Un nuevo día de verano caprichoso había dejado la temperatura de la casa demasiado elevada. Cansada de lidiar con el aire viciado que dejaba el aire acondicionado encendido durante muchas horas, Rocío decidió darle una oportunidad a la brisa vespertina.
Abrió las ventanas de la casa de par en par y una correntada agradable saludó a sus mejillas alentandola a quitarse aquel buzo que había llevado todo el día.
Amaba tener el temporizador a baja temperatura y poder abrigarse incluso en verano, era uno de los pequeños lujos que se daba, afrontar una cuenta de energía abultada, no parecía un mal costo para su bienestar.
Terminó de abrir las ventanas de la planta alta y bajó para hacer lo mismo allí. El atardecer había comenzado a hacer su aparición y con él ese cambio de tonalidad que ofrecía un aliado perfecto para no tener que lidiar con su reflejo en el espejo.
Liberó su cabello para volver a enrollarlo, caminó descalza apenas con su musculosa clara y decidió poner su pantalones a lavar, debía hacerlo cada dos o tres días. El sonido de varias sirenas a lo lejos llamaron su atención, pero era algo que podía pasar en esa zona de vez en cuando, la ruta al oeste era una salida perfecta de la gran ciudad.
Sin darle demasiada importancia, colocó los pantalones en el canasto que contenía apenas un par de prendas más y regresó a la cocina en busca de un bocadillo, pero cuando nada de su heladera repleta de cajas con la leyenda “keto” la convenció, se decidió por aquel cofre en apariencia inofensivo pero repleto de caramelos de las más adictivas variedades. Tomó un par y continuó caminando hacia la escalera.
La noche casi estaba instalada, las sirenas parecían haberse alejado, aunque su sonido agudo insistía en recordar que seguían allí, algunos grillos comenzaban a llenar su jardín con su canto y un par de luciérnagas rebeldes dibujaban una línea curva en el horizonte. La casa tenía un enorme terreno y sin embargo ella siempre llegaba hasta allì, hasta el umbral, hasta el abismo que dividía su casa del resto del mundo.
En su mente llegó hasta el césped, lo acarició con la planta de sus pies e improvisó una danza exquisita al ritmo de aquella lucecitas parpadeantes. En su mente fue libre, pero en su mente también regresó a su realidad.
Con su dientes apretados decidió cerrar aquella puerta con fuerza, golpeó el picaporte y luego la propia piel desnuda de su pierna, presa de esa impotencia que odiaba. Giró dispuesta a subir a gran velocidad para hundirse en su cama una vez más.
Pero esta vez, no estaba sola.
Un segundo de perplejidad, un instante de incredulidad y luego algo nuevo. Una adrenalina que creía olvidada se disparó con vértigo atravesandola por completo.
Una silueta tan alta como ella la enfrentaba inmóvil. Unos ojos negros, enormes y brillantes la congelaron con solo mirarla y unos labios hinchados, entreabiertos, agitados, parecían querer hablar.
Entonces la tregua terminó, Mauro supo de inmediato que iba a gritar y sin otra alternativa se abalanzó sobre ella presionando su cuerpo contra la pared para colocar su mano sobre su boca con fuerza.
-Por favor no grites.- le dijo en voz baja, en un tono que lejos de sonar amenazante se sintió suplicante.
Sus miradas quedaron enfrentadas, unos ojos negros bien abiertos invocaron piedad y otros verdes, pequeños y olvidados intentaron creerle.
-No voy a hacerte nada, sólo necesito que no grites.- dijo cuando pudo cortar esa especie de conexión en la que lo habían atrapado esos ojos tan tristes, tan hermosos.
Rocío alzó sus manos enseñando sus palmas como si se hubiera rendido, no entendía lo que pasaba pero tampoco sabía lo que debía hacer.
Recordó con pesar que su teléfono celular había quedado en su cuarto y el canto de los grillos confirmó que, esa noche, no había gente en las casa cercanas. Era una zona de casas de fin de semana, era normal que eso sucediera. En unos pocos segundos supo que no tenía alternativa, pero lo que fue aún más inquietante fue la manera en la que su cuerpo se alegró al pensar que, a lo mejor, había llegado su tan ansiado final.
Mauro alternó su vista entre sus manos y sus ojos, necesitaba que lo ayudara.
-Si te suelto ¿me prometes que no vas a gritar?- le preguntó en un absurdo intento de confiar en alguien que no conocía.
Pero sorprendentemente ella asintió con su cabeza. No sabía muy bien por qué, pero la adrenalina había sido rápidamente reemplazada por la resignación ¿Acaso no era esa su forma de vivir?
Mauro bajó su mano con pausa, aún sentía que su pecho subía y bajaba, pero al menos había logrado hablar sin agitarse.
-No es lo que parece.- se apresuró a decir mientras continuaba estudiando los movimientos de esta joven que apenas ahora comenzaba a observar. Aparte de esos ojos de infarto, era alta, de labios finos y mejillas redondeadas, analizó su cuerpo con apenas esa remera fina y supo que sus pechos eran increíblemente apetecibles. Entonces llegó a sus largas piernas de piel firme y clara, en un contraste absoluto con sus brazos tatuados.
-Tenes que irte.- le dijo y fue la primera vez que pudo oír su voz, una voz impostada que intentaba ocultar el nerviosismo de aquella absurda circunstancia en la que había quedado atrapado por culpa de su tío.
-Si, si, voy a hacerlo, pero no ahora. - le respondió continuando con su análisis visual de aquella silueta que estaba enfrente.
-Si, ahora, tenes que irte.- insistió justo cuando el sonido de unas sirenas policiales avanzaban a gran velocidad en lo que parecía ser su dirección.
-Ahora no, dame un poco más de tiempo.- le dijo Mauro olvidando el tono de sùplica para mostrarse impaciente.
-No puedo ser cómplice de nada, no voy a delatarte, pero andate … por favor. -dijo conteniendo los deseos de hacerlo en tono alto, pero con la misma impaciencia que él había mostrado.
Mauro volvió a recorrerla con su mirada, intentaba entender donde se había metido, creyó que la desesperación se debía a que alguien más lo viera, pero no parecía haber nadie por esa zona, había intentado entrar en varias casas, todas vacías y esa ventana abierta resultó su salida perfecta, la casa estaba a oscuras, no había imaginado que había alguien dentro.
-Unos minutos, nada más, hasta que la policía se vaya de la zona. - dijo acercándose de nuevo a ella con más determinación.
Roció negó con su cabeza ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué no había gritado? ¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Invitarle un café como a su madre? Con impotencia apretó sus puños y cerró sus ojos para contener la frustración. Entonces el sorprendido fue Mauro, estaba considerando ayudarlo y no quiso perder la oportunidad.
-No voy a hacerte nada, serán unos pocos minutos, van a pasar un par de veces y si no ven movimientos se van a ir.- le dijo alejándose un poco de nuevo para volver a mirarla una vez más, descubriendo que cada vez era mejor que la anterior.
-No voy a quedarme, no sé cuantos minutos, así parada, si esa es tu idea.- le dijo relajando un poco los hombros y la voz.
Entonces Mauro volvió a analizarla y algo parecido a una sonrisa asomó a sus labios lastimados pero carnosos. Fue un instante solamente, pero uno tan brillante que logró iluminar su rostro sembrando una nueva sensación en ella.
-¡Y dejá de mirarme así!- lo increpó bajando por fin sus brazos con intenciones de moverse, pero ni bien notó el movimiento, Mauro volvió a apretarla contra la pared. Y esta vez el contacto fue más intenso. No cubrió su boca, pero la sujetó con una posesión inquietante enfrentando de nuevo esos ojos que con cada parpadear le decían que si no se alejaba, podrían convertirse en un problema.
-No voy a delatarte.- dijo ella en voz baja, desbordando sus palabras dentro de su boca, tan cercana, tan amenazante.
-¿Qué ibas a hacer entonces?- le preguntó él sin aflojar ni en un Newton su fuerza.
-Iba decirte que nos sentemos en la sala de video, no puede verse desde afuera.- le respondió sin estar segura de lo que acababa de proponer, pero al ver esa media sonrisa de nuevo supo que había sido un error.
-Si querías pasar a tercera base, no tenìas más que pedirlo.- le dijo él con un humor que no solía tener, de manera impertinente, teniendo en cuenta que su vida estaba en juego y sin embargo, al notar el rubor en esas mejillas redondeadas su mente no pudo pensar en nada más.
¿Quería?, se preguntó incrédulo, pero antes de que alguno de los dos pudiera responder, unos fuertes golpes en la puerta de entrada detuvieron su corazones por un instante.