Serena abrió los ojos y se encontró inmersa en una oscuridad sofocante.
El aire era denso, se estremeció de miedo. Intentó moverse, pero el frío contacto de las cuerdas en sus muñecas y tobillos le dejó claro que estaba atada.
Un escalofrío le recorrió la espalda al darse cuenta de que no podía recordar cómo había llegado allí. Solo sabía que tenía miedo. Mucho miedo.
―¡Ayuda! ¡Por favor, alguien ayúdeme! ¡Déjenme ir! ―gritó con todas sus fuerzas.
Un leve sonido rompió el silencio. Una respiración, profunda y controlada.
Serena contuvo el aliento, agudizando sus sentidos.
El leve roce de unas botas contra el suelo hizo que su corazón comenzara a latir con fuerza. Había alguien más allí.
Leonid Volko la observaba desde las sombras. Su figura imponente estaba parcialmente iluminada por la tenue luz de una lámpara sobre la mesa.
Había dejado su saco colgado en una silla, y las mangas de su camisa blanca estaban arremangadas, dejando al descubierto un tatuaje en forma de serpiente que se enroscaba peligrosamente en su antebrazo.
En su mano derecha sostenía una pistola, jugueteando con ella como si fuera una extensión de su propio ser.
Sus ojos oscuros brillaban con una mezcla de rabia contenida y algo más peligroso: un deleite perverso.
―¿Quién está ahí? ―gritó Serena, desafiante, aunque el temblor en su voz la traicionaba―. ¡Muéstrate, maldito cobarde! ¡Sé un hombre y enfréntame a los ojos, si te atreves!
Una risa baja, profunda, resonó en la habitación, haciendo que Serena se estremeciera.
Leonid se levantó con calma, avanzando hasta que ella pudo sentir su presencia, su aroma.
Olía a hierba mojada, a pino y madera quemada, un olor que parecía envolverla y asfixiarla al mismo tiempo.
―¿Sabes lo que me hizo tu padre, Serena? ―su voz era como un gruñido bajo, cargado de veneno, una voz irreconocible, y fingida como si intentara parecer tan gruesa―. Me lo quitó todo. Mi familia, mis sueños, mi vida. Ahora, es tu turno de pagar por sus pecados.
Ella sintió el peso de sus palabras como una bofetada. Las lágrimas comenzaron a quemar sus ojos, pero no estaba dispuesta a mostrarse débil.
―¡Mi padre es inocente! ―espetó con furia, su voz resonando en la habitación como un desafío.
Leonid se inclinó hacia ella, su rostro tan cerca que Serena pudo sentir el calor de su aliento contra su piel. Su risa, una mezcla de burla y amenaza, la dejó helada.
―¿Inocente? Oh, pequeña, estás tan equivocada… pero no importa. Ahora, tú cargarás con sus crímenes ―Su mano se deslizó hasta su cuello, acariciando un mechón de cabello que se había soltado de la trenza de Serena. Ella trató de apartarse, pero estaba atrapada―. ¿Estás lista para ser mi presa?
Antes de que pudiera responder, Leonid la desató con un movimiento brusco. Serena cayó al suelo, temblorosa.
Él la levantó como si fuera un muñeco de trapo y la empujó hacia la salida.
La brisa fría de la noche la golpeó como un balde de agua helada, pero su alivio duró poco.
Estaban en un claro del bosque, rodeados por la penumbra de los árboles.
Leonid se giró hacia ella, su pistola brillando bajo la tenue luz de la luna.
―Escucha bien, Serena ―dijo, su voz era ronca―. Voy a quitarte la venda de los ojos. Correrás hacia el bosque. Te daré una ventaja de diez segundos. Pero te advierto: si miras atrás, estás muerta. Luego, cuando te atrape, serás toda mía.
―¡Eres un monstruo! ―gritó ella, pero él simplemente sonrió, cruel y complacido.
―Soy un cazador, querida, y tú… tú eres mi pequeño corderito.
Le quitó la venda de los ojos, y Serena miró el lugar, estaba aterrorizada.
―Uno… dos… tres… ―comenzó a contar.
Serena no esperó a escuchar más. Sus piernas se movieron por instinto, llevándola hacia el bosque.
El suelo estaba húmedo por la lluvia, y las ramas arañaban su piel mientras corría.
Podía oír los pasos de ese hombre detrás de ella, implacables, como el eco de una pesadilla que no podía escapar.
―¡Seis, siete… ocho… nueve… diez! ―su voz resonó como un disparo, y el sonido real de la pistola poco después hizo que Serena casi tropezara.
El miedo la impulsaba a seguir adelante.
El bosque era su refugio, lo conocía como la palma de su mano, pero esta vez se sentía como un laberinto sin salida. Las gotas de lluvia se mezclaban con las lágrimas en su rostro.
De pronto, unas manos fuertes la atraparon. Serena gritó, arañó, mordió, pero Leonid era como una bestia imparable.
Un disparo resonó tan cerca que el sonido la dejó aturdida. Todo a su alrededor se desvaneció.
Cuando volvió a abrir los ojos, la tenue luz de la luna iluminaba el rostro de Leonid, pero de forma tan borrosa que no pudo reconocer ni sus facciones, solo una sonrisa en sus labios, fría y calculadora.
―El pequeño mirlo debe volver a su jaula ―murmuró mientras la sostenía, como si fuera un trofeo de caza.
Serena no pudo oponer resistencia.
El mundo se volvió oscuro una vez más, y todo lo que quedó fue el eco de su risa en la noche.