Cuando llegué a la cafetería, preparada para el regaño de Pia, el silencio me recibió como una pared fría. Era un silencio pesado, casi incómodo, que no tenía nada que ver con las mañanas tranquilas de siempre. Había pocas personas ocupando las mesas… pero esas pocas personas no eran clientes habituales. No eran estudiantes, ni oficinistas, ni los viejos que pasaban por un café doble.
No. Eran hombres vestidos de n***o, trajes perfectamente ajustados, relojes caros y expresiones tan rígidas que parecían esculpidas. Sus miradas se movían como si evaluaran cada rincón del local, cada paso que daba.
Me recorrió un escalofrío.
Cuando llegué a la barra, Marco salió por la puerta blanca que conectaba la cocina con el salón. Me dedicó una sonrisa nerviosa, una que claramente no quería ser sonrisa y levantó la barra para dejarme pasar al otro lado.
—¿Por qué todo está tan… silencioso? —pregunté en voz baja, evitando por completo mirar a los tipos que parecían sacados de un entierro de lujo.
Marco echó un vistazo discreto hacia las mesas, se inclinó hacia mí tomando mis manos heladas y bajó aún más la voz, hasta que su aliento chocó contra mi mejilla.
—Son personas de Moretti —murmuró. Luego señaló con la cabeza hacia la oficina de Pia—. Luca está aquí.
Mi corazón dejó de latir por un segundo. Y mis manos se aferraban a las suyas como si eso fuera suficiente para huir de allí.
¿Luca? ¿Aquí? ¿En mi trabajo?
Fruncí el ceño, sin atreverme a mirar directamente. Aun así, mis ojos se movieron solos hacia la puerta de la oficina. Mi estómago se retorció al descubrir que no estaba bromeando. Yo pensaba que Luca se había marchado a sus negocios, que me olvidaría por el resto del día… pero ahora estaba claro que no solo sabía dónde trabajaba. Había venido.
—Él no puede estar aquí —susurré, desesperada—. ¿Por qué está aquí? ¿Tú crees que…?
Marco abrió la boca para responder, pero un carraspeo a pocos pasos de nosotros nos congeló a los dos.
Nos giramos al mismo tiempo.
Luca estaba apoyado en la barra, como si hubiera estado allí desde siempre. Sus manos en los bolsillos, su postura relajada, esa mirada oscura que no dejaba espacio para respirar. Sus ojos descendieron hacia nuestras manos, las manos que seguían entrelazadas por puro pánico, y luego subieron lentamente hacia mí.
Pia estaba detrás de él, tan pálida que parecía a punto de desplomarse. Tenía los brazos cruzados, rígidos, como si intentara ocultar el temblor de sus manos.
Y no la culpaba.
¿Quién no se pondría así teniendo a Luca Moretti en su local? ¿Quién no temblaría si el mismo hombre que podía arruinar tu vida con un chasquido te tenía encerrada en tu oficina desde vaya a saber qué hora?
Pia me estaba mirando como si yo hubiera abierto la puerta del infierno y lo hubiera invitado a pasar. Como si yo fuera el motivo por el cual su negocio, su esfuerzo de años, estaba ahora bajo la sombra de Moretti.
En su mirada había miedo. Y también había rabia.
Yo… probablemente estaba despedida.
—Alessia, te necesito en mi oficina —dijo Pia con una voz tan neutra que fue imposible distinguir si estaba a punto de llorar o de gritar.
Ni siquiera me miró. Se dio media vuelta con pasos rápidos y tensos, dejándome allí entre Marco, aún pálido, y Luca, que continuaba observando nuestras manos como si fueran un crimen. Las solté de inmediato, sintiendo el calor ajeno desaparecer de mis dedos, y casi corrí tras Pia.
No sabía cómo debía actuar con Luca. No sabía nada. Todo esto era nuevo, confuso, incómodo, y seguramente en la noche él me explicaría todo lo que debía fingir para que este maldito trato funcionara sin hundirme.
Al cerrar la puerta de la oficina, Pia soltó todo el aire que había estado reteniendo desde que él entró. Apoyó la espalda contra la madera, se llevó ambas manos al cabello desordenado y dejó caer la cabeza hacia atrás. Jamás la había visto tan nerviosa. Pia, que siempre había sido dura, directa, imperturbable… parecía desarmarse frente a mí.
—Lo siento —dije de inmediato, juntando las manos como si pudiera rezar para que esto no fuera lo que sospechaba —… No quise que esto pasara. Yo voy a mantenerlo lejos de aquí, voy a hablar con él, yo—.
—Él compró la cafetería, Alessia.
El mundo se me detuvo.
—¿…Qué? —parpadeé, sin saber si había escuchado bien.
Pia asintió, con una risa ahogada que no era risa, sino desesperación disfrazada.
—Firmó hace una hora. Llegó con un abogado y… bueno. Ya nada es mío. Ahora es de él.
Me quedé inmóvil. Una presión subió desde mi estómago hasta mi pecho, como si alguien me apretara las costillas desde adentro.
¿Comprar la cafetería?
¿Para qué? ¿Para vigilarme? ¿Para controlarme aún más?
Perfecto. Además de esposo falso… ahora sería también mi jefe.
Excelente.
—¿Por qué lo vendió? —pregunté en un susurro, como si decirlo en voz alta volviera todo más real… o más vergonzoso.
Pia cerró los ojos apenas un segundo, como si la pregunta le doliera físicamente.
Sacudió la cabeza y, aún así, intentó dedicarme una sonrisa. Una que no llegó ni a la mitad de sus labios.
—No tenía otra opción —respondió con la voz quebrada. Se abrazó a sí misma, como si necesitara sostenerse—. De todas formas, fue una buena oferta... Supongo que debería estar feliz.
“Debería”.
La palabra se quedó suspendida entre nosotras, pesada, incómoda, injusta. Claro que debería estar feliz. Claro que debería sentirse aliviada. Pero no lo estaba. Lo veía en sus ojos, vidriosos y cansados, intentando procesar que algo suyo, algo que había construido con esfuerzo ya no le pertenecía.
Y no pude decir nada más.
Porque la puerta sonó con un golpe firme, casi demasiado calculado para ser un simple “toco y entro”.
Pia, aún junto a la manija, abrió sin pensarlo. La figura que apareció al otro lado llenó la habitación como una sombra:
Luca.
El ceño fruncido. La mandíbula tensa. Y sus ojos… clavados únicamente en mí, como si Pia no existiera.
—Me iré. El abogado terminará el trámite por mí —dijo en un tono neutro, impersonal, casi aburrido. Sin dedicarle a Pia la más mínima mirada. Después señaló hacia mí con un leve movimiento del mentón—. Tú. Sígueme.
Sentí el aire salir de mis pulmones de golpe.
Miré a Pia, buscando algún tipo de permiso… o respaldo. Ella me devolvió una mirada que no sabía si era miedo por mí o miedo por ella misma. Mi estómago se retorció. Quería quedarme, explicarle, disculparme por algo que ni siquiera sabia si era mi culpa. Pero mis piernas se movieron solas, llevándome detrás de Luca, obediente como una niña castigada.
Salimos a través del pasillo, cruzando el silencio tenso del local y las miradas curiosas de los desconocidos de trajes negros. Sentí la piel arderme de vergüenza y rabia.
Llegamos al estacionamiento al aire libre, pequeño y cubierto por la sombra de dos edificios altos. El aire húmedo de la ciudad me golpeó el rostro.
Luca caminó directo hacia su auto: un deportivo gris, brillante, intimidante, como si fuera una extensión de él.
Se apoyó en el capó con una naturalidad arrogante, cruzó los brazos sobre su pecho y dejó caer su mirada sobre mí. Una mirada fría, evaluadora. La clase de mirada que te desnuda la intención antes de que tú misma puedas entenderla.
Yo me quedé a medio metro, sin atreverme a acercarme más. Ni a alejarme.
Él no dijo nada de inmediato. Y ese silencio… fue peor que cualquier regaño.
—¿Qué haces aquí? —preguntó después de unos largos segundos, su voz grave cayendo como un peso frío entre nosotros.
Su tono, molesto y seco, me arrancó una risa débil, ahogada, más cercana a la incredulidad que a la diversión. ¿Qué clase de pregunta era esa? ¿Acaso no sabía exactamente por qué estaba yo allí?
Él levantó una ceja con lentitud, analizando cada pequeño gesto mío como si fuera un acertijo que debía resolver. Pero mi rabia ya estaba encendida, caliente, punzante, consumiéndome desde la boca del estómago.
—Yo debería ser quien pregunte eso, ¿no crees? —mi voz salió cortante, aunque tembló apenas—. Supongo que ya sabes que trabajo aquí… y tú —fruncí el ceño, respirando por la nariz para no perder el control—. ¿Qué demonios haces aquí?
Él no parpadeó. Ni siquiera se movió. Solo ladeó el rostro, como si mis palabras fueran un mosquito molesto al que aún no decidía si aplastar o ignorar.
—Ya no trabajarás aquí, Alessia.
El aire se me atascó en la garganta y, por un segundo, pensé que iba a desmayarme. Respiré demasiado rápido, tan brusco que un pequeño mareo me nubló la vista. ¿Me estaba corriendo? ¿De verdad estaba haciéndome esto?
Mi expresión debió de ser un espectáculo, porque algo parecido a una sonrisa, una burla disfrazada de diversión cruzó su boca en un segundo efímero.
—Sí, escuchaste bien —añadió, como si no fuera suficiente. Como si no hubiera lanzado una bomba sobre mi única fuente de ingreso en medio del caos que era mi vida.
El latido en mis sienes se aceleró. Sentí la sangre caliente en mis mejillas, el peso de cada problema sobre mis hombros… y allí estaba él, tan tranquilo, tan dueño del lugar, tan dueño de todo, incluso de mí.
—¿Por qué? —logré preguntar, apenas un susurro rasgado.
Él inclinó la cabeza, sin borrar su expresión neutra.
—Porque ahora estoy a cargo de este sitio. Y porque tú vas a estar en un lugar donde pueda verte —sus ojos descendieron por mi rostro, como si marcara un territorio invisible—. Lo quieras o no.