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Propiedad exclusiva del MAGNATE

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Descripción

Maximillian Sterling es el rey de la ciudad, un milmillonario ruso tan frío y peligroso como su imperio. Cuando Maya Reyes, una arquitecta brillante pero con el corazón roto, entra a trabajar en su oficina, solo quiere estabilidad. Pero en la fiesta de fin de año, un malentendido cargado de deseo prohíbe las reglas, forzándolos a un encuentro clandestino, crudo y explosivo.

Ahora, Maximillian no puede soportar tenerla lejos. Es autoritario, celoso y brutalmente posesivo, y exige más. Maya intenta resistirse a la trampa de este amor tóxico, pero la química es una condena.

Cuando un secreto oscuro del pasado de Maximillian sale a la luz —y su ex-prometida regresa dispuesta a destruirlos—, Maya descubre que su jefe no solo la está amando de forma obsesiva, sino que también la está usando.

¿Podrá un amor que nació de la lujuria y el engaño sobrevivir al drama que amenaza con consumirlos?

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Capítulo 1: El Despacho del Magnate
Capítulo 1: El Despacho del Magnate Las luces estroboscópicas de la fiesta de fin de año de Sterling Holdings se sentían como dagas en el cráneo de Maya Reyes. Cada risa, cada brindis con champán, era una burla cruel a la noticia que había recibido esa tarde: la apelación final de su familia había sido rechazada. No solo sus sueños de arquitecta estaban muertos; su futuro estaba en bancarrota. —Solo un poco más —murmuró, apurando la tercera copa de líquido burbujeante. Necesitaba aire y, sobre todo, silencio. Escabullirse por los pasillos de las oficinas ejecutivas era un pecado, pero Maya no podía quedarse en el bullicio. La atrajo el último lugar prohibido: el despacho privado de Maximillian Sterling. El piso ático. El santuario del ‘Magnate’. Abrió la puerta de titanio. Dentro, la oscuridad solo era interrumpida por el resplandor helado de la luna sobre Manhattan. Se acercó a la gigantesca ventana, donde la ciudad se extendía a sus pies como un tablero de juego controlado por un solo hombre. El aire era pesado, a colonia de sándalo y poder absoluto. Maya se dejó caer en el sillón de cuero frente al monumental escritorio de caoba. Intentó secarse las lágrimas, pero el esfuerzo fue inútil. El alcohol y el dolor se unieron en un sollozo ahogado. Se sentía patética, una intrusa en un mundo que nunca le pertenecería. La vista de la luna sobre la jungla de acero era un recordatorio de la distancia insalvable entre ella, la becaria endeudada, y el hombre que poseía esa vista. —Maya Reyes. ¿Qué demonios crees que estás haciendo? El sonido de su voz helada cortó la oscuridad como un látigo. Maximillian Sterling no caminaba, se materializaba. Alto, impecablemente vestido con un traje de tres piezas tan n***o como su alma y con un rostro duro que no reflejaba la más mínima compasión. Su cabello oscuro caía ligeramente sobre sus ojos grises, dándole un aire depredador. Maya se incorporó, sintiendo el pánico mezclado con una punzada extraña, casi eléctrica. —Señor Sterling… yo… la fiesta estaba muy llena. Necesitaba… —La excusa sonó hueca y patética, especialmente bajo su mirada inquisitiva. Él avanzó lentamente, sus ojos grises como un invierno ruso. Se detuvo a unos centímetros, obligándola a levantar la barbilla. El aire entre ellos vibraba con una amenaza silenciosa. —Estás en mi despacho privado, borracha y sin permiso. Esto es una falta de respeto profesional grave. Considera que estás despedida. Ahora, sal. Ella no sabía si era el alcohol, el dolor acumulado o el miedo a perder la única estabilidad que le quedaba, pero algo se rompió dentro de ella. Estaba harta de ser la víctima. —¿Despedida? ¡Genial! ¿Sabe qué, señor Sterling? ¡Usted es un alma fría y patética que no tiene idea de lo que es perderlo todo! —gritó, las palabras quemándole la garganta. La voz le tembló, pero el desafío se mantuvo—. Está tan acostumbrado a ganar que ni siquiera puede sentir. La furia que emanó de él fue casi tangible. La mandíbula de Maximillian se apretó, dibujando líneas afiladas. El traje perfecto que llevaba puesto parecía contener una energía violenta a punto de estallar. —¿Perderlo todo? No me hables de pérdidas, devushka. —Su aliento olía a whisky caro y peligro—. Solo eres otra empleada que se cree con derecho. Apuesto a que todo este teatro es solo para que yo te mire. Otra cazafortunas más. El insulto fue la gota que colmó el vaso. Ella alzó la mano para golpearlo, buscando borrar esa sonrisa condescendiente de su rostro perfecto. Él la detuvo sin esfuerzo. Sujetó ambas muñecas con una sola mano fuerte y la estampó contra el borde del escritorio. El impacto le sacó el aliento. —¿Quieres mi atención, Maya? —Su voz se había convertido en un rugido bajo y gutural, pero ahora no sonaba a rabia. Sonaba a lujuria reprimida, a control desmoronándose—. Entonces la vas a tener. Antes de que pudiera procesar la amenaza, la boca de Maximillian se estrelló contra la suya. No fue un beso; fue un asalto, una toma de posesión brutal que hizo añicos todas las reglas no escritas de su trabajo. Su aliento caliente y su sabor a licor se mezclaron con su propia desesperación. Él no le pedía permiso, lo exigía. Maya se encontró respondiendo con una urgencia que no reconocía. El dolor del brazo pinzado, la humillación, todo se disolvió en un calor ardiente que se concentró justo debajo de su vientre. Sus manos se aferraron al cuello de su camisa, rasgando el botón superior. Quería crear un daño, una imperfección en ese hombre tan intocable. Él liberó sus muñecas solo para hundir una mano en su cabello y forzar su cabeza hacia atrás, intensificando el ángulo del beso mientras la otra mano se deslizó por su cadera, subiendo sin piedad bajo la tela de su vestido. La tela barata que llevaba para la fiesta no opuso resistencia a su voluntad. Crac. El sonido del cierre de su vestido al ceder ante la fuerza de Maximillian fue fuerte en el silencio del despacho. El aire fresco le golpeó la espalda expuesta, pero el calor que irradiaba su cuerpo, pegado al suyo, era un infierno adictivo. Con un movimiento rápido y dominante, Maximillian la levantó, depositándola sobre la superficie fría y pulida del escritorio. Ella estaba bajo él, con las piernas colgando, su vestido arrugado alrededor de su cintura. Sus ojos grises brillaron como ascuas. La miró, la furia y el deseo convertidos en un torrente oscuro. —Voy a tomar todo lo que ofreces, Maya —susurró, su voz ronca de pura posesión, mientras desabrochaba su cinturón—. Y mañana olvidarás que esta noche siquiera existió. No esperó su respuesta. Sus labios bajaron a su garganta, dejando un rastro de fuego hasta el escote de su vestido rasgado. La piel de gallina se extendió por su cuerpo. Él no la estaba cortejando; la estaba reclamando. Con un gruñido bajo, Maximillian la sujetó con una mano firme en su muslo y con la otra se deshizo del nudo de su corbata. Era rápido, eficiente, como todo lo que hacía en su imperio. —Mírame —ordenó, levantándole la barbilla con un dedo. Sus ojos eran una promesa oscura, sin piedad—. Dime que quieres que pare. El desafío era una trampa. Si decía que parara, la despediría y se iría con la humillación. Pero la verdad era que la borrachera de dolor había despertado algo en ella, algo que gritaba por ser controlado, por ser consumido por este hombre que representaba todo lo que no debía querer. —No… no pares —jadeó, la palabra una traición a su propia lógica. Maximillian sonrió, una curva cruel y victoriosa que le heló la sangre y, al mismo tiempo, la prendió fuego. —Buena chica. El beso que siguió fue más profundo, más íntimo. Él la obligó a abrir la boca para él, reclamando su aliento. Ella sentía el frío del mármol bajo sus nalgas y la dureza caliente de su cuerpo presionando la longitud del suyo. Su mano volvió a deslizarse, esta vez bajo la delicada tela de su lencería. Sus dedos eran largos y expertos, y el toque fue tan directo y sin rodeos que le hizo arquear la espalda. Un gemido escapó de Maya, ahogado por la boca de él. Él saboreó ese sonido, su triunfo. Se movió, y el pantalón de su traje cayó al suelo, seguido de su ropa interior. El cuerpo de Maximillian era una escultura de músculos tensos y poder. La miró sin vergüenza, su erección una evidencia innegable de su deseo. —Quita el resto —ordenó con voz ronca, refiriéndose a su ropa interior. Era una orden, no una súplica. Maya, con las manos temblorosas, siguió sus órdenes, liberando la última barrera entre ellos. La humillación se mezcló con la emoción cruda de estar completamente expuesta y a merced del hombre más poderoso que conocía. Maximus se inclinó y la besó en el interior del muslo, su lengua caliente enviando una descarga eléctrica por todo su cuerpo. Luego se elevó, clavando sus ojos grises en los de ella. El alcohol se había ido; solo quedaba la claridad brutal del deseo. —Vas a ser mía en esta mesa, Maya. Y vas a rogar por más. La penetración fue sin aviso, rápida y profunda, impulsada por la rabia y el control. Maya soltó un grito ahogado. No había dulzura, solo una necesidad violenta. Ella se aferró a sus hombros, las uñas clavándose en la tela de su camisa. El movimiento era rítmico, implacable, chocando sus caderas contra el borde del escritorio. Cada embestida era una declaración de propiedad. La cabeza de Maya golpeó suavemente contra la ventana, la vista de la ciudad borrosa por la intensidad. Se sintió como si estuviera cayendo desde el ático, pero no le importaba. El dolor de su pérdida, el pánico de su bancarrota, el miedo a su jefe: todo se canalizó en este encuentro explosivo. —Di mi nombre —siseó él en su oído, su aliento caliente. —M-Maximillian… —Su voz era irreconocible, un hilo roto. La posesividad de ese sonido lo impulsó a un frenesí. Sus dedos se cerraron alrededor de sus caderas, levantándola y bajándola con una fuerza inhumana. El placer se intensificó hasta un punto de no retorno. Ella sentía el nudo en el estómago, el clímax acercándose como una ola destructiva. Con un grito que Maximillian finalmente permitió, Maya se rindió al torrente, sus músculos apretándose alrededor de él. Él la siguió de inmediato, soltando un rugido contenido, sus músculos del cuello tensos mientras se hundía por última vez. El tiempo se detuvo. Permaneció dentro de ella, pesado, caliente, con la frente apoyada en su hombro. El único sonido era su respiración entrecortada y los latidos acelerados de dos corazones. Luego, tan rápido como había empezado, todo terminó. Maximillian se retiró de golpe. El silencio que siguió fue más ensordecedor que el acto. El frío del aire acondicionado y el mármol volvió a golpear la piel desnuda de Maya. Se sentó en el escritorio, desordenada, temblorosa, con el vestido rasgado y los ojos fijos en él. Maximillian se abrochó el pantalón y se ajustó la camisa como si solo hubiera estado revisando papeles. Su rostro estaba impasible, su máscara de hierro de vuelta en su sitio. —Límpiate —dijo, su voz volviendo a ser el tono helado y autoritario del magnate. Señaló un pañuelo de seda sobre la mesa auxiliar—. Y sal de mi oficina por la escalera de servicio. Nadie sabrá que estuviste aquí. Él se dirigió a su sillón de cuero, encendió un cigarrillo y miró hacia la ciudad. Había una distancia de siglos entre ellos. Maya sintió las lágrimas regresar, pero ya no eran de dolor por la estafa, sino de humillación y el horror de su propia traición. Lo había hecho. Había sucumbido a él en ese lugar. Se puso el vestido roto como pudo, el frío en el vientre era más fuerte que el calor en su piel. —Y en cuanto a tu trabajo… —añadió Maximillian, sin siquiera girar la cabeza, la columna de humo flotando—. Te veo a las ocho en punto mañana. Te daré un contrato. No solo para que guardes silencio sobre esta noche, sino para que cumplas con todas mis peticiones. Tu bancarrota está solucionada, Maya. Ahora me perteneces a mí. Ella sintió que el mundo se le venía encima de nuevo. Se había vendido por necesidad y por un orgasmo. El Magnate no solo había tomado su cuerpo; ahora quería su alma. Se tambaleó hacia la puerta de servicio, sin mirar atrás, sabiendo que acababa de firmar un pacto con el diablo.

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