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1804 Palabras
Pipa no había tardado tanto en elegir un atuendo desde su otra vida. Así se sentía al menos su pasado, sus días de universitaria entre horas de estudio y eventos sociales. Un tiempo en el que el guardarropas de aquel presumido departamento desbordaba de brillo y color, en el que los pares de zapatos se acumulaban sin ser estrenados y las joyas más delirantes colgaban frente al enorme espejo de aquel baño que ahora estaba prácticamente vacío. ¿Cómo podía ser posible que el paisaje hubiera cambiado tanto? Le resultó algo sorpresivo notarlo en ese momento. Los rincones vacíos de su vestidor, la monotonía de los colores, los accesorios reducidos a un cajón perdido que no se molestaba en abrir, todo parecía haber pasado por un filtro monocromático, sin la intención de volverlo interesante. Era el más literal sentido de los grises: la tristeza. Sin querer darle vueltas al asunto, se apresuró a ducharse para luego peinar su cabello hacia atrás, no iba a entrenar ni vestir uniforme, pero creyó que mantenerlo prolijo siempre era una opción que evitaba problemas, llevar su cabello como se suponía que debía hacerlo un oficial la ayudaba a camuflarse y eso le ofrecía la posibilidad de evitar cualquier tipo de conversación que no incluyera lo necesario. Se decidió por unos pantalones oscuros y una camisa blanca, si el clima lo hubiera ameritado de seguro hubiera completado el atuendo con un blazer, la formalidad le deba seguridad, como si vestida de hombre de negocios pudiera sentirse más fuerte. Sus ojos se enfrentaron en el espejo, su rostro sin maquillaje era limpio pero había dejado de sentirse fresco. Una vez, hace demasiados años, había perdido hasta la última gota de inocencia, y eso nunca era gratuito. Sin embargo, al menos ella aún estaba allí, pensó, apretando sus labios para reprimir las lágrimas. No era un día para llorar, se reprendió a sí misma, había conseguido lo que perseguía hacía mucho tiempo, se suponía que debía estar feliz, aunque aquella era una palabra que había dejado de tener sentido para ella, el mismo día, en el que aquel monstruo, que aún seguía libre, se lo había quitado todo. Sin querer llegar tarde a su primer día como integrante de la brigada de delitos graves, se despidió de sus recuerdos y avanzó hacia lo que el destino le tuviera preparado, al fin y al cabo, no creía que pudiera ser peor de lo que ya le había dado. El edificio que correspondía a la dirección que le habían indicado no tenía nada que ver con las comisarías en las que había estado. Era una estructura antigua, con fachada de estilo colonial y un portero de bronce. Apenas tenía tres pisos, en los que parecía funcionar una delegación municipal, un laboratorio de recetas magistrales y una asesoría psicológica para personas sin recursos. Era cierto que no esperaba encontrarse con la oficina de Gil Grissom, pero aquello era demasiado improvisado. Estaba a punto de tocar el timbre del tercer piso cuando un hombre de baja talla vestido con un overol azul gastado le abrió la puerta. -¿A quién busca?- le disparó sin saludarla como si hubiera interrumpido algo importante. -Eh.. Yo, mi nombre es Philipa Almada, vengo a la unidad 32.- dijo cuando logró ganar confianza mirando hacia abajo, mientras se concentraba en no agacharse, lo último que deseaba era ofender al hombre, que parecía ser malhumorado per se. -Tercer piso, el ascensor no funciona.- respondió señalando la escalera de mármol que rodeaba el habitáculo roto. Pipa no quiso detenerse en el hecho de la falta de seguridad, ella no le había mostrado ninguna identificación, aquel portero no parecía alguien capacitado para proteger una unidad que se suponía que trabajaba en delitos graves y peligrosos. Creyó notar una ligera mueca en sus labios al verla pisar el primer escalón, pero prefirió desestimarla, tenía que llegar a la oficina, no podía perderse en primeras impresiones, cuando su objetivo estaba cada vez más cerca. Avanzó agradeciendo su entrenamiento, pero no por ello sin agitarse, eran los tres pisos más altos que hubiera subido y al llegar a la única puerta del lugar, tomó aire y rozó sus mejillas con el dorso de su mano para intentar quitarles el rubor. Entonces antes de que tocara la puerta se abrió y un hombre de unos cincuenta años le abrió masticando lo que parecía un bocadillo de crema pastelera que justificaba ampliamente la prominencia de su abdomen. -Ja, no me digas que Wilson te hizo la broma del ascensor.- arremetió aún con restos de comida en su boca y ella frunció sus labios con impotencia. La estaban esperando, por eso la habían dejado entrar sin más, quiso creer y avanzó hacia el interior de aquel piso que no dejó de sorprenderla. -Llegó la nueva. ¡Eh, todo el mundo, acérquese a saludar a Almada!- dijo una vez que cerró la puerta. -Pipa..- quiso corregirlo, pero estaba algo abrumada y su voz apenas se oyó. Dos hombres y una mujer se acercaron hasta lo que parecía ser una mesa de reuniones, en ese lugar todo lograba dar el aspecto de híbrido, molduras antiguas con computadoras de última generación, ventanales elaborados a los que le faltaba una buena limpieza con pizarras transparentes, un piso de pinotea sin lustre sobre los que rodaban sillas de escritorio más parecidas a las de un gamer que las de un policía. No terminaba de darle sentido a aquel lugar del que tanto había oído hablar cuando las personas comenzaron a ofrecerle su mano. -Hola, chiquita, soy Castro, ex militar de gendarmería, especialista en todo tipo de vehículos, ingeniería mecánica y… asados. - le dijo la mujer de cabello casi rapado, que apenas pasaba los cuarenta, de músculos marcados y aspecto rudo, que no dudó en apretar su mano con determinación para demostrarlo. Pipa hizo un gesto a modo de saludo, estaba segura de que si hablaba demostraría el dolor de su mano y no estaba dispuesta a hacerlo, para su suerte, el otro hombre habló y la mujer la liberó. -Soy Correa, ex comisario de la 61, no soy experto en nada en particular pero se me da bien descubrir al culpable.- se presentó, con algo de arrogancia en su voz, también parecía tener unos cuarenta años, se encontraba en mejor forma que el hombre que había abierto la puerta, tenía el cabello oscuro y un barba algo desprolija, Pipa pensó que se parecía mucho más a un padre de escuela que a un detective, pero no estaba allí para sacar conclusiones preliminares. -Hola, soy Pipa.- dijo por fin en un tono menos seguro del que hubiera deseado. -¡Hola!- la voz del único joven hasta ahora, la llevó a desviar su vista. -Hola, soy Walter… Espinoza.- agregó el joven que no superaba los 25 años, con gesto tímido detrás de unas gruesas gafas. -Soy especialista en informática, suelo estar enchufado a esas computadoras.- agregó intentando sonar gracioso, pero arrepintiéndose sobre el final. Pipa le regaló una escueta sonrisa de todos modos, no entendía muy bien por qué, pero parecía caerle bien. -Y yo soy Gonzalez, el que te abrió.- dijo el hombre sonriendo mientras se limpiaba las manos con una servilleta. - Tengo varios títulos, pero esto no es una entrevista de trabajo, te basta con saber que soy el que más sabe de criminología.- dijo a modo de broma que tuvo sus réplicas en risotadas sarcásticas por parte de todos, menos de Walter quien tenía su mirada fija en suelo. Entonces una voz grave se oyó detrás de ella, fue algo inesperado que la llevó a enderezar sus hombros, al tiempo que las risas se aplacaban. -¿A qué se debe la fiesta?- dijo un hombre al que Pipa aún no había llegado a ver. -Ah, jefe, llegó al nueva.- respondió Gonzalez señalándola con su brazo sin cuidado. Pipa giró lentamente con su vista en el suelo, al parecer había llegado el jefe y ya no sabía qué pensar acerca de él, aquella brigada era lo último que había creído encontrar, tan ecléctica como informal, su idea de resolver delitos graves se diluída con cada presentación y sin embargo, quería convencerse de que las primeras impresiones nunca eran del todo reales, no debía prejuzgar a nadie. -Señorita Almada, bienvenida.- le dijo justo cuando ella alzaba sus ojos y lo veía por primera vez. -Soy Lorenzo Zárate, encargado de la unidad.- agregó ofreciéndole su mano. Lorenzo era alto, llevaba su cabello corto y su rostro perfectamente afeitado, tenía los ojos oscuros y la ligera mueca a modo de sonrisa que esbozó con sus labios la llevaron a Pipa a creer que de completarla sería hermosa. Sin perder el tiempo estrechó su mano, y se sintió algo tonta por su sensación, el hombre no parecía en nada afectado y ella, después de mucho tiempo, había notado un cosquilleo en su vientre. -Soy Pipa, gracias.- dijo enfrentado sus ojos por primera vez. No podía gustarle, no podía ser cierto. Ella llevaba años sin sentirse atraíada por nadie, había aprendido a vivir sin sentimientos y así debía seguir siendo, estaba allí por su pasado, tenía un objetivo claro y no pensaba arruinarlo por un tonto cosquilleo. Lorenzo la estudió un poco, sin dudas tenía un rostro bonito, si bien su ropa era formal y su cabello apenas llegaba a mostrar su color debido al producto que lo volvía tenso y tirante hacia atrás, supo que era una joven atractiva. Pero, si tenía que ser franco, eso no le importaba. Había sido relegado de su carrera por un estúpido error, se encotraba en la unidad más rezagada de todo el cuerpo policial y por más que lo hubieran puesto a cargo, sabía que sin recursos, no había mucho que pudiera hacer. Su vida era como una segunda oportunidad en el banquillo de los suplentes, una alternativa para los conformistas y si había algo que nunca había sido, era conformista. El silencio entre los dos se prolongó un poco más de lo esperado y ambos agradecieron la intervención de Gonzalez. -El jefe nos trae el desayuno cada viernes, pero el resto de la semana nos turnamos. - dijo obligándolos a separar sus manos. -No hace falta que traigas...- comenzó a decirle Lorenzo, como si tuviera la necesidad de demostrar que aquel lugar no era tan informal como se veía. -Sí, claro que sí hace falta. - lo interrumpió Castro acercándose a ella para colocar su mano sobre sus hombros con firmeza. -Y, querida, no vestimos tan formales, esto es la policía pero no la que vos conoces.- agregó guiándola hacia la mesa en la que un desayuno empaquetado, con tazas descascaradas con restos de café hacían las veces de bienvenida a un lugar, en el que Pipa comenzaba a creer que nunca iba a encajar.
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