| Rosa venenosa |

1598 Palabras
Trago con dificultad, apartando la mirada. La observo sonreírle a ese imbécil, y mi cuerpo se tensa, los músculos de mi mandíbula tiemblan. No sé si es rabia o algo peor, pero me carcome. ¿Qué la hace reír? ¿Acaso él es comediante? Suelto un bufido, enfurecido. ―Es raro que ella en dos ocasiones te encontrara ―dice Sertan, sacándome de mi trance. Mi entrecejo se aprieta más. ―¿Qué? ―La vez que León te acuchilló, cuando papá te obligó a pelar con él por castigo, habías cazado al lobo sin escuchar las indicaciones. Deambulaste hacia una de tus escondites en el rancho, y ella fue quien te encontró primero. Ni yo sé cuáles son esos jodidos escondites. El recuerdo llega sin permiso, golpeándome con fuerza… «No supe cuánto tiempo pasó antes de llegar a uno de mis escondites dentro del rancho Montemayor, el único amor de Gabriel Emperador. Me dejé caer en el suelo helado, presioné la herida con la mano y sentí la sangre caliente filtrarse entre mis dedos. Tal vez me desangraría y moriría allí. Tal vez ese sería el final que todos deseaban: papá, el maldito legado Emperador. Cerré los ojos con esa idea y, por un segundo, la soledad me pareció un alivio. Nadie podría encontrarme; ningún sirviente conocía aquel lugar. Una sonrisa amarga se posó en mis labios, una burla al destino que me había condenado a nacer en esa familia. Pero entonces, un ruido rompió el silencio. Abrí los ojos de golpe y giré el rostro. El corazón me latía con fuerza. Y allí estaba ella. Entró como si nada, empujando la vieja puerta de madera que crujió con el frío. Rosalinda Santana. Su presencia siempre me irritaba. Sus ojos avellanados, a veces amarillentos con la luz, me observaban con una mezcla de ternura y osadía. Tenía la piel tostada por el sol, el cabello largo, castaño, con ese brillo rebelde que me daba ganas de apartar la vista. La bastarda. La hija adoptiva de mi padre. La cría que todos fingían aceptar. ―¿Qué… haces aquí? ―jadeé, sin ocultar la molestia en mi voz. ―Todos te están buscando, papá envió a buscarte. Solté una carcajada sin fuerza. ―Qué ridículo. Ella bajó la mirada un instante. ―Estábamos preocupados. Sertan dijo que, si te encontrábamos, te diera esto ―dijo, dejando a mi lado una bolsa con bocadillos, una botella de agua y un pequeño botiquín. Fruncí el ceño, sorprendido por un instante. No debía hacerlo, pero lo hice. ―¿Cómo me conseguiste? ―pregunté, desconcertado, con la voz más ronca de lo habitual. Ella se encogió de hombros con una inocencia que me irritó aún más. ―¿Por qué estás compadeciéndote de mí? ―gruñí―. ¡Largo! ―grité con fuerza, y el eco rebotó en las paredes. Ella dio un salto, asustada, y se dio la vuelta de inmediato, huyendo despavorida. Cuando su silueta desapareció, el silencio regresó, espeso, incómodo. Resoplé, aún jadeante, sin entender cómo podía insistir tanto en ser buena en un lugar donde la bondad era prohibida en este lugar. No sabía si era ingenuidad o estupidez, pero aquella cría creía que podía ser parte de este entorno podrido. Ella jamás sería mi hermana, por más que intentara con todas sus fuerzas serlo. Jamás. Bajé la mirada y observé las cosas que había dejado. Mis pulsaciones se aceleraron sin entender el motivo; tal vez era la adrenalina, o tal vez el simple hecho de que ella se hubiera molestado en buscarme. Tomé la botella de agua, la destapé con torpeza y bebí con desesperación; el líquido frío me limpió la garganta como una bofetada. Luego abrí el botiquín y limpié la herida con un temblor que no quise admitir. ―Qué rosa venenosa tan tonta ―murmuré, mirando el techo, dejando que el aire caliente saliera de mis labios en un resoplido cansado. Pero la imagen de sus ojos persistió, como una espina que se negaba a salir…» Aclaro mi garganta, sintiendo cómo mi cuerpo se tensa por ese recuerdo. La miro de nuevo, veo al sujeto alejarse de ella y caminar hacia el baño. Suelto el palo de billar sobre la mesa con un golpe seco, incapaz de seguir pretendiendo que no me afecta. ―¿Estás pensando lo mismo que yo? ―Pregunta Sertan. ―Vamos a encargarnos ―digo con la voz ronca. Caminamos hacia la salida, y saco uno de mis cigarrillos, encendiéndolo. Lo coloco entre mis labios y le doy una calada. Al salir, rodeamos el bar y Sertan se escabulle por la puerta trasera hasta los baños, recuesto mi espalda del costado de la puerta, fumándome mi cigarrillo. El humo se arremolina en la fría noche como si quisiera tapar la tensión que nos sigue; mi corazón late incesante. A los segundos, la puerta se abre y el cuerpo del sujeto con ella cae al suelo ya que, Sertan lo lanza. ―¡No sé quiénes son ustedes! ―Se queja el tipejo. ―Cierto, pero, quizás debas conocernos ―dice Sertan. Él nos observa desconcertado, con esa mezcla de sorpresa y falso coraje que toman los hombres cuando comprenden que han elegido mal la noche y la compañía. ―Somos los hermanos Emperador, y la chica con la que estabas hablando muy de cerca es la hija adoptiva de Gabriel Emperador ¿Ahora sabes quiénes somos? ―Suelta mi hermano. Sus ojos se abren, ahora de miedo, al darse cuenta. Se nota en la forma en que su voz tiembla, en cómo intenta escapar. ―No sabía que era ella, lo siento… no la toqué, no le hice nada, solo estábamos hablando ―dice, intentando recomponer una dignidad que ya se deshizo en cuanto pronunció la excusa. ―Sí… seguramente pensabas solo hablar con ella ―gruño. ―No estoy solo ―dice él. Mi entrecejo se aprieta. Escucho de repente unos pasos acercarse al callejón. Giro ligeramente sobre mi hombro para contar cuántos son; tres. Miro a Sertan y él sonríe, una sonrisa afilada. Trueno mis nudillos; el sujeto se levanta del suelo, sintiéndose más seguro de que podrá librarse de nosotros. Podríamos fácilmente pegarle un tiro con una de nuestras armas y poner fin a esto, pero eso sería vulgar y aburrido. Levanto mi índice, dándole unas últimas caladas a mi cigarrillo. La colilla se consume. ―Listo ―digo, y le lanzo la colilla al mismo tiempo en que me le abalanzo para golpearle sin piedad. Sertan y yo nos dividimos de inmediato, dos hombres contra dos. Recibo unos golpes de vuelta que solo me motivan a devolverlos con más fuerza. Derribo a uno de los míos, noqueándolo contra el basurero, y sigo con el imbécil; me conecta un golpe en el labio y siento el sabor metálico del hierro en mi boca. Esto es un pasatiempo para mí; él lo nota en la mirada que se me desquicia poco a poco. ―Sí, me la iba a follar en el baño, la iba a poner a gritar a esa perrita linda ―suelta de repente, error… no debió de decir eso. La sangre me hierve de repente, esas palabras son el fuego y yo el jodido combustible. Me le abalanzo y lo tumbo al suelo, y estando sobre él, mi puño le destroza el rostro con una contundencia que cala hasta los huesos. Las costillas del hombre parecen crujir bajo la furia que ya no controlo. ―Me voy a encargar de que jamás vuelvas a mirarla ―gruño desbocado, enfurecido, respiro fuego. La sangre mancha todos mis nudillos. Él ya no batalla, no hace ni el mínimo esfuerzo, se desmaya y vuelve en sí, para volverse a desmayar. Cuando la pelea se vuelve aburrida, me aparto. Mi pecho sube y baja con respiraciones en jadeos. Sertan también derribó a los otros dos y se limpia los nudillos con un pañuelo grabado con nuestro jodido apellido. Me lo ofrece y lo rechazo con un movimiento seco, entrando para lavarme las manos. ¿Por qué me afectó tanto que la insultara? Se supone que me da igual, que no me importa… pero algo en su nombre, en esa forma desafiante de mirarme, me descontrola. Regresamos al interior del bar por la puerta principal. La música sigue, la gente ríe, como si nada. Rosalinda se acerca a nosotros, mirándonos con sus mejillas rosadas, tentadoras y esos ojos peligrosos. Mi corazón palpita con fuerza. Todo mi cuerpo se tensa con su presencia. ―Estoy ebria, vámonos a casa ―pide sonriente. Tengo que llenar mis pulmones de aire con una profunda bocanada. ―¿Qué les pasó? Tienes sangre en el labio… ―Me mordí por accidente ―miento. ―¿Y tu pómulo? ―pregunta hacia Sertan. ―Me golpeé por… accidente ―miente también. Rosalinda entorna sus ojos en nosotros. Encoje sus hombros y hace ademán de caminar a la salida. ―Son tan torpes ―murmura―. Más que yo ―acota dirigiéndose hacia la camioneta. Sertan y yo nos miramos entre sí, sabiendo que eso no fue un jodido accidente. En lo absoluto. Y lo peor de todo es que lo haríamos de nuevo, sin pensarlo dos veces, por esta rosa venenosa que odiamos y que, a su manera, me atrae como imán hacia el infierno. Cada vez es más inevitable no mirarla, no tener estos pensamientos morbosos, lujuriosos, enfermizos, no tentarme y no descontrolarme por lo que hace mínimamente esta chica. Siento que perderé la cabeza si no logro controlarme.
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