Mi dulce pesadilla hecha realidad.

1206 Palabras
«No todo término merece el nombre de fin, sino tan sólo el que es óptimo.» "Aristóteles" Llegó la hora del almuerzo y, honestamente, me sentía al borde de un colapso nervioso. Lo había evitado visualmente todo lo posible durante la mañana. Cada vez que escuchaba pasos firmes cerca o alguien mencionaba “Brandon”, fingía buscar algo en mi bolso o levantar la vista al techo como si estuviera resolviendo una fórmula matemática o una ecuación de Aristóteles. Me senté con Claudia en una de las mesas de la cafetería. Moderna, acogedora… y llena de gente que no paraba de hablar de él. —Brandon es un genio, la verdad. Salvó el sistema del banco de un ataque masivo el año pasado —dijo una chica de lentes, emocionada. —Sí, y es tan amable. El otro día me ayudó con mi coche sin que se lo pidiera. Es un ángel. —Un ángel que está buenísimo, corrige —rió otra. Por dentro, solo pensaba: ¿Un ángel? Ese tipo escondía lo pervertido bajo esa sonrisa de lider exitoso. Me removí incómoda en el asiento. Nadie más en esta maldita empresa sabía que ese supuesto ser celestial había estado… en plena autocomplacencia… frente a su ventana… sin cerrar las cortinas. Y yo, por desgracia, había sido la testigo accidental. Una muy estúpida por no apartar la vista. No alcancé a decirle nada a Claudia, porque justo cuando iba a comentarle, sentí una presencia a mi lado. La cuchara se me cayó al suelo, y con ella, un poco de mi alma. Él. Brandon Lefèvre. Más alto. Más apuesto. Más intimidante que por la mañana. Ese saco gris a la medida, parecía diseñado para provocarme taquicardia, y sus ojos marrones oscuros me estudiaban con esa intensidad que me hacía sentir… vulnerable. —Brandon Lefèvre —anunció Claudia, sonriendo como si acabara de presentar a una celebridad—. el mejor Jefe del equipo de desarrollo de software. Yo quería morirme. Literalmente. ¿Por qué no le dije en el baño que ese era mi vecino pervertido? —Bienvenida, Samanta, nuevamente —dijo él, con una sonrisa ladeada que solo yo parecía entender del todo—. Puedes abrazarme otra vez si no quieres darme la mano. Claudia se rio, creyendo que era una broma casual. Yo, en cambio, tragué saliva. ¿Se estaba burlando de mí? ¿Me estaba provocando? Pero me llené de coraje. No me había expuesto como la vecina mirona, lo cual, en su extraño y retorcido estilo, era lo más cercano a un gesto caballeroso que podía ofrecer. —Estaba nerviosa —dije, levantando la barbilla—. Pero ya no. Tomé su mano. La sentí fuerte, cálida… y maldita sea, esa corriente eléctrica volvió a subir por mi brazo. Con esa enorme palma el acarició su virilidad. Me obligué a no mirar a Claudia, que ya se reía por lo bajo como si supiera más de lo que debería. —Gracias —murmuré. Mi voz sonó un poco más suave de lo que quería. Más... afectada. —Me alegra tenerte en el equipo contrario, una belleza como tú sería difícil concentrarme—dijo él, como si todo estuviera bien, como si no existiera un secreto incómodo entre nosotros—que disfruten su comida, voy por mi bandeja de comida. Se fue sin mirar atrás. Pero yo sentí su sombra quedándose conmigo. Claudia se inclinó hacia mí con una sonrisa burlona. —¿Que te sucede? Dejaste salir tus feromonas Sami... —Lo...lo siento, fue inconcientemente. Es solo que él es mi vecino—le susurro para que nadie más me oiga. —Dime que no es el vecino que mencionaste anoche… —¡Shh! —la callé—. Luego te cuento. Apenas terminamos de almorzar, tomé a Claudia del brazo como si estuviéramos en una telenovela dramática. —Ven, necesitamos hablar. Urgente. Baño. Ahora. —¿Qué hiciste? ¿Le miraste el trasero otra vez? —preguntó divertida mientras me dejaba arrastrarla. —Peor. En cuanto cruzamos la puerta del baño, me aseguré de que no hubiera nadie más, y la miré con ojos como platos. —Claudia… ¡ese es mi vecino! ¡El del show privado! ¡El del... el que se dio cariño en la ventana mientras yo...! Ella se atragantó de la risa mientras se echaba agua en la cara. —Ya me lo dijiste y aún no lo creo. ¿Brandon Lefèvre? ¿El Brandon con cara de adonis de película? Hasta que no lo vea no lo creo. —El es el mismo. Me está siguiendo el karma, o el universo se aburrió y decidió divertirse conmigo. Mientras nos cepillábamos los dientes frente al espejo, Claudia no podía borrar esa sonrisa burlona. —Sam, ese hombre es la leyenda de esta empresa. Tiene más tiempo que todos nosotros juntos, y no solo eso, ha salvado proyectos, ha levantado contratos imposibles, y es el que más resultados ha dado desde que tengo memoria. Escupí la pasta de dientes con fuerza. —Pues eso va a cambiar. Dame unos meses... y seré yo la número uno. Me miró arqueando una ceja. —¿Competencia declarada? Esto se va a poner interesante. A fin de año vas a tener mucho dinero en tu cuenta si es así. Salimos del baño riendo y regresamos al área de trabajo. Me senté frente a mi computadora, con las mangas arremangadas y la determinación ardiéndome bajo la piel. Era momento de mostrar de qué estaba hecha. Las horas volaron. Código, informes, llamadas. El teclado sonaba como ametralladora bajo mis dedos. Claudia y yo trabajamos codo a codo hasta que el cielo ya estaba completamente oscuro. —¡Terminamos! —dijo ella, estirándose como si hubiese corrido un maratón—. Esto merece una celebración. ¿Qué te parece pasar por unas cervezas y unas botanas mejicanas? —Sí, por favor. Creo que tengo pantallas en vez de córneas —reí mientras me ponía la chaqueta. Entonces, como si alguien lo hubiera invocado, Brandon apareció en la sala. Alto, relajado, con ese aire suyo de hombre que domina cualquier habitación sin esfuerzo. —¿Van a salir por cervezas? —pregunta, deteniéndose frente a nosotras. —Sí, para celebrar que sobrevivimos al primer día —responde Claudia, con su sonrisa de siempre. Él me mira. Esa mirada que parecía ver más de lo que debería. —Yo invito —dijo, sacando las llaves de su chaqueta con un tintineo suave—. No hay mejor bienvenida que una ronda bien fría. Mi garganta se secó. Claudia me miró con una ceja alzada, como diciendo: ¿Vas a decir que no? —¿Y vas a venir con nosotras? —pregunto, intentando sonar casual. —Claro. Pero si quieres, me puedes espiar desde el otro lado de la mesa —dijo, bajito, solo para que yo lo escuchara. Claudia soltó una risita ahogada. Y yo… bueno, yo supe que esa noche recién comenzaba. En ese instante, comprendí algo: por más que intentara, no iba a poder evitarlo. No en la oficina. No en el edificio. Y claramente no en mi cabeza. Mi rival, mi vecino, mi error... y quizás, mi problema más excitante.
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