Capitulo 13

1595 Palabras
La puerta se cerró detrás de mí con un golpe seco, reverberando en la oficina como si quisieran recordarme que perdía el control. La luz que entraba por los ventanales bañaba el lugar, iluminando cada rincón pulcro… y aun así no podía respirar. El aire pesaba. Mi pecho también. La imagen seguía ahí, clavada detrás de mis ojos como una espina imposible de arrancar: Alessia y Marco. Demasiado cerca. Demasiado cómodos. Demasiado… íntimos. Mi mandíbula se tensó. Me pasé las manos por el cabello, despeinándolo sin cuidado. Intenté expulsar esa sensación incómoda, esa quemazón en la garganta que no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Era ira. Era fastidio. Pero… tampoco solo eso. Marco me había explicado que era “como un hermano” para ella. Y yo quería creerlo. j***r, necesitaba creerlo para mantener esto funcionando. No podía permitirme celos. No en este momento. Pero la forma en que él la miraba… Y peor: la forma en que ella le correspondió. Sentí un gruñido escaparse de mi pecho, bajo, innecesario, pero inevitable. No. No podía permitir que ese idiota volviera a tocarla así. No si iba a ser mi esposa. No si la gente empezaría a observar cada uno de nuestros movimientos. No si cualquiera podía sospechar que nuestro matrimonio era una fachada construida a la fuerza. Ella tenía que entenderlo. Tenía que obedecer. Tenía que actuar como la mujer que decía ser frente al mundo. Y Marco… Marco necesitaba una advertencia. Solté un suspiro tembloroso, intentando contener la presión que me apretaba el pecho. Era absurdo sentir ansiedad. Ridículo. Inaceptable. Pero aun así estaba allí, mordiéndome desde adentro. Las cosas marchaban… bien. O eso quería creer. Incluso si Alessia me había lanzado esa mirada fulminante cuando me fui, justo después de decirle que no trabajaría más en el café. Una mirada que aún sentía clavada entre las costillas. Una mezcla de indignación, miedo y… algo más que no quería analizar. No necesitaba que ella trabajara. No con el acuerdo que teníamos. No con lo que yo podía ofrecerle. Pero también sabía que había cosas que ella no me decía. Cosas que me ocultaba con ese temple frágil que intentaba hacerse fuerte. Tal vez porque me temía. Como todos. Como debía ser. Y sin embargo… quizás estaba equivocado con ella. El teléfono de línea sonó de pronto, cortando mis pensamientos como un cuchillo. El eco retumbó en la oficina silenciosa y helada. Caminé hacia él, mis pasos firmes contra el mármol, y miré la pantalla. Número desconocido. Perfecto. Justo lo que necesitaba. —¿Qué pasa ahora? —solté al llevarme el auricular a la oreja. Mi tono fue más duro de lo que pretendía—. No estoy de humor para tus idioteces. Una risa grave, cansada y seca llenó la línea. Mi padre. Siempre tan diferente a mí. Él encontraba gracia en todo, incluso en mi humor de perro. Antes… antes de que mamá muriera, solía escucharme, acompañarme, tratar de entenderme. Ahora solo quedaba esa risa. Esa voz que me recordaba demasiado lo que había perdido. —Te siento demasiado tenso —comentó con un deje burlón. Torcí la boca, irritado —En la noche podríamos salir a cenar, ¿qué dices? La respuesta salió sola, instintiva. —No puedo —escapé de golpe, tan rápido que la palabra casi se ahogó en mi garganta. No podía. Ni quería. No estaba para cenas, ni para sonrisas falsas, ni para fingir que todo seguía igual cuando Alessia, esa mujer problemática y diminuta, estaba empezando a desordenarlo todo dentro de mí. —Mmmh, ¿y eso? —la voz de mi padre sonó cargada de curiosidad, una curiosidad tan cálida que contrastaba demasiado con la frialdad que yo sentía corriéndome por la sangre—. Nunca rechazas mi invitación al restaurante Fay. Cerré los ojos un segundo y apreté los dientes. El recuerdo del restaurante —luces suaves, mesas impecables, música tranquila, los dos fingiendo que éramos una familia normal— me hizo querer colgarle sin pensarlo. Pero lo conocía. Si le cortaba, llamaría de nuevo. Y de nuevo. Y también llamaría a Matteo si era necesario. No se rendiría. Solté un suspiro cansado, apoyando la frente contra la ventana mientras observaba la ciudad extenderse bajo el edificio. Lejos. Fría. Igual que yo. —Estoy muy ocupado con un asunto importante —dije finalmente, dejando caer cada palabra como si pesara demasiado. Mi padre guardó silencio unos segundos. Podía imaginar su rostro: una mezcla de preocupación y paciencia infinita… dos cosas que nunca creí haber heredado. —¿Y qué tipo de “asunto” te tiene así? —preguntó al fin, más serio. Su tono cambió, bajó un nivel. Ese tono que usaba cuando intuía que algo no estaba bien, cuando el Luca adulto dejaba de parecerle tan indescifrable. Mi mandíbula se tensó. No quería hablar de Alessia con él. No quería explicarle nada. No quería preguntas. Mucho menos sobre mis motivos, sobre la mentira que estaba armando, sobre esa mujer que no podía sacarme de la cabeza aunque nos conociéramos apenas unas horas. Miré mi propio reflejo en el vidrio. Mis ojos lucían cansados, iracundos, confundidos. No era un buen día para enfrentar a mi padre. Ni a nadie. —Solo… es algo que no puede esperar —respondí, cortante. El silencio volvió, largo, medido. Mi padre rara vez se callaba, pero cuando lo hacía era porque estaba pensando demasiado. Lo odiaba cuando lo hacía conmigo. —Luca —dijo al fin, su voz suave, casi paternal… algo que ya no sabía cómo recibir—. Hij… Se detuvo, respiró, corrigió el tono. —Si necesitas ayuda, puedes decírmelo. Cerré el puño. Ayuda. Eso era lo último que quería. Lo último que necesitaba. Él ya había arruinado suficiente intentando “ayudar” cuando mamá murió. —No lo necesito —dije, helado—. Estoy manejándolo. —Eso dices siempre. Me mordí la lengua. Podía escucharlo sonreír del otro lado. Esa sonrisa cansada. Esa sonrisa que conocía mis puntos débiles demasiado bien. Y pensé, por un segundo, en Alessia. En su mirada acusadora. En cómo defendía al personal sin dudar. En cómo tembló la primera vez que la toqué… y cómo se enderezó inmediatamente después para discutir conmigo. Mi “esposa”. Mi mentira más grande. Mi problema más urgente. —Tengo que colgar —dije finalmente, incapaz de seguir escuchándolo—. Hablamos después. No le di tiempo de responder. Corté la llamada. Y por primera vez en mucho tiempo, deseé poder golpear algo hasta que la confusión dejara de apretarme el pecho. Pero ni siquiera pude hacerlo, porque un golpe sutil en la puerta resonó y, al alzar la vista, la figura de Matteo apareció frente a mí. Su sonrisa era tan amplia que le fruncía los ojos en unas líneas divertidas. Esa maldita alegría—innecesaria, fuera de lugar—me irritaba tanto que sentí un cosquilleo en los nudillos, una necesidad absurda de borrarle la expresión de un puñetazo. Sin decir una palabra, dejó caer una carpeta transparente sobre mi escritorio. No se movió. No parpadeó. Apenas respiró. Su sonrisa seguía allí, clavada como una burla. Me incliné hacia adelante, tomando la carpeta con una ansiedad que no quería admitir ni frente a mí. Era ridículo, pero cada vez que Matteo traía algo de un caso, lo primero que esperaba era que se tratara de ella. De Alessia. Maldición. Necesitaba controlarme. Sacarla de mi cabeza. Recordarme que sólo era una pieza de un trato. Un trato que cada minuto parecía volverse personal. Hundí mi cuerpo en el asiento de cuero y abrí la carpeta. El papel crujió, revelando datos incompletos, registros económicos mal alineados, solicitudes de empleo viejas y la ficha resumida del padre de Alessia. Nada que no hubiera visto ya. Trabajos menores, contabilidad para empresas externas asociadas a Moretti. Pequeñez. Sombra. Hasta que desapareció. —Tengo información de las cámaras —dijo Matteo mientras se acomodaba la corbata. Siempre hacía eso cuando estaba por decir algo que le incomodaba. Un tic involuntario, útil para saber cuándo estaba a punto de soltar algo que no me gustaría oír. —Suéltalo, Mat —dije sin alzar la vista, pasándole una página con desinterés fingido. Fingido, porque en realidad esperaba, necesitaba, que algo finalmente cerrara este maldito rompecabezas. Matteo carraspeó con una risa ahogada detrás. Un sonido torpe, nervioso. Mi ceño se frunció al instante. Ya conocía ese sonido. No presagiaba nada bueno. —Bueno… —empezó, y su sonrisa por fin desapareció— el señor Park no parecía estar con nadie más. Una sensación áspera se deslizó por mi estómago, como si algo se hubiese encajado allí con fuerza. Levanté la cabeza despacio. —Habla claro —advertí. Matteo tragó saliva. Sus dedos juguetearon con el borde de su reloj. —Según las cámaras… no hubo forcejeo. No hubo secuestro. Nadie lo siguió. Nadie lo obligó a subir a ningún vehículo. Sólo… caminó fuera del embarcadero y no volvió. Un silencio espeso cayó entre nosotros. Un silencio que no me gustaba. Un silencio que insinuaba una verdad incómoda. Un silencio que podía destruir todos mis planes. Clavé mi mirada en él, fría, afilada como un cuchillo. —Matteo. —Mi voz salió baja, contenida, peligrosa—. ¿Estás diciendo que el padre de Alessia… huyó? Él no respondió. No necesitaba hacerlo. El silencio lo dijo todo. Y ese silencio… ardió dentro de mi pecho como un mal presagio. ¿Por que habia huido y dejado a su familia a la deriba?
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