Refugio de tormentas
La lluvia caía con una intensidad casi violenta, golpeando el adoquinado de la calle desierta. El relámpago iluminó el cielo justo cuando una figura tambaleante dobló la esquina, dejando un rastro irregular de sangre tras de sí. Saevan apenas podía mantenerse en pie. Su cuerpo, normalmente imponente, se curvaba bajo el peso de múltiples heridas que ardían como brasas vivas. Respiraba con dificultad, jadeando entrecortadamente mientras una mano presionaba su costado desgarrado. Necesitaba refugio. Necesitaba desaparecer.
Fue entonces cuando la vio: una tenue luz cálida saliendo de una pequeña librería, la única ventana encendida en medio de la oscuridad de la ciudad dormida. Se acercó, empujado más por instinto que por voluntad, guiado bajo la idea de mantenerse consciente. Cuando alcanzó el umbral, sus piernas cedieron.
Theo Leclair estaba bajando la cortina metálica del local, listo para cerrar y subir a su cálida casa sobre la librería, cuando el sonido sordo de algo —alguien— desplomándose frente a la puerta lo hizo detenerse. Salió apresurado, y sus ojos se encontraron con el cuerpo empapado de un hombre que parecía esculpido por las sombras mismas.
—¿Señor...? —murmuró, con una mezcla de alarma y compasión.
Pero antes de que pudiera sacar su teléfono, la mano del desconocido se alzó, temblorosa pero firme, y cubrió sus labios.
—No llames a nadie... por favor —susurró Saevan, su voz áspera como grava, la mirada febril, pero aún penetrante.
Theo dudó un instante. Pero algo en esos ojos —dolor, súplica, trágico— lo empujó a asentir.
Ayudó como pudo al extraño, llevándolo por la escalera angosta hacia el apartamento sobre la librería. Allí, entre sus propios libros y plantas, comenzó el silencio compartido.
Solo la respiración constante y agitada de aquel hombre se escuchaba en el silencioso y cómodo espacio.
Pasaron días. Saevan dormía a ratos, despertando entre jadeos y sudores fríos. Theo lo cuidó sin hacer preguntas, limpiando las heridas, cambiando vendajes, y alimentándolo con lo que podía aceptar comer por sus heridas punzantes. Había en él una paciencia tranquila, casi terapéutica, que hacía que incluso un ser como Saevan —formado en la violencia y el poder— se sintiera, por primera vez en siglos, a salvo.
Los días se hicieron semanas y las semanas, meses. Theo leía en voz alta por las tardes, mientras Saevan lo observaba desde el sofá con una intensidad muda. A veces hablaban poco, pero el silencio era cómodo, lleno de miradas y roces involuntarios.
Con el tiempo, la presencia se volvió parte de la rutina y el paisaje, de una forma natural ambos compartían un sentimiento de complicidad qué los acercaba día a día, psrs Theo, ese hombre era un presencia misteriosa. A veces, como si pertenecieran a un plano distinto, preguntaba por cosas que para el normal de la población, eran obvias.
Fue una noche como tantas, pero cargada de algo distinto, cuando todo cambió.
Theo lavaba los platos, de espaldas a Saevan. Llevaba una camiseta de tela fina y un pantalón de algodón que marcaba la curva sutil de sus caderas. El calor húmedo del verano dejaba gotitas en su nuca.
—Theo... —la voz de Saevan fue un gruñido bajo, casi animal.
El omega se giró, con las mejillas ya sonrojadas. No era la primera vez que notaba cómo lo miraba. Pero esta vez, no apartó la vista.
—¿Qué pasa?
Saevan se levantó. Su torso desnudo aún mostraba vendas, pero su figura irradiaba fuerza. Se acercó, lento, como un depredador domesticado por el cariño, pero no por ello menos salvaje. Se detuvo frente a Theo, lo suficiente cerca como para que sus respiraciones se entrelazaran.
—Necesito... —susurró—. ¿No lo sientes? —Llevó una mano temblorosa a la mejilla del omega, rozándola con una ternura que contrastaba con la intensidad en su mirada—. Dime que no lo sientes también…
Theo no respondió con palabras. Su cuerpo lo hizo primero, inclinándose hacia él como arrastrado por una fuerza mayor. Se besaron, primero lento, luego con una urgencia desesperada. La lengua de Saevan invadió la boca de Theo con posesividad sintiendo como aquel beso un poco inexperto, llenaba todo su ser de una posesividad desconocida anteriormente, mientras sus manos recorrían la espalda del omega, marcando cada curva bajo sus manos, cada temblor.
Lo alzó sin dificultad, y Theo enredó las piernas a su cintura de manera innata, como si su cuerpo supiera que hacer. Lo llevó hasta el sofá, donde lo depositó con cuidado, pero sin detener el beso. Las manos del alfa se colaron bajo la tela, arrancando la camiseta con un tirón ansioso. Su boca descendió por el cuello, los hombros, hasta atrapar un pezón entre los labios y succionarlo con fuerza, provocando un gemido que hizo vibrar las paredes.
—Eres mío... —murmuró Saevan con voz ronca, mientras sus dedos bajaban lentamente el pantalón de Theo, descubriendo su cuerpo tembloroso—. Cada parte de ti. No quiero otro mundo si no estás en él.
Theo no comprendió lo quiso decir, pero no importo porque ahora más importante era ese sentimiento, aquel calor que hace días venía engendra do en su estómago y pecho.
Theo, ya completamente desnudo, jadeaba, sus mejillas encendidas, su cuerpo expuesto y vulnerable, pero entregado. El alfa bajó entre sus piernas, besando el vientre, los muslos, hasta llegar a su centro. Lo lamió con avidez, con devoción, bebiendo de su humedad como si de eso dependiera su salvación. Theo se arqueó, ahogado por las sensaciones, su voz quebrada por gemidos y súplicas.
Saevan lo preparó con paciencia, pero no suavidad. Lo deseaba demasiado, y su cuerpo ardía por marcarlo. Cuando finalmente lo penetró, fue con una embestida profunda, dominante, que lo hizo llorar de placer. Theo lo rodeó con brazos y piernas, gimiendo su nombre, sintiéndose completo por primera vez.
Los cuerpos se movían como uno solo, en una danza cruda y gloriosa. El sonido de piel contra piel llenaba la habitación, entre jadeos y gemidos. El alfa murmuraba palabras en un idioma olvidado, sellando promesas que no podía romper.
El nudo llegó, inevitable. Saevan gruñó profundamente cuando su cuerpo lo atrapó, aferrándolo dentro, sellándolo como suyos. Theo lloraba, no de dolor, sino de la intensidad brutal del vínculo no declarado, del amor no confesado pero absoluto.
Y así quedaron, unidos, cuerpo con cuerpo, mientras la noche avanzaba fuera de la librería, ignorante del principio de una historia que quemaría los cielos y desgarraría los infiernos.
Sin embargo, nunca nada está dicho. Esta relación, de la misma forma que se mantuvo por un tiempo indefinido, como comenzó, terminó.
...Hasta que Saevan desapareció sin despedirse.
Pero esas noches, fueron solo de ellos.
Y ambos sabían que jamás sería olvidado.