Hoy celebro mi decimoctavo cumpleaños con una alegría que llena mi ser. La mayoría de edad finalmente ha llegado, otorgándome la libertad para seguir mis propios deseos.
A lo largo de los años, mi familia se ha desvanecido en el olvido, con la excepción de las visitas mensuales de Dante, que se han convertido en mi ancla en este mundo solitario.
El internado de señoritas en el que me encuentro ha sido un refugio peculiar. Aunque me han enseñado las normas de la sociedad y cómo comportarme como una dama, mi espíritu rebelde persiste, resistiéndose a ser moldeado por las expectativas.
Mi transformación física es innegable; mi cuerpo ha madurado, adquiriendo una forma que a menudo sorprende a aquellos que solo me conocieron en mi juventud. Siempre he llevado un aura más imponente de lo que mi estatura sugeriría, una característica que persiste en mi nueva apariencia adulta.
Lejos de aquel individuo que desgració mi existencia, encuentro un alivio que me envuelve. No obstante, en medio de esa liberación, una sombra de nostalgia se cierne sobre mí cuando pienso en mi padre. Sé que el cáncer lo consume, y su vida pende de un hilo, pero la idea de regresar a casa me resulta insoportable.
En la intimidad de mi alcoba, mientras el cepillo recorre mi melena teñida de rojo con ondas graciosas, me encuentro maquinando. Mis ojos, de un verde agua que ha resistido las tormentas, resaltan con maestría bajo la magia de la maquillaje, una expresión de mi individualidad que se destaca en este rincón lejano de las penurias pasadas.
— ¿Sabes, Aitana? Si las monjas te ven con ese maquillaje, seguramente se enojarán. Hasta ahora, por gracia del cielo, no te han expulsado.— Se burla Blanca. Mi odiosa y mojigata compañera de alcoba.
— No me importa, Blanca. Pronto me iré de este lugar y quiero aprovechar cada momento. Incluso estoy pensando en coquetear un poco con ese apuesto sacerdote antes de irme.
— ¿En serio? Ese hombre es un misterio. Por cierto, ¿tu padre parece tu abuelo? ¿A qué edad te tuvo, a los cincuenta?— Ríe al mirar mis fotografías
— ¡Ay, Blanca, déjame en paz! No es asunto tuyo. Y deja de husmear en mis fotos, ¿vale?
La exasperación me invade cada vez que escucho esos comentarios absurdos sobre mis padres. No es la primera vez que señalan que parecen mis abuelos, y me niego rotundamente a confesar que soy la descendiente de una de las amantes de mi padre.
Mi vida está entrelazada con los oscuros hilos de una mafia, donde los hombres ostentan el poder de poseer sumisas o esclavas. No obstante, no es mi estilo revelar tantos detalles de mi existencia; prefiero mantener las sombras que envuelven mi realidad resguardadas en el misterio.
— Lancaster, tu hermano ha venido a verte.— Anuncia una de las hermanas al irrumpir en mi alcoba.
— ¿Cuál de los tres? Tengo tres hermanos, sabes.— Bromee intentando disimular mi terror.
— No soy tu mensajera personal, Aitana. Anda, date prisa y no te maquilles como un payaso. Eres una niña, no una cualquiera.
Rodeé los ojos con exasperación mientras caminaba por los sombríos pasillos del internado, sintiendo cómo el terror me invadía. La madre me condujo hacia la oficina de la madre superiora, donde lo vi: Dante, con su cabello oscuro que caía en mechones rebeldes y esos ojos de tonalidad verde. Una sensación de alivio me envolvió al instante al darme cuenta de que era él. Su sonrisa fue un regalo, un bálsamo que calmó la tormenta que se había formado en mi interior.
— Feliz cumpleaños, princesa.— Él me intenta abrazar, pero yo me aparté.
— No soy una niña, Dante, no me llames así.— Le pedí por milésima vez.
— Hace años te comportas hostil conmigo, no entiendo qué te he hecho. Antes teníamos la mejor de las relaciones.
— No me has hecho nada, pero estoy harta de ser tratada como una cría. ¿Qué es lo que quieres?— Pregunté directamente.
— Debemos volver a Chicago, nuestro padre está muy grave y quiere verte por última vez.— Anunció él.
— No me importa, no quiero volver nunca.
— No seas caprichosa, Aitana. Nuestro padre desea dejarte protegida antes de su muerte. Ha concretado tu boda con el hijo de nuestro canciller.
— ¡No, no puedo casarme con nadie! No soy digna del matrimonio.
— No digas eso, Aitana. Te hemos criado con libertad, pero debes casarte. Solo de ese modo podemos protégerte.
— No puedo casarme porque no soy virgen, Dante. Tú sabes lo que hacen sus esposos con las mujeres Impuras. Sé que no me creerás, pero alguien abuso de mí.
Cuando le confesé eso, pude ver cómo sus ojos verdes se oscurecieron por completo. Temía que me ofendería o me insultaría, pero en cambio, se limitó a abrazarme. Estaba a punto de revelarle toda la verdad cuando, en ese preciso momento, entró otra persona: Alesandro. Su mirada me amenazaba y, en ese instante, señaló su arma.
El miedo se apoderó de mí; creía que era capaz de lastimar a Dante o incluso de hacerme daño si decía la verdad. La tensión en la habitación se volvía palpable, y la incertidumbre flotaba en el aire.
— Dime la verdad, Aitana. Quién te ha lastimado de esa forma, ese infeliz debe pagar.— Demanda Alex haciéndose el tonto. Quién lo viera pensaría que es un hermano preocupado.
— Lo mataré con mis propias manos.— Exclama Dante.
— Fue una de mis primeras noches en el internado. Me escapé y uno de los conserjes abusó de mí en el jardín, pero nunca vi su cara.
— Eliminaré a todos los conserjes de ese internado.— Anunció Dante.
— Eso no cambiará nada. Mi futuro esposo me lastimará si descubre que no soy pura.— Afirmé conociendo las tradiciones de mi país.
— Nadie te lastimará, te lo prometo, corazón.— Afirma Dante.
— Con la forma en que están las cosas, creo que Aitana no podrá casarse con nadie. Es una pena.— Comenta Alesandro.
Ahora entiendo que todo ha sido parte de su retorcido plan. Él no quiere que me case, por eso abusó de mí para mantenerme bajo su control.
No sé cómo no me di cuenta antes de su obsesión malsana. A menos que me case, siempre estaré atrapada en la mansión bajo su poder, obligada a soportar sus abusos constantes. No permitiré que me toque de nuevo, y no me importa lo que tenga que hacer para evitarlo. Ya sea que deba enfrentarme a mi propia muerte o poner fin a la suya, estoy decidida a romper estas cadenas de su control.