Capitulo 12

1453 Palabras
Había pasado tres veces por ese camino en el día y ya creía que me lo había aprendido. Tres veces viendo el mismo sendero serpenteante, las mismas sombras de los árboles inclinándose sobre el asfalto como si quisieran devorar el auto. Tres veces sintiendo que cada metro me alejaba más de mi antigua vida. Pero esta vez era diferente. Esta vez iba con Luca. Solo nosotros dos. En el mismo espacio cerrado. Y no me sentía incómoda. No… me sentía aterrada. Aterrada porque su silencio pesaba más que cualquier amenaza. Aterrada porque sus manos firmes en el volante decían más que sus palabras cortantes. Aterrada porque no sabía qué versión de él iba a aparecer cuando abriera la boca. No, no debería estar aterrada. Debería estar furiosa. Y lo estaba. Pero debajo de toda esa rabia había un hueco más profundo, uno que me apretaba el pecho cada vez que lo pensaba: mi familia. Ahora que no tenía trabajo, no podía darles el dinero que cada mes les entregaba. Ese dinero que muchas veces evitó que nos cortaran la luz, o que permitió comprar la comida justa para la semana. Ese dinero que me hacía sentir que era útil… que podía cargar un poco del peso que mi madre llevaba sola desde que todo se fue a la mierda. Apreté los puños en mi regazo. Luca conducía como si nada fuera importante, como si comprar una cafetería y destruir mi rutina fuese tan insignificante como decidir el desayuno. Mi garganta ardía. Yo no era libre. Estaba en un auto con el hombre más peligroso que había conocido y, paradójicamente, lo que más me asustaba no era él. Era la sensación de que estaba perdiendo todo a lo que pertenecía. Mis dedos se cerraron con más fuerza en mi regazo, hasta que los nudillos palidecieron. El auto avanzaba en silencio, cortando la carretera como si el mundo entero se hubiera quedado atrás. —¿Qué es lo que pasa? —preguntó Luca, sin molestarse en ocultar lo despreocupado que se oía, como si el caos que acababa de provocar en mi vida fuera tan insignificante como una piedra en el camino. Mi mandíbula se tensó. Me mordí la lengua. Sacudí la cabeza. No podía hablar. Si abría la boca, o lo insultaba… o lloraba. Y ninguna de las dos cosas estaba en mis planes. Tenía que recordarme una y otra vez quién era él. El hombre más temido de la ciudad. El apellido que abría puertas o las cerraba con llave para siempre. El que podía destruir una vida en cuestión de minutos… o comprarla, como acababa de hacer con mi trabajo. Solté un pequeño grito cuando el auto dio un frenazo brusco que me lanzó hacia adelante. El cinturón me cortó el aire y mi corazón se estampó contra mis costillas. Luca giró el volante hasta quedar estacionado a un lado de la ruta, y luego se volvió hacia mí con el ceño hundido entre las cejas. —Sabes —dijo, con una calma que solo era una fachada para el enojo—… no te pareces para nada a una esposa. Lo miré con incredulidad. ¿Estaba en serio? —¿Será porque nunca fui esposa de nadie? —espeté sin pensar, más furiosa de lo que pretendía. El temblor en mi voz no era miedo; era rabia contenida. Una sonrisa casi invisible tiró de la comisura de sus labios. Una sonrisa peligrosa. —Debes empezar a comportarte como tal, A… Sentí cómo el calor se me subía al rostro. —No me digas A… —escupí entre dientes. Sus ojos, grises y fríos como acero, se fijaron en los míos. No parpadeó. No respiró. No se movió un milímetro. Yo sí. Tragué saliva. Y entonces, en lugar de retroceder, avanzó. Inclinó su torso hacia adelante con una seguridad tan arrogante que me dejó pegada al respaldo. Quedó tan cerca que pude sentir el roce fantasma de su aliento contra mi mejilla. Cada célula de mi cuerpo gritó peligro… o algo peor. ¿A qué demonios estaba jugando? —¿Por qué eres tan rebelde? —murmuró, con esa voz baja que vibraba más que sonaba—. ¿Sabes con quién estás hablando? Debería haberme congelado. Debería haber desviado la mirada. Debería… tantas cosas. Pero mi corazón, ese idiota, se aceleró como si hubiera estado esperando justo este tipo de amenaza para despertar. Apreté los dientes. Me mordí la lengua antes de responder cualquier tontería. Cerré los ojos un segundo para evitar que se me pusieran en blanco frente a él, porque eso sí sería firmar mi sentencia de muerte. Me valía muy poco quién era él. O quizá no me valía nada, pero no iba a demostrarle eso. A, por favor… contrólate, rezongué mentalmente, sin saber si era una súplica o una advertencia. Porque si no me controlaba, no solo iba a insultarlo. Iba a hacer algo más estúpido. Como admitir que su cercanía me hacía temblar por razones equivocadas. —Mis padres decían que era una niña muy obediente —solté, y apenas las palabras abandonaron mi boca sentí el ridículo golpearme en la cara. ¿Por qué demonios decía esas cosas frente a él? Luca no se movió. Permaneció inclinado hacia mí, demasiado cerca, estudiándome como si mis contradicciones fueran un acertijo que le entretenía. Sus ojos, afilados y calculadores, bajaron brevemente a mis labios antes de volver a subir. Y sonrió. Una sonrisa lenta, peligrosa. No una amable. No una dulce. Luego se apartó, volviendo a recargarse en su asiento como si no hubiera invadido mi espacio personal ni arrancado el aire de mis pulmones. Y la distancia que dejó entre nosotros me supo a vacío. A un frío incómodo que no quería admitir. Quise extender la mano y jalarlo de vuelta. Basta, A. Basta. Contrólate. En todos los sentidos. —Pues no pareces tan obediente… —murmuró él, girando ligeramente la cabeza hacia la ventana, pero manteniendo conmigo un contacto visual que me sujetaba a ese asiento. —Eso es porque debes ganártelo —respondí sin pensar, sin filtro, sin un solo gramo de sentido común. Apenas terminé de hablar, el silencio se volvió espeso. ¿Qué acababa de decir? Quise morderme la lengua hasta sangrar. Luca regresó su mirada completamente hacia mí. El ambiente dentro del auto cambió. El aire pareció calentarse entre nosotros, tensarse, vibrar. Mis palabras lo habían sorprendido… y fascinado. Podía notarlo en la forma en que entrecerró los ojos, en cómo la curva peligrosa volvió a dibujarse en la comisura de sus labios, como si acabara de descubrir algo interesante… algo que podría usar a su favor. —¿Ganar tu obediencia? —repitió con una voz baja, grave, casi como un roce en la piel —. Me estás diciendo que tengo que trabajar por ello. No era una pregunta. Era un desafío. Un desafío que no debería aceptar. Un desafío que, por alguna razón estúpida, mi cuerpo parecía ansioso por responder. Pero tragué saliva y apreté las manos entre mis piernas para detener el temblor. —Dije… lo que dije —susurré, mirando hacia adelante, intentando parecer firme. En mi visión periférica pude ver cómo Luca apoyaba el codo en la ventana, llevándose dos dedos al mentón. Me observaba como si fuera un acertijo que no lograba descifrar… o como si fuera la primera cosa interesante que le había sucedido en todo el día. Y claro que lo era. A su alrededor todo parecía o demasiado tenso o demasiado calculado. Incluso sus hombres caminaban como sombras con trajes caros y miradas muertas. Él, en cambio, aunque no fuera una sonrisa auténtica… sonreía. Y eso, viniendo de Luca Moretti, ya era una anomalía. Tragué saliva. No quería que me importara, pero mi cuerpo era un traidor. Matteo, por ejemplo, era distinto. Frío. Recto. Programado para obedecer sin cuestionar. Su sola forma de ver a las personas —a mí, al personal, a cualquiera que no llevara el apellido Moretti— ya me hacía querer alejarme. No me gustaba cómo hablaba, no me gustaba cómo trataba al personal, y definitivamente no me gustaba cómo parecía disfrutar intimidando. Pero Luca… Luca era otra clase de peligro. Uno que, por alguna razón absurda, hacía que mi corazón se agitara en lugar de paralizarse. Me forcé a mirar hacia adelante, apretando los dedos contra mis rodillas, tratando de recuperar algo de control sobre mí misma y sobre esta vida que se me estaba yendo de las manos. Y esto apenas comenzaba. En esa mezcla absurda de miedo, furia y un cosquilleo que no quería admitir, comprendí algo: Luca Moretti no solo quería que fingiera ser su esposa. Quería ver de qué estaba hecha.
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