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Nuestra sombra de amor

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Descripción

Leandro es heredero de una empresa de construcción en Venezuela. El país está en proceso de recuperación, ya que el anterior gobierno fue derrocado. Con un pasado lúgubre, en el que considera que no tiene padre ni madre, lidia con el vacío del sinsentido de una vida desahogada. Pero Rebeca llegó para cambiar su vida y mostrarle que el dinero es efímero, la piel envejece y el sexo es momentáneo, lo único que prevalece son los recuerdos de las emociones vividas con la persona que amamos.

Prepárate para reír y llorar, porque la sombra de nuestro amor siempre nos va a seguir.

Segundo libro de la saga espiritual: El amor es un arma.

Puedes leerlo en cualquier orden:

• Tu silueta de amor. (Terminado).

• Nuestra sombra de amor.

• Luciérnaga. (Próximamente).

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Capítulo 1
Sus cabellos reflejaban el alba, debido a su precioso brillo. Mis dedos recorrían su mejilla. Las sábanas blancas cubrían su cuerpo y las nubes navegaban por el mar de sus ojos. Amanecí al lado de un ángel. «¿Cómo llegamos hasta aquí?», me pregunté al oler su cabello y contemplar sus caderas. ¿Qué éramos en aquel instante? Estábamos desnudos en una alcoba iluminada por el amanecer. El mundo giraba, eso lo sabía. ¿Por qué girábamos alrededor de un sol llamado amor? No lo entendía, me costaba entenderlo. —Buenos días —susurré. Recuerdo cuando abría sus ojos, los párpados eran cortinas que subían y mostraban el universo de su ser. Ella extendía una mano para posarla en mi barba. Su aroma a jazmín tomaba control de mis narinas. Mi pulmones contenían su aliento. El mundo, afuera, seguía en movimiento. Cuando ella se levantaba, era como si algo dentro de mí se accionara. No lo sé explicar hoy día. Hay personas en la aventura de nuestras vidas que logran mover piezas de fábrica que desconocemos. Sí, reconozco que, adentro, hay órganos que cumplen una función, pero, en ocasiones, no suelo verlo así. El ser humano es un sinfín de piezas, fue compuesto para ser dañado y reparado. —Buenos días —susurró. En posición fetal rodeé su frágil anatomía. Me sentía como un niño que protegía su bien más preciado. Algo que desconocemos es el cómo vemos a las personas que amamos. Tal vez mi pensamiento no cale en muchos, pero valdrá la pena desglosar mi punto de vista. Como seres dominantes, al sentirnos a gusto con una persona por la cual manifestamos una atracción insondable, deseamos que sea exclusivamente para nosotros. Hasta soñamos que los astros conspiraron para unirnos a esa persona. Tenemos esa pequeña particularidad desde la infancia: la costumbre de poseer y no dejar ir. ¿Y qué pasa cuando se va lo que tanto queríamos? Lloramos. Por tanto, el amor puede convertir a un hombre y una mujer en objetos preciados dentro de su visión infantil. Es imposible no sentir que esa persona fue hecha, como por ensalmo, para nosotros y, por consiguiente, es natural querer vivir junto a ese objeto durante los años de vida que descuenta el reloj. Pero no olvidemos que estos objetos pueden romperse y, en efecto, caducar. Entonces, ella era mi objeto indefinido y yo su objeto indefinido. Para definirlo mejor, en su mundo era un satélite y ella en el mío también lo era. Sonreí por dentro y estampé un beso en su frente. Ella se acurrucó, pues tenía frío. —¿Vamos al parque? —pregunté. Asintió. Los ángeles humanos despliegan sus alas para proteger a sus seres queridos. Son capaces de soportar una tormenta para evitar que él o ella se moje. Eso es abnegación. Cuando nos enamoramos, tendemos a sacrificar una parte de nosotros, que es una condición del contrato que no leemos. —¿Cocino yo? —preguntó ella. —No. —Me acerqué y con el dedo pulgar presioné su nariz como si fuera un botón. Se rio y agachó la cabeza, ruborizada—. ¿Quién te dijo que las mujeres por la mañana cocinan? Yo lo hago. —Pero puedes pedir a Freddy que lo haga, ¿no? —No, yo lo haré. Conmigo no mueves un dedo. El sacrificio puede ser una alteración de nuestra personalidad por el bien de la persona amada. Como esas personas mueven una pieza, configuramos las acciones por defecto y terminamos por convertirnos en un ser diferente. ¿Puede llamarse máscara? Si bien es cierto que podemos adoptar una máscara, quedará en cada individuo poder absorber el rol que ella transmite al exterior. Mi imagen de pareja abnegada era una máscara que acepté y, por ende, como todo actor, descoloqué una pieza en mi alma. Una vez que descolocas una pieza, aunque la vuelvas a poner en su sitio, no será igual, pues ya se ha movido. Había puesto la sartén en el fuego. Busqué en la nevera seis huevos, tres patatas, una cebolla y un pimiento verde. Tomé el aceite de oliva que estaba en la alacena y el frasco con sal. ¡Casi se me olvidaba! La hoja de perejil también forma parte de los ingredientes. Cuando era niño, padre me enseñó a cocinar distintos platos. Solía decirme: «El día que la empresa caiga por una mala administración o una caída en la bolsa, debes estar preparado para no depender de nadie». Mi primer plato fue una tortilla española, tenía diez años en aquel entonces. No fue perfecta, pero era comible. Padre decía para consolarme: «Tiene buen sazón, por lo menos». Pero el sazón no lo adquiere por sus ingredientes, sino por la persona que cocina. El arte culinario es extraño, no todos tienen la capacidad para preparar platos excelentes. Aunque sigas los ingredientes de un recetario, puede que no te quede igual que una persona que tenga años de experiencia en el área. Es como un don sobrenatural con el que nacen las personas destinadas a entregar su alma en la cocina. —Prepararé café —dijo Rebeca, se había ceñido el albornoz. La sombra de los árboles del jardín se extendían por el suelo alfombrado. Oí la aspiradora de Martha, la sirvienta. Me concentré en preparar la tortilla. El aroma a café se mezclaba con la fragancia expelida de la sartén. De reojo veía a Rebeca, servía el café en la cafetera electrónica marca Óster. ¿Cómo existen? La verdad, no lo sé. Amar es ser arrollado por la corriente de un río emocional. Los fuegos artificiales, que dibujan dientes de león en el firmamento, son parte del espectáculo cuando besamos a ese alguien que tanto amamos. Pero al besarlos y tenerlos en nuestros brazos, olvidamos nuestros corazones de porcelana. En vista de la fragilidad extrema de un órgano vital para el funcionamiento del cuerpo, obviamos el peligro de herirlo con el filo de una navaja que no advertimos cuando, obcecados, queremos a la contraparte. Antes de conocer a Rebeca, viajaba y bebía alcohol. Me gustaba viajar solo, sin amigos, sin compañeros, sin familia. Disfrutaba de mi soledad y de la compañía de mujeres efímeras. Durante las noches, con el libido elevada, marcaba el número del prostíbulo más cercano y ordenaba una prostituta. «Gracias por preferirnos», decía la voz de un hombre afeminado. No sabía si debía agradecer. ¿Era correcto agradecer por ordenar un ser humano al cual pagaba para descargar mi semen en su cuerpo? Compraba un recipiente vacío, porque eso eran las prostitutas. Por supuesto, ellas son seres humanos y tienen identidades, pero para el cliente nocturno, para el polvo momentáneo, la ruda verdad es que solo son recipientes vacíos. Cuando penetraba las v*****s secas, apenas sentía placer. Eyaculaba por cortesía, y ellas gemían por ser parte de la pantomima. Pagar por placer es una ridiculez, pero pagar por afecto es aún peor. Yo lo hacía por adquirir afecto. Rebeca colocó la taza de café a mi lado. Besó mi hombro, sonreí y la miré. —Para el almuerzo iremos a un restaurante —dije. Hizo un gesto desaprobatorio. —¿Podemos ir a McDonald’s? —preguntó. Observé la bombilla del ventilador de techo. ¿Por qué McDonald’s? Llevaba días pidiéndomelo. —Te complaceré —dije, resignado. —Si no quieres ir, pues iré sola. De todas maneras, yo tengo mi propio dinero —dijo, pero no estaba molesta. —Iremos… —Pero no lo hagas por complacerme. Tú creciste con riquezas alrededor y es normal que te sientas extraño cuando te invito a lugares que no son lujosos. Cerré los ojos. Quería conocer más de ella y, una vez más, debía asumir mi sacrificio. —Tranquila, iré contigo. —Tomé su mano y la besé con ternura—. Desayunaremos, iremos al parque y comeremos hamburguesas en McDonald’s. —Gracias —masculló apretando mi mano. Esbozó una media luna con sus labios. El ego es un desastre. ¿Por qué no quería ir a un sitio tan insulso como McDonald’s? Nací y solo conocí a mi padre: un hombre multimillonario con rostro pétreo. Jamás tuve derecho a conocer a mi madre. En el colegio, cuando las profesoras pedían realizar un árbol familiar, los niños exhibían con orgullo a sus madres. No tuve una madre que presumir y me preguntaba: «¿Cómo será tener una madre?». Una vez, cuando tenía diez años, pregunté a mi padre: «¿Por qué los demás tienen una madre y yo no?». Mi padre no supo qué responder, solo me evadió como acostumbraba evadir los problemas de su vida personal. Él no era un hombre afectuoso o que derrochara cariño. Como líder de una empresa de construcción con múltiples acciones alrededor de Venezuela, se enfocaba, exclusivamente, en el negocio. No fueron muchos los días que, como cualquier padre haría, dedicaría a su hijo. Puedo aclarar, ahora, que no tuve un padre o una madre que me transmitieran su incondicional amor. En una ocasión, el colegio, durante una excursión al parque nacional Henri Pittier, organizó un evento en McDonald’s. Era el día del padre y él no acudió, dado que debía atender una reunión. Pero no solo era el hecho de que él no hubiera asistido, sino que los niños estaban con sus madres, que también eran padres, y jugaban en el parque. Yo, por otro lado, estaba solo y no quería participar en las actividades grupales. Desde ese día, la sonrisa de McDonald’s simbolizaba una burla hacia mi soledad infantil. Luego de que llegué a casa, padre me esperaba con una botella de vino y fumaba un habano. Sus dedos filosos lo sostenían como si fuera oro. «Siéntate, no digas nada», dijo. Tomé asiento y lo miré. El humo ascendía en espirales, el aroma acre y dulzón del puro me hacía sentir en algún lugar del trópico. Como un fantasma al trasluz, el humo sobaba la bombilla. Después de una calada profunda, como si meditara, dijo: «No soy el mejor padre ni pretendo serlo. Tú eres el heredero de mi fortuna, deberás aprender a sobrellevar este mundo lúgubre que forma parte de una nación como Venezuela. Lo primero que aprenderás, y te enseñaré como un verdadero padre, es a beber alcohol sin perder el conocimiento». Bebimos vino, pausado, con sorbos suaves, ligeros y perspicaces. Me habló de su vida y yo lo escuché atentamente toda la noche hasta que se acabó la botella. No nos emborrachamos. «Feliz día del padre», dije en un rincón de mi mente cuando observé su prominente figura delante del ventanal que da vista al jardín. La tortilla estaba lista. Rebeca preparó una segunda dosis de café. Con garbo andar, se sentó en la silla frente la mesa que da vista al ventanal. El dorado del amanecer bañaba su presencia y el albornoz no opacaba su luminosidad. Natural, es la palabra correcta para definir la escena de su esencia. Sus manos sostenían el café a la altura del mentón, el humo, producto de la temperatura, flotaba y dibujaba curvas. Su perfil tallado por querubines en el paraíso del vientre materno, recibía la luz que recargaba la iluminación de su alma, como si esta fuera una batería. Los platos en mi mano esperaban aterrizar en la mesa. Ella intuyó que, pasmado, contemplaba su belleza. Cada mañana era igual, como una especie de ritual. Todos nos detenemos, al menos, una vez para admirar la persona que llegó a nuestra vida y decir: «¿Cómo diablos puede existir alguien así?». Al nacer sin una figura materna y jamás haberla tenido, vagué por encontrar la chica que pudiera sostener los pilares que construí sin mis padres, pero la base carecía de un símbolo el cual no podía elogiar. Nadie elogia la nada solo por ser nada. Rebeca escaló y se quedó en el pedestal de mi corazón. Entonces, tomé su semblante, sus movimientos, sus caricias, sus palabras, su amor y sonrisa, como un niño que estuvo esperando a su madre durante un largo tiempo. Reconozco que en ese momento, ella era la madre que siempre quise ver cerca del ventanal, cada mañana. Una madre que nunca tuve. Coloqué los platos en la mesa, me devolví para agarrar los cubiertos. Busqué el bóxer, que estaba en el suelo, y me lo puse. Luego me senté, tomé su mano para comprobar su existencia. Sí, ella estaba allí para mí y no era una ilusión. Se ría con la cabeza agachada, había dejado el café a un lado. ¿Cómo encontramos a la persona que amamos en un mundo vacío? No lo sé, pero el planeta, por algún motivo más allá de su mecanismo, sigue girando y las personas siguen caminando. —¿Podemos comer? —preguntó. Retuve su mano por un tiempo más. Su tacto era suave, delicado y tierno. Había tocado a tantas mujeres en mi vida, penetrado a tantas y eyaculado en tantas, pero no sentía ese término indescriptible que suelen sentir los enamorados. Siempre hay alguien que cambia el curso de tu vida, con identidad y nombre, y es capaz de dejar una marca. —Sí, comamos —dije pasado unos minutos en silencio. Antes de su llegada, comía solo. Salía, como parte de la rutina, a recoger el periódico, verificar las cuentas que Freddy, mi criado, traía, chequeaba el correo electrónico, programaba las citas y reuniones con Luisa, mi secretaria. Como heredero directo, y único, vivía una vida holgada. Padre me había enseñado a ser despreocupado, pero no lo suficiente para que perjudicara la empresa. Cuando acudía a la sede de la empresa o iba a verificar un terreno para su pronta construcción y comercialización, procuraba vestir bien. No me importaba que cayera una mínima mota de polvo, tenía dinero suficiente para comprar otro traje y, además, Martha se encargaba de limpiar mi ropa. Se sorprendían cuando me veían atildado en un terreno baldío. El motivo de vestir con estilo y elegancia, es intimidar a los empleados de menor rango. La intimidación es dada por el respeto que sienten al verte. Los ojos de los trabajadores devoran con la vista el poder adquisitivo del jefe. Entre más poder se tenga, mejor se viste ante los empleados. Mi padre mantenía un porte que asustaba a cualquiera, pero yo no podía simular su aspecto de león. Así que me limité a ser yo mismo y dejar fluir la sangre de mi padre. Pese a toda la rutina, pantalla de trajes caros, carros lujosos, motocicletas último modelo, mujeres de agencias de modelaje como dama de compañía, todas las mañanas comía solo, todas las noches dormía solo y amanecía solo. Existe el pensamiento que una persona con dinero suficiente puede vivir plenamente, pero no es así. Una vida con dinero resuelve el dolor de cabeza producido por la constante sobrevivencia. Como contrapartida, nuevos dolores atañen la vida del multimillonario. El tedio es uno de los más peligrosos. Mi padre murió cuando perdió el sentido a la vida, dejó de maravillarse por la misma y el agujero de su espíritu se ensanchó con el decurso de los años. Se llevó a la tumba el secreto del paradero de mi madre. Temía, al comer solo, que el tedio me abrumara. Aún era joven, el mundo no me había dado la espalda o yo no se lo había dado del todo. La vida seguía impresionándome. Habían sorpresas que me deparaba el futuro y mucho que disfrutar en un país tan hermoso como es Venezuela. No niego que Latinoamérica también es bella. Recorrí Perú, Argentina, Colombia, Brasil y Chile, países totalmente increíbles. Pero esos viajes eran en solitario. Antes denoté que me acostumbré a mi soledad, pero es que dentro de ella se ocultaba la verdad siniestra de un monstruo depresivo que devoraba la carne, como un gusano, hasta que el frío penetraba en mi interior y no sentía calor. ¿Será que lo veo de esta forma por qué conocí el calor maternal gracias a Rebeca? En conclusión, la soledad ayuda a conocerse a sí mismo, ya que convives con tu propia sombra y hablas, incluso, con ella. Pero la compañía te trae de vuelta a la realidad; te aleja del valle de los ciegos; te conduce a un camino cálido gracias al sol estival de la persona que toma tu mano para guiarte. Terminamos de comer. —Gracias, Rebeca —agradecí. También era un ritual agradecerle por su presencia en la mesa. —¡No te preocupes! Ja, ja, ja. —Sus dientes blancos realzaban sus rizos castaños—. Ya para de agradecer que me siento como si estuviera haciendo labor para la beneficencia. —Es que lo has hecho, ¿sabías? —Pero lo hago porque te amo y no por lástima. —Yo he hecho obras para la beneficencia sin sentir lástima. Hay niños que no conocen a sus padres, nunca. Al menos dono sonrisas, aunque nadie donaba una sonrisa para mí… Hasta que llegaste tú. —¡Te donaré muchas sonrisas el día de hoy! Tengo un baúl que no se agotará nunca —dijo y se levantó para recoger los platos. —¿Nunca? —pregunté. —Nunca. —Se acercó y me besó en los labios, el sabor a cereza del labial me hizo besarla con fruición. Mi cuerpo deseaba hacer el amor con ella, pero su mano me empujó un poco—. Debo lavar los platos. —Martha lo hará —excusé. —Pobre señora, tiene casi sesenta años —dijo. —Es rusa y fuerte como su patria —dije. —No deja de ser una persona y tampoco pasa nada que lave los platos —dijo con un deje de molestia en la voz. —No te molestes, ¿okey? Haz lo que quieras. —Este fin de semana la ayudaré a recoger la basura y lavar ropa —sentenció caminando hacia el fregadero. —No hay problema, hazlo. ¿Acaso me molesta? —Pareciera. —Solo quiero que tengas lo mejor en tu vida y que no hagas el mínimo esfuerzo, ¿entiendes? —Sí, lo entiendo. Ese eres tú, yo no. Nací y crecí en una familia modesta, común y corriente. No hace falta repetirlo. Has visto mi casa, conoces mi familia. Mi abuela, igual que mi madre, me enseñó a no depender de hombres. Aunque tú tengas el tesoro nacional de Venezuela, no me importa conservar mi independencia como mujer. Trabajo, estudio y creo mis propios méritos. ¿Así o más claro? —Si puede ser más claro que el agua, es imposible —dije con la intención de sacar una sonrisa a su semblante circunspecto. —Cabeza hueca —dijo ahogando una risa. Silbó una canción de Tiziano ferro, El regalo más grande. Canté el inicio mientras me acercaba, con pasos suaves, a ella. Rodeo su cintura y aferro mi pecho para que sienta los latidos de mi corazón. La canción dice: «Quiero hacerte un regalo, algo dulce, algo raro… No un regalo común». Pienso que las personas que llegan a nuestras vidas debemos apreciarlas cada segundo que pasa. La manecilla del reloj se mueve, produce un sonsonete fastidioso que descuenta el tiempo que tenemos en la tierra. Pero, a sabiendas que descuenta el tiempo, debemos disfrutarlo como si no hubiera un mañana. Quizá es difícil enfrentar la cotidianidad, tal como es fácil entrar en la misma. Entonces, las personas que llegan como una dádiva que no es común, se quedan para romper el ciclo en el que hemos estado atrapados. Rebeca rompió la costumbre y aclaró mi pensamiento, despejó las hojas secas que conducían a las puertas de mi humanidad. Tocó la puerta, abrí y ella entró. ¿Por qué no valorar a los seres que amamos? Cada día no cuesta agradecer, al menos, su presencia. —¿Vamos al parque Henri Pittier? —preguntó en voz baja. —Vamos. —Di una nalgada a su precioso trasero. Ella, con el trapo en la mano, me azotó el hombro. La atraje hacia mi cuerpo, su pierna sintió mi pene erecto. Sus labios hicieron el amago de una sonrisa gatuna, pero prefirió morder su labio inferior. Acto seguido, la besé para sentir los fuegos artificiales que mencioné. Bullía la pasión en nuestras caricias. Alcé sus manos y con avidez, la cargué y sus piernas esbeltas aprisionaron mis costillas. Mis músculos se habían acostumbrado al peso ligero de su cuerpo. Como una pluma que desciende del cielo, la dejé caer en la cama. Desanudé el albornoz, miré sus pezones prietos y mi lengua jugó con ellos. Su mano viajó por la forma de mi cráneo hasta detenerse en la nuca. Chupé suave, con cuidado. Con la mano tomé otro, movía lo dedos a modo que estuviera tocando una pelota de goma. Dirigí mi cariño al otro seno, que lo tenía descuidado. Expelía suspiros largos, su cuerpo sentía la necesidad de aliviar la libido. Pero no solo era la libido, sino descargar el amor que rebosaba en nuestro recipiente. Descendí con paciencia para hacer un c*********s. Primero había lamido, besado y acariciado sus piernas, para luego dibujar un ocho con la punta de mi lengua. Introduje mis dedos en su v****a húmeda y dejó soltar un gemido. Mi pene quería estar dentro de ella y mi alma quería conectarse con la suya. Acariciaba mi cabello graso, trataba que los pelillos de mi barba no lastimaran su preciosa v****a. Con los dos dedos adentro, moví despacio como si estuviera llamando a alguien o, mejor escrito, como si los dedos hicieran abdominales. Estimulaba su punto de placer, pero mi meta no era hacerla llegar, aunque ella lo pidiera a gritos en su fuero interno. Pasado unos minutos, cuando sentí que ya estaba caliente, introduje mi pene, despacio. Sus uñas se clavaron en mi muñeca, su semblante hizo una mueca de placer, sus ojos se pusieron en blanco y los cerró. Moví mi pelvis. Los fluidos vaginales producían ruido y mi pelvis contra su piel se unía a la mezcla. Me dejé llevar, cegado por el amor que sentía. La abracé como si no existiera una vida después de esta. Cuando haces el amor con la persona que amas, no puedes explicar como las sensaciones de tu instinto animal se enlazan con las emociones manadas del volcán cerebral. Su sonrisa, su calor, su respirar, su vida, su personalidad, su voz, todo lo que era ella me excitaba, me calentaba, me hacía querer penetrarla hasta vaciar mis testículos. Para un hombre que ama una mujer, el acto s****l es la unión armónica de los astros de su mundo inacabado. El banquete, de Platón, idealiza y explica esta sensación. No todos nos sentimos completos, siempre habrá una pieza que nos faltará en el interior. Cuando intentamos unirnos con alguien, sentimos alivio porque nos sentimos completos. ¿Qué ocurre si esa sensación de plenitud dura apenas unos minutos para luego marcharse y regresar al día siguiente o tal vez nunca? Las zarpas de la soledad harán su trabajo, te desollaran y aniquilaran en la oscuridad. Por tanto, buscamos seres humanos que penetrar para probar las piezas de rompecabezas que nos suministra la vida. Hasta que no encontramos la pieza, no nos sentimos cómodo. Con Rebeca había encontrado esa pieza faltante que me hizo abandonar las noches fugaces de placer. Conocí el amor al probar su epidermis con una leve mordedura. Eyaculé violentamente dentro de ella, expulsé todas mis emociones en su ser. Su v****a apretujó mi pene, su cuerpo se arqueó un poco, me abrazó más fuerte de lo normal y sus piernas se tensaron: tuvo un orgasmo. Nos reímos, besé su mejilla incontables veces. Adoraba su sonrisa, que podía compararse con el sol de primavera. Permanecimos un rato con nuestras frentes unidas. ¿Enserio no se han preguntado cómo el universo conspira para unirnos con la persona adecuada? —Vamos al parque antes de que sea tarde —sugirió ella. —Pasaría todo el día durmiendo contigo. —Tenemos responsabilidades que atender en la realidad. —Me besó lento y por unos segundos—. Salgamos y compartamos nuestra vida con la naturaleza. —Contigo la vida es una gama de colores. Nos vestimos. Llamé a Ana para asegurarme que el cronograma de la semana estaba en orden. Hablé con Freddy para pagar al jardinero. Conversé con Martha y le recordé la limpieza del tejado, me dijo que su hija la iba a ayudar. Yo acepté de buena gana, dado que Martha era un fósil viviente. Rebeca tenía razón, su edad no era apropiada para el trabajo. —¿Su hija puede hacer el trabajo que usted hace, doña Martha? —pregunté una vez que estuvimos en el garaje. —Sí, mi hijo, esa niña fue educada bajo mi tutela. ¡Puede hacer hasta un mejor trabajo que yo, muchacho! —Deberías traerla a menudo para que trabaje contigo, puedo darle un sueldo también si le gusta el trabajo —sugerí. —Por supuesto. Rebeca lucía un vestido, de color azul, sencillo, unas botas y unas mallas, con patrones de rombo, cubrían sus piernas y hacían resaltar su piel. Sus labios carnosos se nutrían del carmesí de un pintalabios que le había regalado. Además, su rostro ovalado tenía una ínfima capa de maquillaje y un poco de resaltador en los ojos. Nos subimos en el Mazda-RX7 que me regaló padre antes de fenecer y fuimos al Parque Nacional Henri Pittier. Pero, antes, debíamos pasar por el McDonald's. Era mediodía.

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