—Entonces, ¿vas a decirme quién eres en realidad? —susurró Maxine, mientras con su dedo trazaba con suavidad uno de los tatuajes que tenía Iain en el abdomen.
Él le lamió el cuello, provocando que un escalofrío le erizara la piel, y se giró sobre la cama, acostándola encima de su cuerpo. Le gustaba el contraste que hacían sus pieles: la de ella era tan blanca como la leche y la suya un poco tostada. Contempló cómo los pechos de ella se aplastaron contra sus duros pectorales y sonrió, recordando la forma en que se los había cogido hace un rato.
—Ya te dije que eso lo tienes que averiguar por tu propia cuenta.
—¿Y por qué no me lo dices tú? —replicó Maxine—. ¿Cuál es el problema?
La sonrisa en la boca de Iain se ensanchó y negó, un poco juguetón.
—Porque no es justo —dijo.
—¿Justo? ¿Po
