Nota del autor: en Venezuela se le conoce popularmente a la Blattella germánica, una especie de cucaracha, como «chiripa».
Estacioné el Mazda RX-7 en el McDonald’s de Las Delicias, cerca del C.C Las Américas. No sé que revisamos antes de bajar el carro, pues es un procedimiento que se haca, casi automático, antes de descender de cualquier vehículo. ¿Nunca se dieron cuenta? Yo, en mi caso, me aseguro que no se quede algo que pueda ser útil. Rebeca, a veces, se miraba en el retrovisor y asentía. En ocasiones, ella solía retocar el maquillaje de su rostro.
—¿Listo? —preguntó.
—Sí.
Respuestas programadas, eso es lo que somos cuando estamos en automático. Era evidente que estaba listo, pero ella inquirió. Salimos y se puso a mi lado, tomé su mano. Empujé la puerta de vidrio de McDonald’s.
Ahora bien, yo desentonaba en el ambiente, de una forma u otra. Rebeca se sentía como en su casa, por mi lado era recordar la falta maternal y paternal. Los niños jugaban en el parque. El tobogán era alto, aunque no el único, había un tobogán más pequeño, que también era sinuoso, parecían dos gusanos de color púrpura y amarillo. Una red, como la de un bergantín, colgaba de un subo. No entendí su función. Sin embargo, los niños escalaban y subían al cubo, luego se adentraban a través de una circunferencia. Observando, pude entender su funcionalidad. Y en una zona arrinconada de la gente, y bien iluminada, estaba una especie de piscina, pero en vez de agua, tenía pelotas de colores. Los infantes se zambullian, nadaban, o eso parecía, y emergían con una sonrisa eufórica. Era un espectáculo perturbador, al menos para mí.
El aroma de la carne llegaba hasta mis narinas. No disgustaba el olor ni me gustaba, era un término medio, pues no puedes comparar una hamburguesa cara, en un sitio caro, hecha por chefs que ganan el triple de un sueldo promedio, con una hamburguesa tóxica de McDonald’s. Creo sonar pedante en la cabeza de los lectores, pero no puedo evitar ser así.
Me llegó el sonido de las máquinas de gaseosa. Rebeca no lo notó, pero había hecho un rictus cuando vi que servían la bebida en un vaso con el logo de McDonald’s. ¿Por qué mi desagrado al sonido? Una vez, en la universidad, un compañero de estudio trabajó en un local de comida rápida. Me contó sobre la poca salubridad de esos sitios. No paraba de sorprenderse de la cantidad de chiripas que habían en la cocina. En una ocasión, sirvió una gaseosa de naranja a un cliente, este la devolvió al rato, debido que tenía una chiripa muerta y entera en el hielo. Para evitar un disgusto, él hizo un chiste sobre la era del hielo: «¡Usted encontró un fósil congelado!». A mí no me hizo gracia, ni al cliente en la anécdota, de manera que concluyó con una devolución tajante y una mala calificación en Google Maps.
Las mesas estaban llenas de familias, como si el universo decidiera atormentarme. «No tienes familia», me decía una voz al oído. ¿Quién era esa voz? No lo sé, pero es una voz que aparece constantemente en el pensamiento humano.
Rebeca se sentó en una mesa que da vista al centro comercial. Sonreía, feliz, por mi cara de incomodidad. Me senté a su lado, tomé su mano, la alcé y la besé. «¡Qué se hace! A ella le gustan estos sitios horribles», pensé. La bulla de la gente me aturdía, y la música de fondo, era música pop adolescente, aún peor.
—Debes ir a pedir la hamburguesa en la barra —dijo Rebeca, su dedo jugaba con un rizo de su cabello. Su brazo estaba acodado y su cabeza, ladeada, reposaba en la mano.
—¿No hay camarero? —pregunté con inocencia.
Frunció el entrecejo, se rio bajo y me dio un beso en el cachete.
—No, no hay camareros. Debes levantarte y pedir dos Bigmac, con papás grandes, y dos Coca-Cola grande —explicó como si le explicara a un niño. No era un niño, ni lo soy actualmente.
—¿Qué es un Bigmac? Tienen nombres extraños.
—Leandro. —Dio una palmada en mi pie, torció el labio—. Si no te gusta, no hubieras aceptado en primer lugar. No tienes porqué hacer lo que a mi me gusta para hacerme sentir a gusto contigo.
—Dos Bigmac, papas grandes y dos Coca-Cola grande. Lo tengo entendido —repetí y me levanté.
Escuché un suspiro, de decepción, a mi espalda. Por dentro, la punzada de la idiotez me hería. «Compórtate. Debes adaptarte a ella, no ella a ti», cavilé. Caminé hacia la fila y me situé detrás de un gordo. Quizá no me crean, pero el sujeto olía a limón. Su calva era cubierta por una gorra, que era imitación a simple vista de la marca Nike; su camisa blanca supuse que no era de marca; sus vaqueros no estaban tan limpios que digamos; su reloj si era original de la marca Ice-Watch. Cuando una persona se aburre, o impacienta, en una fila para comprar el objeto de su pasión efímera, empieza a mirar el entorno, piensa en los secretos del universo, deja su mente en blanco, recuerda su infancia… Hay millones de cosas que ocurren en la mente de una persona aburrida en una fila, ni te imaginas cuántas. Y allí estaba yo con los brazos cruzados, harto del aroma a limón, carne envenenada y de fantasear con una chiripa congelada en el vaso de Coca-Cola. Pensaba que la chiripa, luego de que se derritiera el hielo, se levantaba de su letargo. Nadaba, contenta, entre las burbujas de la gaseosa. «¡Qué feliz y asquerosa soy», dijo la chiripa en mi fantasía.
—¡Buenas tardes, caballero! —dijo una animada chica, que debía tener dieciocho años; seguro era un estudiante de ingeniería civil y, además, supongo, vivía residenciada en un barrio—. ¿Puede indicarme su pedido?
—Dos Bigmac, con papas grandes, y dos Coca-Cola. ¡Pero me gustaría dos latas de Coca-Cola! Por favor —aclaré.
Con un ritmo enérgico de sus dedos, marcó el pedido en la pantalla táctil. No dejaba de sonreír y eso me inquietaba. Además, con cada toque, daba un saltito. Me traía sin cuidado su comportamiento anómalo. Una máquina escupió una lengua de papel.
—Espere su pedido —dijo la chica y me entregó la factura.
—¿No lo llevan a la mesa? —pregunté, indignado.
—No —contestó.
—Okey.
Me senté al lado de Rebeca, que jugaba con su celular.
—El pedido está hecho —dije y mostré la factura.
Ella miró la factura del pedido, apagó el teléfono y abrazó mi brazo. Acto seguido, apoyó su cabeza en mi hombro.
La luz del sol bañaba la carrocería de los coches en el estacionamiento. Habían puestos de perro calientes, ventas de globos, algodón de azúcar y un heladero ambulante con un carrito de helados Tío Rico. El tintineo de las campanillas me gustaba.
No era la primera ni la última vez que interpretaba el rol de un ser humano con una vida común y corriente. Con Rebeca, el lujo quedaba atrás y me metía en un mundo distinto al que estaba habituado a respirar hasta asfixiarme. ¿Qué multimillonario va un McDonald’s como un simplón? Desde la comodidad de mi oficina, o mi mansión, hubiera pedido todas las hamburguesas con nombres raros de su menú. Pero el hecho no estaba en el facilismo de hacerlo, en el caso de estar solo, por supuesto, sino de vivir un momento.
La impresión vaga del recuerdo de mi experiencia en McDonald’s, era borrado gracias a la presencia de Rebeca. Para ella era importante venir aquí, era su gusto. ¿Por qué negarme a disfrutar lo mismo que le gusta? No podía negarme. Si quería hacerla feliz, debía ser feliz con ella.
Esto parte del hecho que somos personas las cuales compartimos nuestras aficiones con quienes más queremos. ¿Por qué? Necesitamos ser importantes para alguien. De modo que ese alguien debe recibir nuestros gustos con comprensión y agrado, así no sean de su gusto. Claro está, siempre que el gusto sea sano para nosotros y para la misma. No puedes esperar amar la droga de un adicto únicamente porque lo amas.
—Antes venía a McDonald’s con mi prima, cuando era una niña, y compraba una cajita feliz. Era la excusa perfecta para quedarme con el juguete —dijo Rebeca con una mirada maliciosa—. ¿Nunca tuviste un juguete de McDonald’s? —Su mirada se dulcificó.
—No y sé que dirás que no tuve infancia… Sabes bien que no la tuve.
—No iba a decir eso, pero, bien. —Encogió los hombros y cerró los ojos—. ¿Te puedo contar algo?
—¿Tienes la necesidad de hacerlo?
—Es algo personal.
—«Algo» es una palabra indefinida. Puedes hablar de lo que quieras conmigo, soy oídos a tus experiencias personales. Además, me agrada escucharlas.
—Es sobre mi exnovio.
—¿Cuál de tantos? —Me reí.
Nunca experimenté malestar cuando me hablaba de sus anteriores relaciones.
Rebeca exhaló aire. Sus ojos eran lánguidos. Mis dedos, firmes y seguros, se entrelazaron con sus dedos inseguros.
—¿Recuerdas a Johan?
Yo alcé una ceja. No me había hablado de él. Johan era su relación anterior a la nuestra. Evadía el tema cuando me quería contar. No estaba de acuerdo que lo hablara si tanto le dolía, pues en los vidrios oculares de su bello rostro, se denotaba la tormenta causada por una nube oscura. Narrarlo en un McDonald’s, para destacar, afincaba el motivo de no ser una idea maravillosa. Sin embargo, ella quería hablarlo y soltarlo.
—¿Quieres hablarlo aquí? Podemos hablarlo en el Henri Pittier.
Ella esbozó una media luna.
—Es pasado, pero debo soltarlo de una vez. ¿Quieres escucharme?
—Podemos hablar de otros temas, pero si quieres desahogarte, no me incomodaré. —La rodeé con el brazo alrededor de la nuca y la atraje hacia mi pecho, le di un beso en el nacimiento del cabello, olía a jazmín—. Y puede que el pedido tarde más de lo usual por la cantidad de gente que hay.
—Para mí es necesario que lo sepas. Quizás te ayude a entenderme mejor y a saber porque actualmente soy como soy. Es una historia con detalles delicados…
—¿Por qué «delicados»? —pregunté e interrumpí, anonadado.
—Traté de suicidarme antes de conocerte. —Se apartó de mí.