Fernanda siguió hacia el mismo camino por donde se fueron Frida y Ángela. La casa no estaba nada mal; el vestíbulo, cerca de la entrada, donde estábamos, era algo pequeño pero muy bien arreglado. Había floreros en una mesa con rosas rojas bien cuidadas; ahí mismo tenían fotografías en marcos.
Llegamos a la siguiente habitación: era una sala. Había cuatro sillones rojos: uno de tres plazas, uno de dos y dos simples. Ángela se encontraba sentada en medio del sillón de tres plazas, y en un sillón simple estaba una mujer, una señora bien arreglada. Vestía un vestido azul aterciopelado, tan largo que era difícil ver sus tacones negros. Usaba, también, un chaleco color marfil. La apariencia física de la mujer era idéntica a Fernanda y a Frida, por lo que concluí que ella era la madre de las dos chicas. Mi deducción fue acertada. Fernanda se presentó frente a la mujer.
—Madre —habló Fernanda con mucho cuidado y delicadeza, con una voz suave—, ya llegué.
La mujer miraba a la chica y enseguida no apartó sus ojos de mí.
—¿Cómo va todo? —habló la mujer. Parecía una pregunta sociable, con un gesto frívolo.
—Mis calificaciones siguen igual, promedio de 9.1 —recitaba Fernanda—. Mis medidas siguen igual, mi altura de 1.65, mi peso… —Dio un largo suspiro. Me apretó más de la cuenta. El gesto de la mujer era tosco, serio, aparentaba un poco de enojo. Al no recibir respuesta, su madre carraspeó, asustando a la chica—. Ah, 47, madre.
La mujer no se inmutó; solo llevó su mano a la boca, no como señal de preocupación, más bien parecía que intentaba reprimir alguna grosería. Su mano subió hasta sus ojos, donde los masajeó.
—Bajaste de peso —dijo la mujer. Bajó la mano y miró furiosa a su hija—. ¡Bajaste de peso! —Alzó la voz y se puso de pie.
Fernanda retrocedió, y Maribel se interpuso entre las dos como apoyo a su amiga, era como si ella formará un bloqueo entre las dos, dispuesta, talvez, a defenderla, gesto inútil siendo un fantasma.
—Es su metabolismo, señora —habló Ángela, también se puso de pie—. Ella come lo de tres personas y nada que sube de peso.
La madre de Fernanda volvió a sentarse. Intentaba parecer calmada, pero la vena de su frente decía todo lo contrario.
—Tranquila —habló Maribel a Fernanda—. Esa bruja no puede tocarte, no con testigos.
La relación de la familia de Fernanda era muy tensa. Maribel y Ángela estaban conscientes de ello; es por eso que la acompañaban. Me pareció laudable, sobre todo por parte del feo.
—Tu padre —habló la señora de nueva cuenta. Fernanda me estrujó— avisó que no vendrá —Fernanda relajó la compresión— y me dejó, de nuevo, sola contigo. Aparente, su tiempo es más valioso que el mío. Así que, si no hay nada más, te pido a ti y a la señorita de la Rose…
—Vaya, ni siquiera usted aguanta la semilla de la familia de la Rose, ¿verdad? Le teme al poder de mi padre, tanto que ni siquiera es capaz de tratarme con rudeza. Vamos, gríteme igual que a Fernanda. No se preocupe, lo aguantaré. Venga —Ángela retaba a la señora, estaba encendida, cómo si le hubiesen dicho la peor grosería de la vida.
—No sé qué mentiras te habrán soltado —agregó la madre de Fernanda y le lanzó una mirada rápida a su pálida hija—, pero yo no le grito a mis hijos, menos le gritaría a mis invitados. Rudeza, dijiste. Te han mimado tanto que sientes que hablar como adulto es hablar con rudeza. Es simple: quieres actuar como adulto, deja de actuar como una niña consentida, señorita de la Rose. Y la próxima, deja que los problemas familiares, sobre todo con cosas tan delicadas, se queden entre familia.
Podía ver cómo la cara de Ángela se ponía colorada, llena de rabia. Se levantó con furia, con toda la intención de ir contra la señora, solo que Fernanda se interpuso. Yo quedé atrapada en un abrazo entre las dos, siendo apachurrada. Fue tan confuso que en un momento llegué a pensar en usar Alfiletero.
—Cálmate —le decía Fernanda mientras la contenía. Al final, en el forcejeo, terminé en el suelo. Solo pude mirarlas desde abajo. Era claro que Fernanda, la pobre y escuálida chamaca, no podía detener del todo a Ángela.
—¡¿Por qué hay tanto escándalo?! —gritó alguien de voz grave, de un hombre. Por alguna razón, se me hacía conocida la voz. Por el ángulo donde estaba, no pude ver nada, ni quien era, ni de donde había salido. Escuché cómo el chico bajaba las escaleras con premura. Fernanda desapareció de mi zona de visión.
—Oye, imbécil —gritó Ángela. Igual no la pude ver. Se escuchó una bofetada y más estruendo.
—¡¿Cómo te atreves, tú, maldita, a golpear a Santi?! —vociferó la madre de Fernanda.
—¡¿Qué no vio cómo estaba agitando a Fernanda?! —exclamó Ángela con agitación, como si estuviese a punto de llorar.
—Se acabó. Tú y tu maldita amiga se van ahora —gritó Frida—. Y llévate tu puta muñeca.
Me recogió del suelo y estuvo a punto de lanzarme, pero, como me insultó, terminé usando el alfiletero y, de nueva cuenta, terminé en el suelo. Rápidamente, Fernanda fue a mi rescate. Me levantó y enseguida salimos de ahí, donde estaba la camioneta de Ángela y su guarura dentro. Azotaron la puerta, no sin antes aventar la mochila de Fernanda en la banqueta.
—Jamás entenderé a tu loca madre —mencionó Maribel.
—Jamás entenderé a la loca de tu mamá —dijo Ángela—. Y tus hermanos —Ángela se arreglaba—. Esos dos, siempre que vengo, me hacen sentir tan bien siendo hija única.
—Lo mismo opino —expresó Maribel, contribuyendo a una conversación donde no podía ser escuchada por Ángela.
Fernanda se dedicó a recoger su morral. En ningún momento me dejó de soltar.
—Señorita, debemos irnos —explicó el chofer, quien salió y abrió la puerta para que Ángela subiera.
—Espera —ordenó—. Fer, ¿Quieres que te lleve?
Vi la cara del chofer, enfurecido.
—No —habló Fernanda. Parecía tranquila, o al menos no tan triste—. Quisiera caminar un poco.
Ángela dio un suspiro y subió al coche. El chofer cerró la puerta, y la chica abrió la ventana.
—Debo irme. Si me necesitas, solo llámame. Sé que es difícil este día y soportarlo cada mes, pero mira el lado positivo: no apareció tu padre.
De nueva cuenta, Fernanda me estrujó.
—Sí, mejor. Gracias por acompañarme, aunque tienes tus cosas, con el señor presidente - dió una ligera carcajada.
—Es lo que hacen las amigas —el auto encendió—. Adiós.
La chica se despidió y al fin se marchó. Fernanda levantó la mano y se despidió. Enseguida, en cuanto el auto dobló la esquina, Fernanda salió corriendo en sentido contrario. Estaba agitada, nerviosa. Corrió casi cuatro cuadras y siguió en un pequeño parque. Continuó hasta llegar a los baños de ese parque y entró a un cubículo, todo sucio, sin puerta, con la taza llena de desechos humanos y grafitis en las paredes. Sin más, Fernanda vomitó. Daba fuertes arcadas mientras se quejaba y lloraba.
—¿Por qué? ¿Por qué? —decía en cuanto dejaba de vomitar.
En un momento, se quitó la mochila y la puso en uno de los sucios lavabos, y arriba de la mochila me colocó con cuidado. De nuevo entró al cubículo y empezó a vomitar.
Ahí estábamos yo y Maribel, viéndola vomitar. Era tan estresante y tan desgarrador. Es decir, la chica no parecía tan mala; lo poco que la llevaba conociendo me era agradable. ¿Qué hizo para que la vida la tratara tan mal?
—Sabes —habló Maribel y se acercó a Fernanda—, esto me recuerda cuando llegué al Mitlán… —La chica empezó a decir, y esa revelación me pareció intrigantemente conocida—. Estaba perdida y desesperada, rodeada de nada más que dunas de arena tan grandes como cerros. Tenía mucho miedo; no sabía a dónde ir, ni siquiera sabía qué me había pasado… —continuó hablando, y Fernanda poco a poco mejoró.
—Tu llegada al Mitlán, sí, me lo has contado. Pero es que yo… es que mamá siempre defiende a Santiago antes que a mí, y él, él… —De nueva cuenta, Fernanda volvió a llorar y estuvo a punto de vomitar.
—¿Tú también vienes del Mitlán? —pregunté a Maribel. Y su descripción era claro que sí. Aun así, estaba incrédula y debía confirmarlo.
Fernanda enseguida dejó de lado todo y me miró. Sus ojos estaban rojos y su boca sucia. Era lamentable.
—¿Tú saliste del Mitlán? —me cuestionó Maribel—. Eso es imposible. Nadie puede salir sin la ayuda de…
—¿Quetzalcóatl? —terminé de decir.
Fernanda se levantó, sacó un poco de papel de la bolsa de su suéter y se limpió lo más que pudo.
—¿Tú también saliste del Mitlán?
—Así es.
—¿Y hay dunas de arena negra?
—En efecto. Hay un gran río, un poblado y perros, muchos perros pelones —le comenté. Ella parecía más animada—. Pero en realidad es algo que no me gustaría hablar. Fue horrible. Tenía tanto miedo, y fue peor cuando me di cuenta de que había muerto.
—Pobrecita —se compadeció—. No tienes que contarme, pero a veces es muy bueno que alguien te escuche. Es decir, has estado en ese librero desde que entré a la secundaria. Debío ser muy aburrido.
—Tenía sus momentos, como las películas que ponían de vez en cuando. Me volví aficionada de las películas de este universo. Es decir, algunas se parecen a las que existían en el universo 3-21, pero hay otras que tienen tramas interesantes, de las que nunca había oído hablar.
—¿Universo? —mencionó Fernanda—. ¿A qué te refieres?
Falló mío. Después de cinco años de ser cautelosa, de no bajar la guardia y de ser paciente, ocurrió: solté la lengua, como una vil lavandera. Me congelé un momento.
—No, no te preocupes. Si es un secreto, yo juro, prometo que jamás diré nada —Fernanda juntó las manos, y yo no podía dejar de ver el moco que escurría de su nariz.
—No es un secreto, aunque sí es por seguridad, para proteger este mundo y no distorsionar la línea de tiempo.
—¿Ahora líneas de tiempo? —habló Maribel.
Maldita sea. Era claro que los cinco años de mi voto de silencio me hicieron una anómala social, y solo cantaba lo primero que tenía en mente.