Capítulo 3: La Jaula de Oro
Salí de la oficina de Maximillian con una tarjeta negra de empresa en la mano, con saldo ilimitado y un escalofrío en la espalda. Recursos Humanos había sido un borrón: una mujer de sonrisa tensa me había explicado mi “nuevo rol exclusivo” y me había entregado la tarjeta para mi “vestuario y necesidades de reubicación”.
Me sentí como una cortesana. Una becaria que, de la noche a la mañana, se convirtió en una pieza de colección.
Pasé la tarde en una vorágine de tiendas de diseñador en la Quinta Avenida. Nunca había comprado nada más caro que unos jeans en oferta. Ahora, las vendedoras me traían sedas, lencería de encaje y tacones de diez centímetros, asumiendo que mi nuevo estatus venía con el derecho a gastar miles. Cada etiqueta de precio era una puñalada. Era el dinero de mi madre, el dinero de mi seguridad, el precio de mi alma.
A las cinco en punto, el chofer de Maximillian, un hombre silencioso con un uniforme impecable, me llevó a mi pequeño y destartalado apartamento en Brooklyn.
Media hora. Eso me dio para empacar mis sueños rotos. Mis libros de arquitectura, mis bocetos, la foto vieja de mis padres. Todo lo que constituía a la antigua Maya. Intenté meter los objetos más queridos en una maleta de lona barata, que contrastaba grotescamente con la bolsa de compras de seda que traía en la otra mano.
Cuando salí a la calle, el contraste me golpeó: el viejo edificio de ladrillo, el olor a humedad y comida india, y el reluciente Rolls-Royce n***o de Maximillian esperando en la acera.
—¿Es todo lo que tiene, señorita Reyes? —preguntó el chofer, con un tono de leve desdén al ver mi maleta de lona.
—Sí. Es todo lo que necesito —respondí, con la barbilla en alto. No iba a permitirle que viera el temblor en mis manos.
El viaje hasta el ático fue un ascenso, tanto físico como moral. Cuanto más subíamos por los pisos de Manhattan, más me hundía yo en la certeza de mi destino. Me sentía como la heroína de una película noir, atrapada en una trama que yo misma había ayudado a escribir.
Cuando las puertas del ascensor privado se abrieron, el impacto fue físico. El Ático.
No era solo lujo, era poder codificado en decoración. El mármol blanco del suelo brillaba como hielo bajo la luz tenue, y la pared entera del salón era de cristal blindado, ofreciendo una vista panorámica de la ciudad que ahora estaba bajo nuestro dominio. Era vasto, frío y silencioso.
—Bienvenida, devushka.
Me giré bruscamente. Maximillian estaba de pie junto a la barra de la cocina, vestía pantalones deportivos oscuros y una camiseta ajustada, revelando la musculatura densa y peligrosa que había sentido horas antes. Verlo tan casual, en lo que era su santuario, me hizo darme cuenta de cuán intrusa era yo en este espacio.
—Señor Sterling —dije, usando el apellido como mi armadura.
—Quita esa formalidad. Estamos en mi casa, Maya. Y en mi casa, tú me llamas Max.
Me congelé. Max. El nombre era demasiado íntimo, demasiado posesivo.
—Entendido, Max —corregí, sintiendo un nudo en la garganta.
—Mucho mejor. —Se acercó, su paso silencioso sobre el mármol. Mi corazón latió con tanta fuerza que pensé que podría escucharlo—. El chofer te mostrará tu habitación. Está en el ala este, lejos de la mía. Pero no te engañes, la distancia física es solo una cortesía. Si te llamo, no importa la hora, la verja entre las alas desaparecerá.
Se detuvo justo delante de mí. El olor a sándalo era más potente ahora. Extendió la mano, no para tocarme, sino para tomar la maleta de lona de mi mano.
—Esto… —Dijo con un tono de desprecio que me hirió más que cualquier golpe—, es inaceptable. Lo donaremos. Olvídate de la mujer que eras. Ella está muerta.
Intenté tirar de la maleta.
—¡No! Están mis… mis bocetos de diseño. Mis únicos recuerdos.
Max no cedió. Su fuerza era pasiva, pero irrompible. Me soltó la maleta.
—Los recuerdos te hacen débil, Maya. Y yo necesito a alguien fuerte, no a una becaria que llora por su pasado. —Tomó la bolsa de seda que contenía la lencería cara—. Usa esto. Lo quiero en ti cuando te vea en la mañana, o cuando vengas a mi habitación.
Me quedé sin palabras ante la desfachatez de su orden. Él no me estaba dando tiempo para asimilarlo.
—La habitación de huéspedes es tu celda temporal. Tiene todo lo que necesitas, excepto privacidad. Las reglas son simples. Uno: no salgas del ático sin mi permiso explícito. Dos: no toques mi teléfono o mi ordenador, jamás. Tres: No hables con el personal de servicio, excepto para darles una orden directa. Solo yo te hablo.
La sensación de encierro era asfixiante. Miré hacia el infinito de la ciudad, ahora una prisión de cristal.
—¿Y qué pasa si desobedezco la primera regla? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
—Entonces sabrás lo que significa la Cláusula 5.3 del contrato. No solo te devolveré a tu ruina, sino que me aseguraré de que tu nombre quede tan manchado que ni siquiera podrás conseguir trabajo como limpiadora en un McDonald’s.
Y luego hizo lo inesperado. Su mano subió lentamente y rozó la mejilla donde anoche había caído una lágrima. El tacto fue increíblemente suave, casi tierno, contrastando con la crueldad de sus palabras.
—Pero no lo harás, ¿verdad, Moya radost? Porque a pesar de lo que grites, te gusta el poder. Te gusta que yo te diga qué hacer. Y te gusta la forma en que te hago olvidar todo lo demás cuando estoy dentro de ti.
Mi cuerpo reaccionó a su voz, a su cercanía, con un estremecimiento traicionero. La humillación y el deseo eran una mezcla explosiva.
—No me hagas esa pregunta —dije con rabia contenida.
Él sonrió, esa sonrisa arrogante.
—Te haré todas las preguntas que quiera. Y todas las noches, te preguntaré si quieres venir a mi cama. Y cada noche, esperarás mi llamada. Vete a tu habitación. Cena y descansa. Te llamaré cuando te necesite.
Me di la vuelta y seguí al chofer hacia el ala este, sintiendo los ojos grises de Maximillian en mi espalda. Él no solo me había encarcelado en su ático; me había encarcelado en la anticipación.
Me metí en la gigantesca y fría cama de la habitación de huéspedes, mirando al techo. En la mesita de noche, brillaba un pequeño teléfono de plata. Sabía lo que era: una línea directa, sin números, que solo sonaría para una persona.
Tic-tac. El tiempo avanzaba. ¿Cuánto tardaría en llamarme? Y cuando lo hiciera, ¿qué haría yo?
Mi última visión antes de cerrar los ojos fue el recordatorio en mi mente: la casa de mi madre estaba a salvo. Pero yo estaba perdida en el ático de un millonario posesivo.