Capítulo 2: La Firma del Diablo

1310 Palabras
Capítulo 2: La Firma del Diablo  La luz de la mañana me golpeaba los ojos, tan brutal y despiadada como la resaca de la humillación. A las ocho en punto, tal como Maximillian me había ordenado, entré en el piso ejecutivo de Sterling Holdings. Mi cuerpo era un mapa de dolor. Mi cuello me dolía por la forma en que me había forzado contra el cristal. Mis muñecas, donde sus dedos se habían hundido, ardían. Pero el peor dolor era el punzante vacío en mi pecho, la certeza de que había traicionado mi propia dignidad por un puñado de copas baratas y un arrebato de rabia. "Tu bancarrota está solucionada, Maya. Ahora me perteneces a mí." Su voz, helada y sin emociones al final de la noche, se reproducía en bucle en mi cabeza. ¿Realmente iba a ir? ¿Iba a vender mi alma por el maldito dinero que él creía que yo codiciaba? Mi puesto de becaria en la División de Desarrollo y Diseño (el único resquicio de mis sueños de arquitecta) era lo único que me acercaba a la estabilidad, y él lo sabía. Llegué al despacho de Maximillian, no el privado, sino su oficina principal, donde su asistente habitual ya estaba trabajando. Ella me saludó con una sonrisa profesional y vacía. Nadie en ese piso sabía dónde había estado yo hace solo unas horas. O al menos, eso creía. —Pase, señorita Reyes. El señor Sterling la espera. Y, por cierto, el señor Sterling ha solicitado que ya no atienda llamadas telefónicas. Su nueva función es exclusiva. Tragué saliva. Él ya había empezado. El despacho era inmenso, minimalista, hecho de cristal y acero. Maximillian estaba de pie junto a la ventana, exactamente donde la noche anterior habíamos… Él vestía un traje gris que gritaba miles de dólares, su cabello pulcramente peinado. Parecía inalterable, como un dios griego tallado en hielo. Ni un solo indicio de la bestia que me había poseído sobre su escritorio horas atrás. —Llegas tarde, Maya —dijo, sin girarse. Su voz era plana, sin el menor rastro de la brutalidad de la noche. —Llegué a las ocho, señor Sterling —respondí, mi propia voz sonando quebradiza. Él finalmente se giró. Sus ojos grises, de ese tono gélido que me quitaba el aliento, se fijaron en los míos. No buscaban deseo; buscaban sumisión. —Mi tiempo es oro, y cinco minutos en mi presencia son un retraso. Acostúmbrate. Caminó hacia el centro de la sala y señaló el escritorio, que ahora estaba perfectamente limpio. Había un contrato de unas diez páginas sobre la caoba oscura y una pluma Montblanc dorada. —Siéntate. Me senté en la silla dura, con el corazón latiéndome contra las costillas como un pájaro enjaulado. Él se sentó frente a mí, sin una mesa de por medio, obligándome a enfrentar su poder. —El contrato es simple. Yo pago las deudas de tu familia, elimino la orden de embargo sobre la casa de tu madre y te garantizo una posición de alto nivel en la empresa con un salario que no podrías soñar en diez años. Mis ojos se llenaron de lágrimas al escuchar la mención de mi madre. La casa. La había perdido todo por esa estafa. —¿Y a cambio? —pregunté, sintiendo un escalofrío. Él se recostó en su silla, cruzando los brazos poderosos sobre el pecho. La tela de su traje se tensó. —A cambio, obtengo control total sobre ti. Punto uno: Confidencialidad absoluta sobre lo que ocurrió anoche y lo que ocurrirá en el futuro. Si abres la boca, te destruyo por completo. Punto dos: Cumplirás con todas mis peticiones. Ya no eres una becaria. Eres mi asistente personal, mi compañera de viaje y mi… acompañante personal. Mi tiempo es sagrado, y si te pido que vengas a mi apartamento a las tres de la mañana, vendrás. Mi respiración se aceleró. Esto no era un acuerdo profesional. Era una cadena. —¿"Acompañante personal"? —Me atreví a desafiarlo, buscando un resquicio de moralidad. —Sé franca, Maya. Soy un hombre ocupado. Tengo necesidades, y tú las satisfaces de una forma que nadie más puede. Eres adicta a mi control. Lo demostraste anoche cuando te rendiste sobre esa mesa. —Señaló el escritorio sin pestañear. Sentí el calor subir a mis mejillas. La humillación era insoportable, pero la verdad era una bala fría: Tenía razón. Una parte oscura de mí había disfrutado de esa posesión brutal. —¿Y si me niego? —Mi voz temblaba. Maximillian se inclinó sobre la mesa, sus ojos ahora brillando con una luz peligrosa. —Si te niegas, mi oferta desaparece. Mañana mismo, la casa de tu madre estará embargada, y tú serás la becaria desempleada y arruinada que vino a llorar borracha a mi despacho. Además, nadie te creerá si intentas hablar de lo que pasó. Eres una cazafortunas, ¿recuerdas? Me quedé sin aliento. Él no solo jugaba; él controlaba el tablero. Había estudiado mi situación financiera, mi pasado, y había encontrado el único punto débil que me haría ceder: mi familia. Agarré la pluma dorada. Estaba fría, pesada, como el peso de mi elección. La leí línea por línea. El lenguaje legal era tan despiadado como Maximillian. Cláusula 5.3: "El Empleado renuncia a toda relación física o emocional con terceros durante la vigencia de este acuerdo y acepta la exclusividad impuesta por el Empleador, bajo pena de terminación inmediata de contrato y restitución total de todos los beneficios otorgados." Exclusividad. No podía ver a nadie más, ni siquiera a Daniel, el colega que me había invitado a salir la semana pasada. Ahora no solo era su empleada, sino su propiedad s****l. Cerré los ojos, un sollozo seco atascado en mi garganta. Mi madre. Su alivio. Su seguridad. Eso valía el precio de mi cuerpo y mi alma por un tiempo. Abrí los ojos y garabateé mi nombre en la última página. La tinta negra se secó al instante, sellando mi pacto. Maximillian tomó la copia. Una sonrisa lenta y arrogante se extendió por sus labios. Era la sonrisa de un depredador que acababa de cazar a su presa. —Inteligente decisión, Moya radost (Mi alegría) —dijo en un ruso suave que me erizó el vello de la nuca. Nunca me había llamado así. Era un apodo de dueño. Se levantó de repente, la calma desaparecida. Era hora de ejercer su nuevo derecho. —Tu primer deber comienza ahora. Tu apartamento en Brooklyn es inaceptable para mi asistente personal. Te mudarás esta noche. Mi chofer te esperará a las cinco en punto. —¿Mudarme? ¿A dónde? —A mi Pent-house. —Su voz era final, sin lugar a discusión—. Necesito que estés disponible. Y no me malinterpretes, Maya. No es por conveniencia de la empresa. Es porque a partir de ahora, te quiero a mi lado. Dormirás en la habitación de huéspedes, por supuesto. Pero si te llamo a la una de la mañana, espero que vengas desnuda a mi cama. ¿Entendido? Me levanté, sintiéndome pequeña bajo su estatura imponente. La pluma ya no estaba en mi mano; la cadena sí. —Entendido, señor Sterling. —Bien. Ahora, ve a Recursos Humanos. Tu nuevo rol requiere un vestuario adecuado. Pide lo que quieras. Y quiero verte con ese maldito contrato metido en la cabeza hasta que te des cuenta de que ya no hay vuelta atrás. Salí de su oficina con el corazón pesado, sintiendo que no era yo quien caminaba, sino un peón. Maximillian Sterling había comprado mi libertad financiera a cambio de mi alma. Y ahora iba a cobrar con intereses. Al cruzar la puerta de cristal, me detuve al recordar su frase en ruso, Moya radost. ¿Mi alegría? No. Yo era su adicción. Y él era mi destrucción.
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