que no soy—. No necesito que luches mis batallas. Puedo sola. Y créeme, lo mejor que puedes hacer es mantenerte al margen si no quieres hundirte conmigo. —Ana —dice con una sonrisa que me remueve algo en el pecho—. Soy una Verly. No me escondo. Y no me preocupo por tonterías como esa zorra, en cuanto al resto, se pueden ir a la mierda desde ya. Me besa la mejilla con ternura descarada y empieza a caminar hacia la entrada principal de la universidad. —¿A dónde crees que vas? —le pregunto sin moverme. —A conocer el campus, duh. Estoy aquí para quedarme, ¿recuerdas? —Ten cuidado —digo sin poder evitarlo. —Por favor. Sé defenderme —responde lanzando un guiño antes de desaparecer entre las columnas de piedra. Tyson se me acerca por detrás. Siento su presencia como un abrigo caliente, aunque me niego a mostrarlo. Coloca sus manos sobre mis hombros. —Después de todo, me alegra que haya llegado. No estarás sola y no cabe duda que es tu sangre. —¿Y desde cuándo necesito compañía para resistir una guerra? —refuto. —Ana, incluso los reyes y reinas necesitan de un ejército para ganar cualquier batalla, en especial la guerra, y tu prima es ese ejército. Sus palabras me perforan por dentro. No lo demuestro, pero me siento como un castillo abandonado, con grietas que nadie ve, antes era como Caroll, alegre, coqueta, feliz, supongo, en una manera superficial, sí, pero al menos era algo. Ahora es como si esa versión de mí fuera un recuerdo de otra persona. Una niña muerta en una cuna de oro. Todo lo que queda es la sombra de lo que fuí. Me siento hueca. No vacía. Hueca. Vacío implica la posibilidad de ser llenada otra vez. Pero yo no tengo esa suerte. Lo que falta en mí no se repara. Se extinguió. Como una vela que no solo se apaga, sino que fue arrancada de raíz. No hay fuego que encender, no hay cera que moldear. Estoy muerta por dentro. Y lo peor es que nadie lo nota. —¿Vas a estar bien en la práctica? —pregunta Tyson, bajando las manos. Me doy la vuelta, lo miro. No con dureza. Con verdad. —No puedo depender de tu ayuda todo el tiempo —le digo. Y eso duele, para ambos. Me acerco, le doy un beso en la mejilla. Su piel está tibia. No digo nada más. Me giro y empiezo a caminar al área de deportes. Soy la capitana. La líder. Una reina no abandona su trono porque sus súbditos sean idiotas. Aunque por dentro, solo quede la ceniza de la corona. Caminando hacia el corredor que lleva al área de deportes, hago caso omiso de los comentarios que lanzan tanto chicos como chicas. “¿Ya vieron? Y actúa tan normal después de lo que pasó” “Escuché que la mesa directiva de la Universidad está haciendo todo lo posible para que ella no manche la reputación del plantel” “Es una pena, yo me la pensaba tirar, pero ahora que ese hoyo ha sido perforado por muchos hombres, me da asco” “Pobre, es una lástima lo que le sucedió” “Joder, ni muerto me meto con ella, seguro que tiene alguna enfermedad ahí abajo” “Amigo ¿quién va a querer salir con esa puta? Ya está demasiado estrenada” “Tienes razón, nadie con buen juicio, saldría con ella, el único que la soporta por lástima, es Tyson” “Y pensar que estaba enamorado de ella, ahora la veo y me dan ganas de salir corriendo” “Lo bonita no le quitará nunca lo puta que fue, saben, chicas, yo creo que incluso lo disfrutó, debió ser un sueño tener todas esas pollas dentro de ella y ahora quiere hacerse la víctima” Entro a los vestidores de mujeres, está vacío, “Víctima” odio esa jodida palabra. Cierro los ojos con fuerza, dejando salir el temblor que domina mis manos, hago un conteo mental hasta que me recupero, no voy a dejar que me hagan esto, no tienen idea de lo que viví, ¿con qué derecho se sienten de juzgar? Son una bola de idiotas. Termino de vestirme, observando mi reflejo en el espejo del vestidor. El uniforme azul y blanco resalta demasiado bajo la luz. La falda es demasiado corta, como siempre lo fue, pero ahora me incomoda de un modo distinto. Antes me sentía poderosa con ella, ahora… Es una condena. La blusa es ajustada, revela mis hombros, pero debajo llevo una de manga larga, blanca, ceñida al cuerpo, no por frío, sino por necesidad. Cubre el vientre, lo oculta, lo protege. No quiero ver las letras. No quiero recordar. Mis manos tiemblan mientras acomodo el dobladillo. Las aprieto con fuerza, las escondo detrás de la espalda. No puedo permitirme quebrarme. No frente a ellas. No frente a nadie. —No seas patética —me digo en voz baja, mirando mi reflejo como si fuera mi peor enemiga. Enderezo la espalda, levanto el mentón y salgo. Soy Ana Verly. Soy una jodida reina en este maldito colegio. Me preparo para salir, hacerlo, implica seguir escuchando sus comentarios. “Dios, ni de porrista se me apetece, mírenla, actuando como una perra” “¿Cuánto crees que cobre la hora?” Me detengo frente a un grupo de chicos que son del equipo de baloncesto. —¿Por qué no le preguntas a tu hermana? —encaro al imbécil de cabello castaño y ojos verdes, al que se le borra la sonrisa socarrona en cuanto estoy frente a él—. Estoy segura de que Natalia Virgil, tu hermana menor, sabe de eso, al fin y al cabo se vende al profesor de álgebra por unas buenas notas. Traga grueso. Sus amigos se callan y lo miran con burla, esa es una verdad a gritos que todos sabemos. —Pregúntale y pásame el dato, así sabré cuánto debo cobrar la próxima vez que algún idiota sin cerebro como tu, me pregunte cuánto la hora —escupo de frente. Cierra su casillero con fuerza. —Vámonos —les dice a sus amigos. Estos se van como alma que lleva el diablo, en cuanto estoy sola en el pasillo, suelto un suspiro que llevaba retenido, el corazón me palpita con fuerza, no voy a dejar que me humillen otra vez, por lo que respiro con profundidad, escondo el miedo que intenta arañar por salir, y camino hacia el gimnasio. Pero al abrir las puertas, está vacío, frunzo el ceño, el eco de mis pasos retumba en el suelo pulido mientras avanzo hasta el centro. Recorro las gradas con la mirada, las paredes, los listones, pero no hay nadie. Ni una porrista. Ni un alma. —¿Qué carajo…?
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