1- Min Yoon Gi
-No... Dime que no es cierto-me lamenté, mirando a mi madre con ojos como platos.
Esta puso los ojos en blanco, ese tan típicamente infantil gesto suyo, y me arrebató el papel de las manos.
-No hagas un escándalo: ¡Será sólo por un tiempo!-agitó la hoja sobre su cabeza, sonriente-. ¿¡A que es genial!?
-Definitivamente no lo es...
-Siempre has querido tener un hermanito, ¿no es así?
Mi madre lanzó una risita cantarina, dejó el papel sobre el escritorio y siguió metiendo su ropa en el bolso.
Su comentario me pareció tan absurdo que dí un estúpido pisotón en el parqué.
-¿¡Un hermanito!? ¡¡¡Estamos hablando de Yoongi!!!
-¿A que es un muchacho encantador?-mi madre se pellizcó las mejillas-. Como un niño...
Solté un suspiro desesperado y me dejé caer de espaldas sobre mi cama.
-El niño más imbécil que conozco...
Mi madre se dejó caer a mi lado y me corrió un mechón de cabello rojizo de la cara.
-La señora Min es muy agradable, y muy amable también-hizo una pausa-. Entiende, por favor: quiero lo mejor para ti y con el empleo de medio tiempo...
-Estábamos bien con el empleo de medio tiempo, ¡no pienso dejarlo!-exclamé.
-Nuestra situación económica mejorará muchísimo si trabajo para los Min, no tendrás que seguir trabajando en la tiempo y podrás dedicarte sólo y enteramente al instituto.
-¡Y vivir bajo el mismo techo que Yoongi!
-¡Eh! Pensé que te gustaba.
-¡¡¡Mamá!!! Eso... No... ¡Nunca!
Mi madre se rió y se levantó de un salto de la cama. Se encogió de hombros y una sonrisa tonta le brotó de los labios, como si no se lo creyera.
Recuerdo que era una mañana especialmente soleada, típico de esos días que prometen algo fantástico.
En ese entonces cursaba el segundo año de instituto y recuerdo, tan vivamente como si hubiera ocurrido ayer, cómo el estudiante nuevo ocupaba un lugar vacío a mi lado e instantáneamente toda la clase comenzaba a cuchichear.
-Hola-le había dicho, tratando de sonar cordial.
Sin embargo, el muchacho se había girado hacia mi y me había clavado sus oscuros y rasgados ojos llenos de mal humor.
-Annyeong.
(*Hola)
Abrí los ojos como platos y compuse una sonrisa nerviosa.
-¿Cómo...? ¿No hablas el idioma?
El muchacho puso los ojos en blanco.
-¿Cómo iba a venir al instituto si no se hablar el idioma?
Recuerdo vivamente que fue el primer y último día que se sentó a mi lado.
Al parecer, a todo el mundo le había caído tan simpático que pronto tardó en ser uno de los alumnos estrella del curso. El joven Min Yoon Gi, sin embargo, era un tanto resentido; o tal vez era simplemente estúpido: desde aquella primera conversación, había sido objeto de su permanente odio.
El muchacho venía de una familia por sobretodo adinerada: vivía en una mansión en las afueras de la ciudad, junto a la Presidenta Min (su madre) y Yoon Ha, su hermana pequeña. Por cuestiones laborales, la familia había tenido que mudarse de Corea del Sur y comenzar una vida nueva muy lejos de casa.
Y, al parecer, ahora también viviría con los Min.
Mientras las rejas automáticas se deslizaban solas para dejarnos pasar y yo las miraba con expresión absorta, mi madre hizo una reverencia hacia adelante y exclamó:
-¡Annyeonjaseyo!
(*Hola, modo formal)
Pasé de mirar absorta la reja eléctrica a mirar a mi madre con la misma expresión.
-¡Qué agradable!-exclamó la Presidenta Min, bajando las escaleritas del enorme porche sobre unos taquitos inestables y enfundada en un ajustado traje empresarial. Nunca había visto a alguien más pulcro en mi vida-. Por favor, pasen.
Mi madre me empujó del codo para que quitara la expresión embobada y pasara tras las rejas de una vez. Cuando estas comenzaron a cerrarse a nuestras espaldas tuve que juntar mucho autocontrol para no girarme a ver el espectáculo.
-Sé que le he agradecido mucho antes-comenzó mi madre, con tono de sermón-. Pero debo darle nuevamente las gracias por el empleo y por el hospedaje. ¡Realmente me siento agradecida!
-Oh, chist-la mujer hizo un ademán con la mano para restarle importancia-. Pues como yo siempre digo: ¡Nada más triste que una casa grande y vacía! Espero que se sientan cómodas.
Entonces pareció reparar por primera vez en mí: me lanzó una ojeada perturbadora, sonrió estirando las comisuras brillantes de sus finos labios y me guiñó un ojo. Le devolví la sonrisa, incómoda.
La Presidenta nos llevó dentro de la mansión y nos dejó en mano de Betty, una mujer que compartiría jornadas junto a mi madre, para que nos enseñara los dormitorios.
-Es costumbre de la casa quitarse los zapatos al entrar-dijo, señalándo con un ademán de cabeza el pequeño mueble junto a la entrada en donde descansaban zapatos ajenos de calle.
-La verdad es que es un hábito muy efectivo-señaló mi madre, quitándose los suyos propios y dejándonos en uno de los gabinetes.
La imité.
Mientras arrastraba mi pequeño bolso de mano por el suelo, miraba anonadada el hall de entrada: el primer piso yacía enteramente rodeado por ventanas a modo de paredes, lo que le daba un aire húmedo y frío ya que la mansión yacía en medio de una descontrolada vegetación y todos los muebles modernos y elegantes eran blancos, o grises. Sin embargo, la chimenea frente al sillón desprendía tal calor que comencé a sudar antes de quitarme el abrigo.
Betty nos enseñó el ascensor, pero dijo que sólo se usaba en casos de ser necesario: esperarlo cada vez que se quería bajar o subir era una pérdida de tiempo, y a la Presidenta Min no le agradaba que su personal la hiciera esperar.
Subimos un tramo de escaleras con un descanso de por medio, y me fijé en que las paredes yacían atestadas de cuadros de pinturas orientales. Trazos finos y gruesos de tinta negra, le daban al ambiente un aire elegante y misterioso.
Cuando llegamos al primer piso nos detuvimos y Betty me lanzó una sonrisa pícara.
-Las habitaciones del personal están en el piso de arriba: son compartidas, pero no por eso menos acogedoras. Sin embargo, la Presidenta Min insistió en que una adolescente que cursa instituto necesita mucho más espacio para su día diario, así que le concedió una de las habitaciones de invitados.
Miré a mi madre, que parecía rebosante de felicidad, con la sorpresa tallada en el rostro.
-Eso... ella... Buau-me limité a decir.
Betty soltó una risita.
-Lo sé, la señora es muy amable, ¿verdad?
Asentí con la cabeza mientras la mujer nos guiaba de las escaleras al living, en donde se detuvo a saludar a una pequeña niña que jugaba sobre la alfombra con sus muñecas. La niña, ataviada en una ropa tan elegante que parecía mentira que no tuviera un evento ahora mismo, detuvo su mirada en mí al instante.
-¿Ella es mi nueva hermana?-inquirió, con una vocecita tan dulce que me arrancó una sonrisa enorme.
-Es la hija de la nueva cocinera, Yoon Ha-replicó Betty.
La saludé con la mano y la pequeña se sonrojó tanto que tuvo que apartar la mirada.
Me reí y seguí a Betty hacia un cercano pasillo.
Pasamos junto a dos puertas firmemente cerradas (una de ella totalmente dibujada con crayones), y nos detuvimos frente a la que parecía ser la mía.
La mujer abrió la puerta y me hizo una seña para que entrara.
Lo único que pude hacer fue dejar caer melodramáticamente el bolso a mis pies, junto a la puerta.
-Llevaré tu madre a nuestra habitación arriba, así tendrás tiempo de instarte-dijo, antes de marcharse.
Aunque la verdad ya había desconectado del planeta, así que no estaba muy segura si había agregado algo más.
La habitación era espaciosa, tres veces más grande de lo que había sido mi antigua habitación. Un enorme ventanal se cernía, con las persianas bajas, en la pared paralela a la puerta. La cama era de dos cuerpos, tan alta que tenía una pequeña escalerita para darse un envión. Había un escritorio en una esquina, una lámpara anaranjada de pie, un espejo de cuerpo entero y un pequeño equipo de música. Además, una pequeña puertecita llevaba a una pequeña habitación para guardar exclusivamente mi ropa (ni toda la ropa que pudiera tener llenaría aquellas perchas y cajones).
Pateé el bolso dentro, cerré la puerta con un chasquido y me lancé sobre la cama, ahogando un gritito de felicidad en la almohada.
Me senté de golpe. ¿Me había vuelto loca? Hacía pocas horas no quería siquiera pensar en mudarme en aquella casa.
Suspiré y me bajé de la cama. Me senté en el escritorio y abrí todos los cajones, hasta dar con uno que se encontraba considerablemente lleno: había hojas, plumas, lapiceras de colores, lápices, óleos, y todo el material con el que siempre había soñado y jamás había sido capaz de tener.
Mis dedos temblorosos se toparon una nota. La abrí rápidamente y me la llevé delante de la nariz.
"Sé que te gusta dibujar. Disfrútalo"
Dios mío, la Presidenta Min era genial.
Y, como una tonta, rompí a llorar.
Luego de recomponer la compostura, me cambié la ropa de calle por un pantalón gris de chándal y una campera medio deportiva haciendo juego. Me solté la apretada coleta y dejé caer mis ondas desordenadas sobre mis hombros.
Abrí la puerta de mi habitación y di un respingo al notar la presencia de la niña justo frente a mi.
¿Habría estado esperando...?
-Tu eres mi nueva hermana, ¿verdad?-inquirió.
Sus ojos, aunque rasgados, eran enormes y redondos. Su cabello n***o le caía, liso, por la espalda.
Cerré la puerta a mis espaldas y le sonreí.
-Puedes llamarme así si quieres. Mi nombre es Junie-le tendí la mano.
La muchacha la miró un segundo y luego me la estrechó con fuerza, soltando una risita infantil.
-¡Min Yoon Ha!-exclamó-. ¡Siempre quise una hermana!
Me reí y asentí con la cabeza, recordando de repente que aún no me había topado con el hermano mayor de la niña.
Toda una suerte.
-¿Quieres tomar el té con mis muñecas?-inquirió, pero repentinamente una figura apareció detrás de ella y le puso las manos sobre los hombros.
Una muchacha extraña, apenas más grande que yo, la chistó.
Probablemente sería su niñera.
-Deja que la pobre coma algo primero, Yoonie-la niña hizo un mohín y luego asintió con la cabeza. La muchacha me miró y señaló con un dedo el suelo-. Tu madre y las demás están por comer, te sugiero que te apures-tosió-. Soy Sarah, por cierto-inmediatamente centró su atención en la niña y la llevó a jugar, olvidándose de mi existencia por completo.
Me encaminé hacia las escaleras, preguntándome en silencio si le habría molestado que la pequeña pareciera contenta de tenerme allí.
Cuando llegué al piso de abajo, rodeé la planta y entré en la cocina. Dentro, el barullo era general.
Dos hombres se reían de una mujer que había dejado caer un tarro de galletas y les gritaba entre risas que se callaran, otra preparaba fideos en en una olla y al mismo tiempo hacía saltar cebollas y ajos en una sartén; divisé a Betty charlando acaloradamente con otras cuatro muchachas, todas vestidas con aquel traje blanco y n***o que sólo se ve en las empleadas de limpieza de las películas. Entonces mi madre se paró frente a mí, con sus bucles rojizos iguales a los míos recogidos en una redecilla negra. Llevaba un delantal blanco de cocina y una sonrisa petulante.
-Vaya, vaya-murmuré-. Ya eres toda una profesional en ese traje.
Mi madre se rió y me dió una palmada en el hombro.
-Anda, llévale esto-me puso una manzana roja en la mano-. Afuera.
-¿A quién...?
-¡Mónica!-exclamó Betty, haciéndole señas a mi madre-. ¡Te necesito aquí!
-Anda, ve-me ordenó mi madre, y se marchó rápidamente de mi lado.
Fruncí el ceño, confundida, y me fijé en la manzana espectacularmente roja que sostenía con dedos trémulos. ¿Por qué tendría que llevarle a alguien una manzana?
Mientras me dirigía a la puerta de entrada tanteé la idea de que estuviera envenenada y que alguien simplemente quisiera inculparme.
Me calcé las zapatillas y empujé la puerta de vidrio. El frío me golpeó el rostro de al manera que sentí que la nariz se me congelaba al instante.
Rodeé trotando la casa, entre los árboles altos que daban una sombra tenebrosa bajo las copas de sus árboles. Miraba en todas direcciónes, tratando de divisar a la Presidenta cuidando de sus ortencias o algo por el estilo.
Pero, claro, ¿qué tan estúpida hay que ser para darse cuenta de la obviedad de la situación?
Frené en seco cuando divisé la figura del muchacho, que dibujaba círculos en el aire con una rama. Un hueco entre los árboles le permitía al sol bañarlo con su luminosidad, haciendo brillar su cabello de color verde menta. Llevaba una gastada remera de los Rolling Stones, una campera de cuero y una expresión indescifrable en el rostro.
Me acerqué a él lentamente, manzana misteriosa en mano.
Cuando estuve a unos pocos pasos de su espalda, tan cerca que pude distinguir que me llevaba al menos una cabeza de altura, el muchacho se giró hacia mi como si en todo momento hubiera sido consciente de mi presencia. Entrecerró los ojos debido al sol, y se fijó en la manzana que llevaba en la mano.
Se la tendí en silencio y el muchacho volvió a mirarme.
-La has envenenado, ¿verdad?-inquirió, arrebatándomela de la mano.
Me metí las manos en los bolsillos, observando como la frotaba contra la tela de su remera y luego la miraba como si fuera una especie de objeto preciado.
-Si está envenenada, prometo no haber sido yo-me limité a decir.
El muchacho se pasó la mano por el cabello, dejando parte de su frente al descubierto.
Era un idiota, pero ciertamente no podía decir que no fuera bastante guapo... Claro que su personalidad lo hacía terriblemente desagradable, opacando su belleza por completo.
-Así que ahora seremos como familia, eh.
-Yo no diría que...
-Pues bienvenida-me interrumpió, acercándose a mí.
Le dio un brusco mordisco a la manzana justo frente a mi rostro y me bordeó en el último segundo, alejándose a mi espalda.
Apreté los dientes, sintiendo la terrible indirecta: planteaba aplastarme como a una cucaracha. Estaba claro que mi presencia no le hacía broma, después de todo... ¿a quién le gustaría vivir con alguien a quien odias? Claro que, en efecto, no tenía por qué odiarme.
Aún así apreté los puños con furia.