Me encontraba atrapada en un torbellino de emociones, incapaz de contener las lágrimas que seguían fluyendo sin cesar. A pesar de haberme sumergido en la ducha varias veces, la sensación de suciedad persistía en mi piel y mi alma. La incredulidad se apoderaba de mí al pensar que aquel que compartía mi sangre, mi propio hermano, hubiera sido capaz de infligirme semejante dolor.
Refugiada en mi habitación, evitaba el contacto con el mundo exterior. El aislamiento se volvía mi único refugio, y cada intento por deshacerme de la angustia resultaba en vano. A pesar de mi dolor, la preocupación generalizada por la enfermedad de mi padre eclipsaba mi sufrimiento personal, dejándome en la penumbra de la soledad, sin que nadie notara el peso de mi carga emocional.
Con reticencia, descendí las escaleras, vencida por la insistencia de mi padre que demandaba mi presencia. Al llegar a la sala, me encontré con la mirada penetrante de Dante, cuyos ojos reflejaban una mezcla de preocupación y el deseo de consolarme. Sin embargo, cuando intentó abrazarme, mis instintos de autopreservación se activaron, y me aparté de él como si su contacto pudiera exacerbarme aún más.
— Dante, por favor, no quiero que me toques ahora.— Supliqué.
—Lo entiendo, Aitana. Sé que estás afectada por el asunto de papá, pero solo quiero despedirme de mi princesa. Tengo asuntos que atender.
— No, Dante, solo vete. No quiero verte ni ahora ni nunca más.
— Aitana, comprendo que estés pasando por un momento difícil, pero necesito despedirme adecuadamente. Te amo mucho y te aseguro que papá estará bien— Se despide antes de irse.
Aunque soy consciente de que Dante no es responsable de lo que sucedió, la desconfianza se apodera de mí, y en este instante, la idea de que cualquier hombre me toque, incluso él, es insoportable. La herida causada por Alesandro sigue fresca, y el miedo me envuelve, temiendo que Dante pueda intentar algo similar a lo que experimenté con Alesandro.
Cada contacto parece una amenaza, y la sombra del pasado nubla mi capacidad de confiar, incluso en aquellos que no tienen culpa alguna.
Me aproximé a mi padre, un anciano de cabello blanco como la nieve y ojos tono celeste que destilaban amor al mirarme. Con un gesto sincero, lo saludé con un abrazo que buscaba estrechar esos lazos familiares que, a primera vista, podrían parecer tan evidentes.
Contrastando con la apariencia familiar, mi cabello pelirrojo y mis ojos verdes claros se destacaban, creando un marcado contraste que me apartaba de la típica imagen de los Lancaster quienes son pelinegros. Este detalle físico singular, al que no le encuentro rastro en los rasgos de mi familia, ha dado lugar a murmullos y rumores que sugieren que tal vez no pertenezco verdaderamente a esta estirpe.
— Aitana, por favor, no llores. Puedo soportar esta terrible enfermedad, pero no puedo soportar verte sufrir, mi princesa.
— No quiero que te mueras, papá.— Intente limpiar mis lágrimas.
— Soy un Lancaster, llevamos la fuerza en la sangre, igual que tú. No subestimes la fortaleza que corre por nuestras venas.
— No seas ridícula, Aitana. No hay lugar para las lágrimas. Tenemos que enfrentar esto con determinación y unidad.— Pronuncia la señora Olivia.
La madre de Dante falleció, y Olivia, a pesar de ser considerablemente más joven, contrajo matrimonio con mi padre.
Una señora rodeada de elegancia etérea y belleza atemporal, pero desde siempre he sentido su mirada despectiva por ser una hija bastarda. Su presencia imponente se mezcla con la sombra del desprecio.
Mi madre biológica es solo un eco en las historias familiares: una amante de mi padre que murió cuando yo nací. A raíz de su fallecimiento, mi padre asumió la responsabilidad y me trajo a su familia. En el mundo implacable de la mafia de Chicago, ser reconocida como hija bastarda es una suerte que no todos comparten, y mucho menos en una organización tan arraigada en la tradición.
— No me gusta que le levantes la voz a Aitana.— Espeta papá m
—La has malcriado. No has sido tan estricto como deberías con ella. No posee la misma educación que mis hijos.— Se queja.
—No acepto objeciones. Aitana es mi única hija, mi favorita. Es la princesa de la mafia de Chicago, y aunque yo no esté en este mundo, siempre será importante. Ella lleva mi apellido y mi sangre, Olivia, no como tú quién únicamente eres mi esposa.
— Gracias papá por darme mi lugar.— Pronuncié.
Después de desayunar juntos, una de las empleadas lo guió hacia su habitación. Mientras me dirigía a mi cuarto, al subir las escaleras, me encontré sorpresivamente con él. En un instante, me acorraló contra la pared, impidiendo cualquier resistencia antes de que pudiera besarme. Instintivamente, esquivé sus labios, pero sus besos encontraron refugio en mi cuello.
— Por favor, no vuelvas a tocarme. No quiero esto.— Le Supliqué.
— Lo haré las veces que quiera, Aitana. Eres mía.
— ¡Eres un cerdo!
— Solo te enseñé cómo complacer a un hombre. Deberías agradecerme, hermanita.
Sin poder contenerme, descargué una bofetada con todas mis fuerzas sobre su rostro. La ira me impulsó a agarrar un jarrón cercano y golpearle la cabeza con determinación. Fue en ese preciso instante que me percaté de la presencia de la señora Olivia, quien llegó al lugar y me observó con furia desbordante, al ver que había lastimado a su hijo favorito.
—¿Cómo te atreviste a lastimar a Alessandro?
— Lo hice para defenderme, para que no volviera a violarme.— Solté
— Eres una mentirosa. Si algo pasó, seguramente tú lo provocaste, como provocas a todos los hombres. Esos abrazos que le das a Dante o tu ropa corta demuestran que eres una cualquiera.— Me acusa — Eres como tu madre una zorra Aitana.
— Alex, dímelo, ¿no caíste ante los coqueteos de Aitana?— Le suplica su madre.
— No, mamá, ella me provocó como siempre lo hace.— Se defiende él — Me pidió que la desvirgue y le enseñé lo que es un hombre.
— Tengo golpes en el cuerpo, Olivia.— Abrí mi blusa y le enseñe mis hombros repletos de marcas. Además soy una niña tengo catorce años y él veintiséis.
— ¡No eres una niña sino una zorra!— Exclama —Cállate. No digas nada. Si se lo dices a tu padre, lo terminarás de matar. Y si le cuentas a tu hermano Dante, él no te creerá. Además, solo arruinarás tu reputación, todos saben que eres una bastarda y no desean casarse contigo. Si descubren que ya no eres pura ningún hombre querrá convertirte en su esposa.
No había reflexionado sobre ello, pero era una verdad incómoda. En la implacable mafia de Chicago, al igual que en Rusia, las tradiciones pesaban, y la castidad de las esposas se medía incluso con sábanas manchadas de sangre la noche de bodas.
Después de lo que sufrí, la posibilidad de encontrar alguien dispuesto a casarse conmigo parecía cada vez más remota. Alessandro persistió en acosarme durante dos días, hasta que Olivia intervino. Manipuló a mi padre, asegurándole que mi salud mental corría peligro al presenciar su enfermedad, logrando así que me enviaran a un internado en Europa. Aunque acepté para escapar de las garras de mi hermano, esa decisión marcó el comienzo de una nueva etapa lejos de las oscuras sombras de la mafia.
Yo había sido exiliada mientras él disfrutaba de su vida con tranquilidad.