Capítulo 1
Lucas
La música flotaba en el aire, un susurro suave que respetaba la intimidad de cada abrazo, de cada mirada. El salón del hotel familiar, bañado en la luz cálida de las velas, era un santuario de memorias, el mismo escenario donde papá y mamá se habían jurado amor eterno años atrás. Flores blancas y girasoles, los favoritos de Leia, adornaban las mesas, esparciendo un aroma dulce y sutil que se mezclaba con el olor a vino y risas.
Desde mi rincón, observaba el torbellino de la celebración. Mamá e Isabel, radiantes, compartían confidencias con Daniel y Arturo, cuyas voces resonaban con anécdotas del pasado. Dan, con una copa en la mano, guiaba a Laura en un torpe intento de baile, su sonrisa contagiosa iluminando su rostro. La abuela Lena, con los ojos húmedos de emoción, seguía cada movimiento de Leia, como si temiera que su nieta pudiera desvanecerse en el aire. Incluso las tías Laly y Avril, inseparables como siempre, se movían al ritmo de la música, sus risas llenando el espacio.
Leia era el centro de todo. No era solo el vestido de seda que acariciaba su figura, ni el peinado elaborado que enmarcaba su rostro. Era la luz que emanaba de sus ojos, un brillo que solo había visto cuando estaba con Martín. Él, a su lado, la miraba con una devoción que me recordaba a los cuentos de hadas. Había una mezcla de nerviosismo y certeza en su porte, como si cada paso de su vida lo hubiera conducido a este preciso instante.
Estábamos celebrando su compromiso. El final de un capítulo marcado por la distancia, el dolor y los silencios, pero también el inicio de algo más profundo, más sólido. Un testimonio de que el amor, aunque imperfecto, puede resistir las pruebas del tiempo. Viendo todo lo que habían organizado para su compromiso, no me imaginaba como de grande sería la boda de estos dos.
Y, sin embargo, en medio de la alegría general, yo me sentía incompleto.
Desde mi regreso de Estados Unidos, una sombra se había instalado en mi interior. A veces, sentía que había dejado una parte de mí al otro lado del océano, una parte que se había roto en mil pedazos y que era imposible de reconstruir. Sonreía por cortesía, abrazaba por costumbre, agradecía por educación. Pero todo se sentía distante, como si una capa de niebla se interpusiera entre mis ojos y el mundo.
Recuerdos intrusivos, como astillas afiladas, se clavaban en mi mente sin previo aviso: el tacto áspero de la soga en mis muñecas, el hedor a encierro, el eco de risas crueles. Cicatrices invisibles que me recordaban la fragilidad de mi cuerpo y la vulnerabilidad de mi alma. No podía, no quería, compartir esa oscuridad con nadie. La vergüenza y el miedo me mantenían prisionero de mi propio silencio.
Vi a Leia deslizarse entre la multitud para abrazar a la abuela Lena. Las lágrimas silenciosas de mi abuela humedecían el cabello de Leia mientras acariciaba su rostro con una ternura infinita. Martín se acercó y la rodeó por la cintura, un gesto posesivo y protector que hablaba de un amor profundo y arraigado. Era evidente que Leia había encontrado su hogar en él.
Yo los quería. A ambos. Eran un faro de esperanza en mi propia oscuridad, una prueba de que, incluso después de la tormenta, el sol puede volver a brillar. Ellos habían sobrevivido. Yo, en cambio, todavía estaba aprendiendo a respirar bajo el peso de mis recuerdos.
—¿Estás bien, hijo? —La voz de papá, cargada de una preocupación cautelosa, me sacó de mis pensamientos. Se acercó con la misma cautela con la que se acercaba a un animal herido, intentando reconstruir el puente que se había derrumbado entre nosotros.
Asentí, forzando una sonrisa que esperaba que alcanzara mis ojos.
—Orgulloso —dije, permitiéndole que me envolviera en un abrazo torpe pero sincero. Y era cierto. Estaba orgulloso de Leia, de Martín, de la familia que habíamos construido a pesar de todo. Pero la tristeza persistía, una punzada sorda en el pecho que me recordaba la fragilidad de mi propia felicidad.
Pero ese era mi carga. Mi secreto. Y algún día, con suerte, encontraría la manera de llevarlo sin que me aplastara.
Desde el otro lado del salón, Leia me buscó con la mirada. Sus ojos brillaron con una alegría contagiosa, y me regaló una sonrisa que iluminó todo su rostro. Le devolví el gesto, una sonrisa más tenue, más apagada, pero sincera. Si ella podía ser feliz, yo también podía encontrar una chispa de alegría en su felicidad.
Y por ahora, eso tenía que ser suficiente.
Cuando la fiesta comenzó a desvanecerse en un murmullo lejano, me escabullí sin que nadie lo notara. Robé una botella de whisky de la barra y caminé hasta la playa, buscando la soledad y la inmensidad del cielo estrellado. Las olas rompían contra la orilla con un ritmo hipnótico, intentando arrullar los fantasmas que danzaban en mi mente. Necesitaba desesperadamente una tregua, una noche de sueño sin sobresaltos, sin el sabor amargo del vómito en la boca, sin la sensación de estar atrapado en una pesadilla interminable.
Tomé un trago largo, sintiendo el líquido quemar mi garganta mientras intentaba quemar también los recuerdos que me atormentaban. Unas pisadas en la arena me alertaron, pero no me molesté en girarme. Sabía quién era. Dan. Mi mejor amigo, mi hermano del alma, el único que conocía los fragmentos más oscuros de mi infierno personal.
Se sentó a mi lado en silencio, y sin mediar palabra, tomó la botella y bebió un trago.
—¿Y Lucia? —pregunté, rompiendo el silencio que amenazaba con ahogarme.
—¿Quién? —frunció el ceño antes de que la comprensión iluminara su rostro—. Ah, Laura.
—Lo siento. Cambias de novia tan a menudo que me cuesta seguirles el ritmo.
—Idiota —replicó, golpeándome el brazo con una suavidad que desmentía sus palabras—. Tal vez Laura sea la definitiva.
—Eso espero —respondí, y ambos compartimos una sonrisa triste, pero llena de cariño.
Nos quedamos en silencio, compartiendo la botella y el peso de nuestros pensamientos.
—¿Cuándo crees que Leia y Martín nos darán sobrinos?
—Les doy un año, tal vez dos.
—Yo apuesto a menos. Y quiero que sea un niño. Así podremos llevárnoslo a todas partes.
—¿Crees que Martín nos lo permitirá?
—No tenemos que pedirle permiso —reímos con la complicidad que siempre había caracterizado nuestra relación. A pesar de la diferencia de edad, Dan había sido mi compañero constante, el confidente de mis secretos, el cómplice de mis travesuras.
Todos mis recuerdos importantes estaban entrelazados con él. Cuando aprendimos a montar en bicicleta, cuando nos escapábamos de la escuela, cuando jugábamos videojuegos hasta altas horas de la noche. Incluso cuando me dio mi primera lección sobre cómo besar a una chica.
Pero ahora, había un abismo entre nosotros. Un abismo de silencio y dolor que me impedía compartir mi verdad.
—Hermano —la voz de Dan, cargada de una ternura que me atravesó el corazón, me obligó a girarme. Sostenía la botella con fuerza entre sus manos, sus ojos fijos en los míos—. Cuando te sientas listo, puedes contármelo. Prometo que nunca te miraré diferente. Nunca te trataré de otra manera.
—Lo prometo —respondí, con la voz quebrada por la emoción—. Cuando esté listo.