Mientras James y Jonast estaban en el frente de batalla, Verónica rogaba por la vida de su amante. De rodillas frente la estatua de la diosa Marissa, en el centro oblicuo del templo, recitaba las palabras protectoras. Enviaba ángeles de la guarda en pos de su salvación.
Su rostro era cubierto por un velo n***o. El vestido era de seda, los hombros estaban al descubierto. Afuera, aparcado frente a la entrada del templo, esperaba el Volkswagen rojo de Clara. En el asiento trasero, Sol dormía. Clara miraba a su hija con ternura. «James, regresa con vida», pensó Clara.
Clara y Verónica se conocían desde la academia. Huerga decir que eran mejores amigas. En la infancia se habían visto en el coro del colegio, pero ignoraban la existencia de una y la otra. No hubo, jamás, un cruce de palabras.
La primera vez que conversaron, fue en el comedor. Eran integrantes de un grupo de simulacro. No abordaron temas triviales, hablaron sobre asuntos académicos. Pese que la conversación giraba en la reparación de un F-16, caza moderno en la época que ellas estudiaban, Clara tuvo una buena impresión de Verónica. Luego de aprobar el simulacro de reparación de emergencia de un F-16, quedaron para tomar una birras en un bar cercano a la academia.
El bar era un lugar de poca monta. No era para mujeres del calibre de Clara y Verónica. Sin embargo, ambas eran magas elementales. El problema era meterse en un lío y no salir impunes. Por suerte, aquella noche no hubo problemas. El bar era manejado por un gordo afable, de buen talante y severidad militar. Aunque la clientela era ordinaria y pobre, nadie formaba pleitos. Todos conocían la reputación de Jackson Balford, el barman. Su poblada barba negra intimidaba a cualquiera. Además, medía uno ochenta y nueve. Era profesor en boxeo, graduado con honores en defensa anti-magia y antiguo m*****o del cuerpo de seguridad nacional. Nadie sabe que lo conllevó a montar un bar para gente humilde, pero no comía mal. Incluso comía mejor que cualquiera en la nación, casi al grado del mismísimo presidente. Absurdo, ¿vardad? La vida es injusta.
Verónica habló de su infancia y Clara también compartió un pedacito de su vida personal. Ambas tenían en común el gusto por la música pop, rock y country. Crecieron en el campo, cerca de la frontera con Lianca, sus padres eran de clase obrera y no gozaron de los lujos que otros podían permitirse en la capital. Aún no tocaban el tema del coro escolar, quizás no era importante saber que ya se habían visto. El destino es impredecible, ¿no?
Clara acarició el cabello de Sol. Su hija crecía sin piernas, pero feliz. James traía felicidad al hogar. Jugaba ajedrez con la niña, el deporte favorito de Sol. Ganaba siempre, era imposible que Anford obtuviera la victoria frente su propia hija. Por supuesto, Clara sabía que James la dejaba ganar. Anford era el mejor jugador de ajedrez del club en la academia. Cabe destacar que era campeón continental, eso antes de ahondar en los juegos de azar. Clara destestaba que James fuera un adicto empedernido a los casinos. Lo peor del caso era que Jonast también se unía a las travesuras en los casinos. No había fin de semana en el que Anford no estuviera borracho. Pese a esto, era tierno esposo y buen padre.
—Papi regresará pronto —susurró Clara y pasó el pulgar en la mejilla pomposa de Sol. La niña dormía con el peluche favorito que su padre le regaló el día de su cumpleaños. El animal era un oso panda con birrete y anteojos—. Te comprará los libros que tanto quieres
Ese día, Clara había visto la saga de su libro favorito. La librería vendía la colección completa. Se antojó de los libros. «¡Mamá, los quiero todos!», exclamó. «Es caro, Sol. Cuando tu padre regrese, te los comprará. Seguro que recibirá una buena paga por el éxito de la operación», explicó, suavemente, Clara. Sol dejó la vista en los libros que estaban detrás del vidrio. Pegó su mano en la vitrina. El corazón de Clara estaba por partirse, porque los ojos de Sol expresaban tristeza. «Papá, regresa pronto», susurró.
El dinero estaba contado. Si James llegara a fallecer en combate, Clara tendría el dinero suficiente para pagar el billete de tren hacia los campos del suroeste. Por supuesto, esto no se lo iba a decir a su hija. «No puedo comprarte los libros porque los ahorros serán necesarios si tu padre falleciera en combates», diálogo atroz que estallaría la estabilidad emocional de Sol.
La noche pasaba lenta, como si fuera una procesión eterna. La media una se deslizaba en el manto nocturno. El universo ofrecía una lluvia de estrellas en el este. Habitantes de la capital, admiraban el fuego estelar desde los balcones de los edificios. Apagones eléctricos en diversas zonas de la ciudad, dado al mal funcionamiento de la planta termoeléctrica, ayudaba a mejorar la visión de los espectáculos espaciales. Bianca, afectada por la guerra, no perdía el sentido de la belleza de la vida.
Terminó las oraciones, pero se abrazó a sí misma, tenía un mal presentimiento. ¡Pero ella no sabía que Jonast estaba con vida! A distancia, había dejado de sentir su energía. «Debe estar en Urman, pero no logro sentir la frecuencia que nos une», pensó Verónica. «Él quería mirar el vestido de boda. Hoy lo compré y lo probé. No estuvo para admirarlo. Me hacía falta escuchar sus chistes malos. Tal vez dijera una estupidez sobre mi poca gordura».
Se incorporó. Antes de marcharse, depósito unas monedas en la cesta del sacerdote oscuro. El anciano con aspecto de sádico rehabilitado, gruñó unas palabras incomprensibles. Verónica puso los ojos en blanco y depósito tres billetes de alto valor. El viejo asintió, callado y realizó una reverencia. «La religión es para los creyentes de la esperanza», reflexionó Verónica, bajando las escaleras del templo. El campanario de la capital, dictó la medianoche con sus peculiares campanadas. Sonaba música clásica en las bocinas de los postes eléctricos. Según el Parlamento, las bocinas, en puntos estratégicos de la ciudad, que transmiten información y música clásica, mantienen la calma en el centro económico, político y social de Bianca.