Las campanas sonaron en la iglesia. Era martes y el sol brillaba en el mondo cielo. Ni una nube había. La aves trinaban en los árboles de la plaza. Yo comía una barquilla de mantecado, era una estudiante de primer curso de la universidad. Me proyectaba como una futura licenciada en psicología. Leía un ensayo de Freud, El inconsciente. Devoraba las páginas mientras mi cerebro procesaba cada párrafo. A veces me detenía para descansar la vista y reflexionar sobre los argumentos planteados en el ensayo. Estiraba los brazos y las piernas. Los chorros de luz se deslizaban por los resquicios de las hojas.
Disculpa que narre como si fuera una novela, pero me gusta narrarlo así.
Johan no era un hombre agraciado. En realidad, no sé qué le vi. Su pene tampoco era tan grande como cuando lo hacíamos. Perdona el comentario… ¿No te incomoda? Continuo, pues, con la narración. Me di cuenta, con el paso del tiempo, que agrandamos la apariencia de la persona que nos llama la atención. Cuando el amor se extingue y se apagan los rescoldos, solo quedan cenizas. El viento sopla y se las lleva. Tal cual como si fueran cenizas de un muerto. Y es que el amor, al crecer, tiene forma y cuerpo: el ser que escogemos para que cuide nuestro corazón. Pero, en el funeral, solo vemos que amábamos un cadáver de lo que una vez fue y no volverá a ser. Quizá redunde en el tema, pero espero ser específica y concisa respecto a esta reflexión.
Luego de terminar las clases, yo caminaba a la plaza. Me gustaba tomar una lata de Coca-Cola, o cerveza, en los bancos de piedra. Cerca de los árboles más altos y espigados, algunos muchachos fumaban marihuana. El olor era insoportable, pero podía sobrellevarlo. Además, no molestaban ni trataban de sacarme conversación. Abría el libro de Freud y lo leía.
Pasaban las horas, a veces rápidas otras no tanto. No había nadie interesante a la vista, estaba soltera, en ocasiones me acostaba con alguien, ya sabes: sexo para satisfacer la libido, nada transcendental. Mi vida no era estable del todo. Hoy me conoces delgada, pero antes yo era una gorda sin remedio ni esperanzas. Ni siquiera me proyectaba un futuro como licenciada y ni tenía una idea clara de lo que haría más adelante. En ese entonces, me limitaba a respirar y a ser un árbol. Sí, un árbol. ¿Cómo es ser un árbol? Transcurren los días y las noches, te limitas a permanecer en un solo lugar; te limitas a ser solamente «tú».
Mi vida con obesidad era un infierno. Habían hombres que me usaban como un pretexto para olvidar a sus ex. Por supuesto, yo aceptaba acostarme con ellos, parte de la culpa era mía. Sin embargo, a pesar del vacío que abrumaba mi alma durante las frías noches, soportaba el hecho de sentirme querida por unos escasos minutos de placer. ¡Quita esa cara¡ No pensaba como ahora pienso. Fui una tonta al hacerlo. Estar en los brazos de un desconocido, no hace más llevadero el dolor.
Cada mañana me levantaba con la esperanza de haber adelgazado como por ensalmo. Mi autoestima, pisoteada, se burlaba de mí. Lloraba, llevaba mis manos al rostro. Incluso, llegué a odiarme. ¿Qué diablos hacía conmigo misma? Ni me conformaba con los hombres sin nombres con los que me acostaba. El alcohol, con mis amigos, no solucionaba nada, más bien lo empeoraba.
Sentada en el banco de piedra, cuando analizaba los intrincados parajes de los pensamientos de Freud, intentaba hallar una respuesta que no estaba en mí, tampoco en alguna parte. Por más que pensara en la solución de la guerra contra mi físico, no lograba dar con ella. Me había resignado a encontrarla. Entonces, un buen día, Johan se acercó. No sabía su nombre, pero me gustaba su sonrisa. Señaló el libro y me preguntó sobre el mismo. Debo admitir que me parecía guapo, pero a todas nos puede parecer guapo un monstruo disfrazado de ángel. Es inaudito el engaño que el ser humano puede lograr para alcanzar su objetivo. ¿Sabes? Hay personas que nacen con el propósito de destruir a otras. Con esto quiero decir que de un modo u otro, en el recorrido de la vida, lastimamos, sin intención o con intención, a una persona que queremos. Retomando el acontecimiento, él me oía como si le importara el tema. En el fondo, sabía que quería sexo. No me equivoqué.
Tuvimos relaciones en la habitación de un hotel barato. Era el mismo el hotel al que me llevaban los demás hombres. Creí que él era uno más del montón, pero no fue así. Me abrazó esa noche, sentí, por vez primera, el calor y los latidos de un ser humano. La frialdad que congelaba mi corazón, comenzó a derretirse. Con el sentimiento de la seguridad, producto de dormir rodeada en los brazos de alguien, cerré los ojos. Al abrir los ojos, me encontré con él. Me saludó y le devolví el saludo, sonreímos y así inició un largo sendero.
La temporada de lluvia parecía no terminar. Cuando vi que llovía, no podía sentarme en los bancos de piedra. No tenía otra opción que ir a la cafetería de la universidad. Tú estudiaste en la Universidad Central de Venezuela. La Universidad Bicentenaria de Aragua es pequeña en comparación de aquel epicentro del saber venezolano. ¿Has ido a la UBA? Okey, te lo explico mejor. El lugar de ocio, donde los alumnos juegan cartas y comen, se llama «Pirámides», le dicen así por la forma de sus techos de cristal. La modernización del país ayudó mucho a la universidad. Antes no había aire acondicionado; ahora vas y encuentras televisores pantalla plana, con vídeos informativos de la UBA, y más locales que prosperan, económicamente, dentro de Pirámides. Uno de los locales, era un atractiva cafetería. Entonces me senté en la mesa cuadrada de la cafetería. Habían estudiantes por todos lados. No escuchabas ninguna queja, todo era risas y conversaciones vacuas. Al menos para mis oídos, era así. Aguardé, paciente, el menú de la camarera de turno. Me atendió una compañera de clases que trabajaba medio tiempo en el sitio. Pedí un café bombón. Una vez que se fue ella, abrí el libro de Freud.
Te juro que no pensaba en él, pero en el fondo quería tenerlo cerca. Como si el universo tramara una conspiración, él entró en la cafetería y, al verme, se sentó para hacerme compañía. Ese día llevaba unos lentes de pasta gruesa, rectangulares; un ojo se veía más grande que el otro, debido a la fórmula de los cristales. Conversamos banalidades. Poco a poco, me preguntó sobre mis gustos generales. No había nada de malo conocer lo que nos gustaba y lo que no. Además, teníamos ciertas cosas en común que nos agradaba.
A diferencia de tú y yo, él y yo armonizábamos en música, películas, videojuegos, libros y ese tipo de nimiedades. ¿Importa esto en una relación? No. Me encanta estar contigo, Leandro. No creía en el paraíso hasta conocerte, pues nací en el infierno y solo había visto el infierno. Los gustos en común es un accesorio. Sí, un adorno que poco tiene que ver con la prosperidad de una relación sana.
Él pidió un café expreso, ya habían traído el mío. Preferí esperar su café para degustarlo juntos y conversar. La lluvia era intensa. En el techo resonaban las gotas sobre el cristal ahumado. La atmósfera era animada. Vi que habían más estudiantes. Se mezclaba la fragancia del pollo frito, con el aroma de los cupcakes que horneaba un local. Además, se colaban los perfumes de cada estudiante. Estaba de moda usar perfume a diario, pues era económico, y el sueldo de la nueva Venezuela permite comprar perfumes de marca. Tú no puedes quejarte, tienes todos los que quieras. Él usaba One million, me encantaba su fragancia. No pongas esa cara me fascina cuando te echas Blue, de Antonio Banderas.
Johan no apartaba su vista. Yo, por el contrario, ojeaba el teléfono a cada momento. Mis amigos suelen escribirme, como bien sabrás. Ese día me estaban invitando a una reunión, de alcohólicos como prefiero añadir. Me disculpé, porque él estaba hablando y no presté atención a sus palabras. Dediqué unas horas a escucharlo y a responder. No sé cuánto tiempo pasó, pero parecía que se hubiera esfumado el entorno cuando comenzamos a hablar sobre la clase de psicoanálisis. Revisé la hora, me di cuenta que eran las cuatro de la tarde. Escampó, pero no tomaría un autobús para ir a la plaza de Turmero y sentarme en los bancos de piedra. Arturo, la persona de la que más te he hablado, me buscó en su coche, que era un Honda Civic del año 2005. Me esperaba en el estacionamiento, según el mensaje que había enviado. Le pedí a Johan que me acompañara. Una vez que pagamos la cuenta, salimos.
Arturo fumaba un Malboro rojo; su chaqueta de cuero tenía el logo de la rebelión de Star Wars; apoyaba un pie en la puerta del asiento del copiloto, de manera que solo se veía su rodilla y la punta de su Converse blanco con franjas negras. Su cabello era desordenado, rizado y corto, color castaño claro; su piel blanca recordaba a un italiano. No era robusto, pero su contextura delgada era suficiente para llamar la atención. Los vaqueros estaban rasgados, lo cual daba un aire rebelde a su aspecto. Sus ojos, vivos y serios, se fijaron en mí, luego en Johan. Hizo un mohín de fastidio. Golpeteó la punta del cigarrillo, ya a punto de acabarse. Conocía su expresión: «No llevaré imbéciles en mi auto». En el estéreo sonaba una canción de Sum-41, Still Waiting.
Me despedí de Johan. Él había advertido la mirada amenazante de mi mejor amigo. Antes de irse, me había dejado su número de teléfono.
Durante la reunión, no pude parar de escribirle y conversar con él. Cada mensaje enviado, sentía que había encontrado alguien que sintonizaba con la frecuencia de mi vida.