Capitulo 14

1989 Palabras
El portón principal se abrió con el acostumbrado chirrido metálico que hacía eco en toda la entrada. No debería molestarme—lo había escuchado miles de veces—pero hoy me taladró el oído como si fuera algo personal. Quizá sí lo era. El auto avanzó despacio por el camino empedrado, bordeado por los árboles altos que mi madre había mandado plantar cuando yo era un niño. Antes me parecían gigantes protectores. Ahora solo parecían sombras que encerraban más sombras. Apenas crucé el estacionamiento subterráneo, solté un suspiro tan largo que el pecho me ardió. Apagué el motor, pero me quedé allí, con las manos aún en el volante y la mente demasiado ruidosa para mover un solo músculo más. El padre de Alessia. Los papeles seguían en mi maletín. La carpeta transparente donde Matteo había dejado la información, como si fuera una bomba esperando a explotar en mis manos. Tal vez lo era. Abrí la puerta del auto con torpeza y subí las escaleras hacia la planta principal. El silencio de la casa me golpeó. Un silencio enorme, excesivo, casi incómodo. Antes no me afectaba. Pero ahora… Ahora sabía que ella estaba arriba. Que Alessia respiraba bajo este mismo techo. Y que el misterio de su padre—su desaparición, su mentira o su huida—pendía sobre nosotros como un cuchillo afilado. Pasé la mano por mi mandíbula, intentando borrar el cansancio, pero no podía borrar el peso que sentía en el pecho. El pasillo se extendía a lo largo como siempre, impecable, frío, perfecto. Como se supone que debía ser mi vida. Como yo me había forzado a ser. Me detuve en la puerta de mi estudio, pero no entré. No tenía cabeza para otro reporte, otra llamada, otra exigencia. Lo único que tenía en la cabeza era ella. ¿Decirle lo que descubrimos? ¿Decirle que su padre no estaba muerto? ¿Que todo apunta a que… tal vez escapó? ¿Que podría haberla abandonado voluntariamente? No. No podía soltarle eso así. Ella ya cargaba demasiado. Su miedo, su orgullo, su rabia conmigo… su dolor. Un dolor que también empezaba a dolerme a mí, aunque me negara a admitirlo. Mis pensamientos se rompieron de inmediato cuando escuché pasos detrás de mí. El instinto me hizo girar con violencia. La sirvienta de turno dio un pequeño salto hacia atrás, dejando escapar un jadeo tembloroso. Su cara, que ya era pálida por naturaleza, perdió todavía más color. Se frotó las manos nerviosas en el delantal, mirando por encima de su hombro como si temiera que algo —o alguien— estuviera escuchando. —Señor… su pa-padre está aquí. Por un segundo dejé de respirar. Mi padre. Aquí. Sentí cómo el estómago se me apretaba hasta dolerme. La sirvienta tragó saliva antes de añadir: —Está en la sala principal esperándolo con… No esperé a que terminara. Mis pasos se lanzaron hacia adelante, primero rápidos, luego urgentes, y para cuando doblé el primer pasillo ya casi estaba corriendo. Un escalofrío recorrió mi piel desde la base de la columna hasta la nuca, como una advertencia antigua que mi cuerpo no olvidaba. Rezaba —a lo que fuera— que Alessia no estuviera allí. Que no se cruzara con él. Que no escuchara nada. Que no lo viera. Rezaba que estuviera en su habitación, con la puerta cerrada, con el pestillo puesto, con el mundo lejos de ella por una noche. Cuando me acerqué al último tramo del pasillo que conectaba con la sala principal, escuché su risa. La risa de mi padre. Clara. Fuerte. Resonante. La misma risa que alguna vez llenó esta casa cuando mamá aún vivía. Me quedé congelado. Petrificado. Y entonces escuché otra risa. Sutil. Dulce. Femenina. ¿Esa… era la risa de Alessia? Sentí cómo la piel se me erizaba de nuevo, pero esta vez por una razón completamente distinta. Algo pesado, desconocido y peligrosamente cálido se agitó en mi pecho. Un sentimiento que no quería nombrar. Mi respiración se volvió irregular mientras daba un paso más hacia la sala, como si el simple hecho de confirmarlo fuera a cambiarlo todo. Cuando mis pasos finalmente cruzaron el marco que daba a la gran sala, lo primero que vi fue a mi padre. Sentado en su sillón individual de siempre, ese trono silencioso desde el que dominaba toda la casa. Sostenía una copa de vino, su traje gris impecable, la pierna cruzada… y una sonrisa tan amplia que me pregunté si no le dolería mantenerla tanto tiempo. A su lado estaba ella. Alessia, con un vestido floral que chocaba con cada centímetro de mármol, cuadros oscuros y paredes sobrias. Un pequeño rayo de color en medio de una casa construida para intimidar. Desentonaba, sí… pero se veía cómoda. Demasiado cómoda. Y mi padre también lo parecía. Fue él quien me vio primero. Su sonrisa no se movió un solo milímetro. Sus ojos, apenas visibles entre las arrugas que la sonrisa formaba, brillaban de diversión. Hoy todo el mundo parecía divertirse menos yo. —Al fin llegas —dijo, entusiasmado como nunca antes lo había visto cuando se trataba de mí—. ¿Por qué nunca me dijiste que tenías una novia tan preciosa? Así que Alessia ya le había contado. Tragué saliva y forcé mi voz a permanecer firme. —Esposa —intenté corregir, más por reflejo que por convicción. Pero Alessia negó enseguida, moviendo la cabeza como si fuera una niña traviesa atrapada en plena broma. Levantó la mano izquierda, señalando su dedo anular. Vacío. Joder. Había olvidado por completo el maldito anillo. Y, en realidad, también todo el trámite del casamiento. —No hay anillo, querido —hizo un puchero exagerado, antes de girarse hacia mi padre—. Si no hay anillo… entonces soy su novia, ¿no? ¿A qué demonios estaba jugando esta loca? Fruncí el ceño con fuerza, sintiendo un pulso cálido trepar por mi cuello, mitad irritación, mitad… miedo. Mi padre soltó una carcajada baja, satisfecho, divertido, como si esto fuera un espectáculo que alguien había montado especialmente para él. Y yo, atrapado en medio, sin entender qué papel se suponía que debía interpretar. —Es extraño ver que al fin hayas decidido casarte, Luca. La voz de mi padre borró toda diversión de la sala. Fue como si alguien apagara una luz invisible. Su espalda se enderezó y sus facciones volvieron a esa dureza natural que siempre llevaba, esa que te recordaba que no había espacio para errores en su mundo. Vi, por el rabillo del ojo, cómo Alessia se estremecía. Fue un gesto mínimo, casi imperceptible, pero yo lo noté. Mi padre también, aunque no lo demostrara. Él era así: veía todo, decía poco y usaba lo que sabía cuando más dolía. —Te dije que lo haría sin pensarlo cuando sintiera que la mujer que tengo a mi lado es la indicada —respondí, manteniendo mi voz tan serena como necesitaba que sonara. No podía mostrar dudas. No hoy. Crucé la sala sin apartar los ojos de mi padre, midiendo cada paso, hasta llegar al lado de Alessia. Era el primer día de este teatro que habíamos aceptado montar. Nada previsto, nada practicado, nada planificado. Cualquier error podía costarnos caro. Y mi padre… él no perdonaba los errores. Me senté a su lado y la tomé suavemente de la cintura para acercarla a mí. Sentí cómo su cuerpo se tensaba al contacto, pero lo controló lo suficiente para que pareciera natural. Eso me sorprendió. Para alguien que hacía un par de horas decía que no servía para fingir, lo estaba haciendo bastante bien. Ella me dedicó una sonrisa pequeña, casi tímida, y en su mirada vi un destello de nerviosismo que solo yo pude leer. Como si me pidiera ayuda sin palabras. Como si necesitara que yo marcara el ritmo para que ella pudiera seguirlo. Tomé aire. Tenía que demostrarle a mi padre que la quería. A mi manera. Una manera que él pudiera creer. Así que deslicé mi mano por su cintura un poco más, una cercanía que nunca antes había tenido con nadie frente a él. Y aunque ella mantuvo la sonrisa, sentí la tensión aferrarse a sus músculos como un segundo latido. —Es… extraño para mí también —añadí, sin apartar la vista de mi padre—. Pero ella me hace querer hacer las cosas bien. Mi padre ladeó la cabeza, estudiándonos como si fuéramos un rompecabezas. Su copa no tembló en lo más mínimo. Sonrió apenas, una expresión tan ligera que la mayoría no la habría notado. Pero yo sí. Y eso bastó para que mi estómago se apretara. —¿Por qué nunca me has hablado de ella? —mi padre tomó el último sorbo de vino de un tirón, dejando un leve sonido al apoyar la copa sobre la mesa de mármol. Ese gesto, seco y preciso, siempre era la antesala de una interrogación incómoda. Preparaba terreno. Y por primera vez en mucho tiempo, no fui yo quien respondió. —Eso fue mi culpa, señor —dijo Alessia con una voz tan dulce, tan suave, que por un segundo pensé que no era ella. Sonaba como si se hubiera puesto un velo encima para enfrentar a mi padre. Giré la cabeza hacia ella con una mezcla de sorpresa y desconfianza. Su comportamiento frente a él era dócil, casi sumiso… algo que jamás había mostrado conmigo. Un contraste brutal. ¿De verdad mi padre le daba más miedo que yo? Difícil de creer… aunque, sabiendo quién era él, tampoco imposible. Mi padre movió apenas la cabeza, lo suficiente para dedicarle toda su atención. Esa mirada suya era como una luz blanca: no cálida, no acogedora… solo intensa. Alessia se removió a mi lado, inquieta, y apoyó su mano en mi muslo con tanta suavidad que casi no la sentí… hasta que la sentí demasiado. La presión mínima, casi temblorosa, hizo que yo tensara la pierna sin querer. Tragué saliva, rezando porque él no hubiera notado nada. —Vengo de una familia humilde y… tenía miedo de que la familia de Luca no me aceptara —dijo, bajando la mirada, como si sintiera verdadera vergüenza. No sabía si esa era la respuesta adecuada, pero sí sabía algo: a mi padre no le gustaban los titubeos. No le gustaban los miedos. Y sin embargo… —¿Te avergüenza tu familia? —preguntó él, alzando una ceja. La pregunta era simple, pero todos sabíamos que no buscaba información: buscaba medirla, ver si se quebraba. Alessia negó de inmediato, tan rápido y desesperado que casi pensé que se marearía. —Jamás, señor —respondió firme, y luego se volvió hacia mí para continuar—. Es solo que Luca me dijo que su familia es algo complicada de complacer y… tuve miedo de no ser suficiente para… usted. El aire se espesó entre nosotros. Sentí su vergüenza como si fuera mía: sus manos se cerraron en puños tan fuertes que los nudillos pasaron de rosas a blancos. Estaba temblando, aunque lo disimulaba bien. ¿Por qué estaba diciendo tanto? ¿Por qué exponerse así? ¿De verdad temía que mi familia la juzgara… o temía algo más? Mi padre permaneció en silencio unos segundos que parecieron interminables. Era experto en eso: en dejar que el silencio hiciera el trabajo. Mis hombros estaban tensos, listos para cualquier reacción suya, para un comentario despectivo… para un ataque. Pero no llegó. Su mirada —siempre tan dura, siempre tan filosa— se suavizó apenas. No había rencor allí. No había enojo. Solo… una serenidad que no le conocía desde hacía años. Como si las palabras de Alessia hubiesen pasado la primera prueba. Como si él, contra todo pronóstico, la encontrara aceptable. Respiré. Por primera vez en todo el día, respiré. Y mientras lo hacía, entendí dos cosas: Alessia había dicho la verdad… y esa verdad, irónicamente, había sido lo que más la había protegido.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR