4. El hielo también quema.
Katarina.
Mis ojos se abren de sopetón y pateo lo que sea que me envuelve, sacudiendo los brazos y las piernas con desesperación.
Retengo el grito en mi garganta y miro alrededor, enloquecida.
¿Qué carajos?
Una pulcra habitación llena de lujos es donde me encuentro. Las sábanas blancas bajo mí me provocan náuseas, haciéndome sentir aún más como un sacrificio.
Sin pensarlo, corro hacia la puerta, intentando largarme mientras sacudo el manubrio con ambas manos, pero es un intento inútil.
Está cerrada.
Me muevo hacia la ventana: hay barrotes que parecen nuevos, como si el lugar hubiera sido recientemente remodelado… remodelado para mí.
Miro hacia abajo, a más de cinco pisos que me separan del suelo.
Joder, joder, joder.
Me cambiaron la jaula por una de oro.
Pero, aunque la jaula sea de oro, sigue siendo una puta jaula.
Me muevo hacia el baño, pero ni siquiera hay una pequeña ventana en el espacioso lugar. Incluso hay un jacuzzi, con mil fragancias que solo inyectan más odio en mis venas.
Me giro, intentando buscar otra salida, pero me topo con el espejo, y la mujer de ojos enloquecidos que me saluda en el reflejo es alguien que casi no reconozco.
Pero soy yo.
Mi cabello es un desastre andrajoso; mis labios, agrietados y resecos. Hay suciedad en mi piel, maquillaje esparcido de forma gutural… pero lo que más me sorprende son mis ojos.
Hay fuego en ellos, pero un mal fuego.
Me veo salvaje, casi primitiva. El vestido de gala está roto y sucio; mis hombros, casi desnudos, muestran dolorosos hematomas que bañan mi piel, haciéndome lucir más desquiciada que nunca.
Sin miramientos, agarro una de las duchas del jacuzzi y, empuñándola con fuerza, la estrello contra el espejo, justo sobre mi reflejo.
El estruendo podría dejarme sorda; retumba dolorosamente en mis oídos.
Los vidrios salen volando en todas direcciones; siento uno cortar mi mano y, cuando mis pies se mueven, me corto las plantas. Ni siquiera registro el dolor.
Tan desquiciada como me siento, agarro un trozo grande y afilado, lo empuño en mi mano y me muevo hacia la puerta de mi nueva jaula.
Escucho pasos; alguien entra y ni siquiera me fijo en quién es. Me muevo por inercia y apuñalo, deseando hacer daño.
Deseando matar.
Un puño atrapa el otro extremo del vidrio, deteniendo en seco mi agresión. La puerta se cierra con un estruendo y, como suspendida en el espacio y en el tiempo, me encuentro mirando fijamente los ojos de Killian Colleman.
Respiro agitadamente, como una salvaje, mientras él me mira, inquebrantable.
La sangre gotea por su antebrazo, igual que gotea por el mío.
Nuestras manos sostienen el afilado vidrio.
Ambos heridos por la misma arma, marcados en el mismo lugar.
— ¿Eres suicida? — Susurra, su voz más ronca de lo que recuerdo—. Suelta ese puto vidrio.
Lo aprieto con más fuerza, cortándome aún más la mano. Escucho la sangre gotear en el piso. Pero así como yo aprieto, él también aprieta, y su herida se vuelve tan profunda como la mía.
La sangre, roja y líquida, cae sobre el piso blanco; estoy segura de que su ADN se mezcla con el mío en una ofrenda casi maniaca. Pero ninguno aparta la vista del otro.
Él ni se inmuta por el dolor.
Yo tampoco lo hago.
¿El dolor físico?
Ese lo puedo manejar.
¿El dolor que empieza a desgarrar mi pecho?
De ese no estoy tan segura.
— Suéltalo, Katarina.
Mi nombre en su boca solo me enfurece más, y aprieto con más fuerza. Más sangre resbala por mi antebrazo antes de caer al piso.
Killian enseña los dientes con rabia y aprieta todavía más, pero no hace el intento de quitarme el vidrio.
Si me lo quita, me hiere más.
Si yo se lo quito, lo hiero más.
Así que ambos apretamos, hiriéndonos en igual medida.
Qué jodido juego tan retorcido.
— ¿Cuántas cicatrices más tendré en mi cuerpo debido a ti, princesa de hielo?
— Sólo me interesa enterrarte esto justo en el pecho — le gruño —. Es la última cicatriz que tendrás debido a mí. Te lo juro.
Y aparto la mirada de sus ojos, viendo la cicatriz en su antebrazo; irónicamente, es el mismo antebrazo que ahora mismo gotea sangre. Esa cicatriz lleva mi nombre: él mismo se la hizo en su intento de arrebatarme el cuchillo la última vez que lo vi, hace ya tres años.
Al mismo tiempo, siento sus ojos en mi cuello, en donde sólo una pequeña cicatriz baña mi piel… esa herida también lleva su nombre.
Y allí estamos los dos, mirando fijamente la marca que quedó en cada uno de nosotros la última vez que nos vimos.
Hoy estamos añadiendo un nuevo par a la colección.
Aprieto una vez más y, esta vez, siseo al sentir cómo corto bien profundo.
Los ojos de Killian se dilatan con rabia; se inclina sin dudar, muerde la cicatriz de mi cuello y el dolor me arranca un grito, obligándome a soltar el vidrio.
Él maldice por lo bajo y lleva su brazo hacia atrás, todavía empuñando el vidrio, pero escondiéndolo de mí.
Sigo mirándolo, sintiéndome tan salvaje que no me reconozco. Esta faceta sólo la puede sacar él. Y cuando voy a lanzarme de nuevo hacia su cuerpo, la puerta se abre y Demyan Ivanov aparece.
Killian se endereza y sus ojos se apagan; mira impasible hacia el otro lado de la habitación, casi como si fuera un fantasma.
— Milaya — el imbécil que se cree mi padre niega, mirando el desastre que soy —, ¿tan difícil es que te rindas?
— Nunca.
Él suspira, cansado y desilusionado.
— Killian, encárgate tú — le dice al maldito psicópata, quien asiente obedientemente —. Ya tengo suficiente en mi plato como para añadirla a ella.
— Sí, señor.
Y Demyan Ivanov se va, dejándome a solas con el maldito psicópata de Killian Colleman.