El resto del rato GianPaolo le había hablado acerca de echarlo en un lago después de muerto para que los peces le comieran la cara, o arrojarlo aún vivo al río para que lo arrastrara hasta Dios sabe dónde. De ser hipertenso seguramente habría sufrido siete infartos repetidos al escuchar al otro contarle los posibles planes de contingencia por si la cosa se llegaba a retorcer, lo miraba con ojos bastante abiertos y no dejaba de respirar como un caballo después de la carrera. Al salir de allí y situarnos en los asientos de la recepción tomamos un café. GianPaolo se secaba las manos después de habérselas lavado con jabón y haberse rociado antibacterial. —Ya quiero ir a casa —habló un tanto fastidiado—. Mi ropa sigue húmeda. Le miré la camisa de botone

