Capítulo 1: La cacería de fantasmas
Gavril
El hombre frente a mí temblaba, pero no por el frío del almacén. Temblaba porque su cuerpo ya no entendía si debía seguir luchando o rendirse de una vez.
Estaba sangrando sobre el piso como si la vida hubiera decidido escapar antes de que yo se la quitara.
La luz del almacén industrial era amarilla, los faroles que las contenían eran viejos, iluminando el lugar con un brillo sucio que hacía que todo pareciera más decadente de lo que ya era. Él tenía las ojeras hundidas, labios rotos, piel pegajosa por la mezcla de sudor y sangre seca.
Misha estaba de pie a mi derecha, con los brazos cruzados, observando sin inmutarse. En otro contexto, cualquiera pensaría que estaba aburrido. Yo sabía que estaba esperando la orden para terminar con esto o para llevarlo más lejos.
Era el tipo de hombre que siempre esperaba la señal, como un arma con seguro puesto pero completamente cargada.
Yo tampoco me inmuté, solía ser muy paciente, pero el desgraciado no tenía tanto tiempo.
La expresión del hombre había cambiado varias veces: miedo, suplica, rabia, resignación. Ahora solo quedaba un temblor débil en las manos, como si su cuerpo aún luchara por conservar un orgullo que ya no poseía.
No sabía su nombre, pero eso ya no importaba.
Lo único que importaba era lo que conocía.
Levanté la mirada hacia Misha.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Tres horas —respondió, sin emoción.
El hombre gimió. Su voz salió oxidada, con un sonido húmedo que indicaba que había tragado más sangre de la que su estómago podía tolerar.
Me acerqué despacio, mis pasos resonaban sobre el suelo, tal como me gustaba atemorizar a mis víctimas.
No necesitaba apresurarme, había aprendido que la prisa era para los desesperados.
Me detuve frente a él, lo suficientemente cerca para que pudiera oler mi colonia, esa que siempre elegía para estos momentos: madera, humo, algo metálico debajo.
Quería que supiera quién estaba en la habitación con él.
Quería que lo recordara cuando cruzara el umbral entre la vida y la muerte.
—Te lo voy a preguntar solo una vez más —dije, sin levantar la voz—. ¿Dónde está Oracle?
Él rio, o trató de hacerlo, aunque sonó como un ahogo.
—Vete a la mierda.
Respiré hondo.
El insulto no me molestó.
Lo que me molestaba era el grado de estupidez que podía tener un hombre muerto en vida.
Le tomé la mandíbula con una mano, apretando hasta que sentí los huesos crujir bajo mis dedos. Su piel estaba húmeda, pegajosa de sudor y sangre.
Le levanté la cabeza para obligarlo a mirarme.
—Tu vida está a segundos de terminar —le dije sonriendo como un psicópata—. Tienes dos opciones: hacer que ese último suspiro sea útil o convertirlo en una pérdida de tiempo que trae consigo una muerte más lenta. A mí me da igual cuál elijas.
Escupió, pero ni siquiera llegó a darme.
Misha lo golpeó con una rabia que no logró disimular, un impacto brutal en las costillas que lo hizo gritar como un animal herido. El sonido resonó en la sala y luego quedó atrapado en el eco de las paredes desnudas.
—Tiene los pulmones intactos todavía —dijo Misha—. Y aún mantiene su lengua, así que puede hablar.
Solté su mandíbula y me limpié la mano con una toalla que de seguro Misha había dejado en una silla cerca.
—Voy a intentarlo de nuevo —avisé.
Saqué el cuchillo de la funda.
No era grande ni llamativo ni intimidante por su forma. Era intimidante porque estaba en mi mano.
Porque todos estos bastardos sabían lo que ocurría cuando tenía uno de estos entre mis dedos.
El hombre intentó apartarse, pero estaba atado a la silla con correas que ya rozaban el hueso, así que lo único que logró fue abrir más la herida del hombro.
—Usted no puede con él —murmuró—. Nadie puede alcanzarlo.
Había escuchado variaciones de esa frase desde el día en que mi padre fue asesinado por culpa de ese fantasma sin rostro.
El viejo Arkadi Markov no había caído por balas, cuchillos ni traiciones como se suele esperar en nuestro mundo. Había caído por algo que él jamás entendió: un ataque invisible, uno que vino de un teclado.
Y yo heredé su ruina, un reino sin trono.
Me agaché delante de él, manteniendo la mirada fija en su ojo sano, hice una mueca de fastidio.
—Esas palabras no tienen eco y son tan aburridas —le dije dejando escapar un suspiro de burla, mientras jugaba con el filo del cuchillo sobre su rostro—. Dime todo lo que necesito, no me hagas perder más tiempo… para poder avanzar a la parte interesante.
Deslicé la hoja sobre su muslo, despacio, abriendo la piel con una línea limpia. No era un corte profundo, solo lo necesario para recordarle quién mandaba allí dentro. Que no dejara de sentir el dolor que solo yo podía provocarle... o aliviarle.
No lo quebramos en tres horas. Nadie se rompe tan rápido, ni siquiera con ayuda química.
Durante casi dos días lo mantuvimos atrapado en un vaivén diseñado para fracturar a cualquiera: sedantes que lo empujaban a la somnolencia, microdosis de ketamina que lo arrancaban de golpe, estimulantes lo bastante precisos para mantenerlo alerta sin matarlo, y silencios tan prolongados que la mente empezaba a inventarse compañía.
Cuando por fin retiramos todo, su cuerpo seguía despierto por pura inercia.
Lúcido, sí… pero devastado.
Justo como lo necesitábamos.
Lo escuché jadear de dolor, y sí, lo disfruté.
—Oracle… no trabaja solo.
Me detuve.
Ahí estaba.
La primera frase útil.
—Sigue —ordené.
Él cerró los ojos, tragando saliva antes de abrir la boca para responder. La voz le salió apenas en un hilo.
—Hay… un pueblo. Pequeño. No sé el nombre.
—Mentira —respondí sin alterarme.
Deslicé el cuchillo en dirección a su ingle, esta vez cortando un poco más profundo.
El aire salió de él en un sollozo involuntario.
—No… no tengo el nombre, se lo juro…
Misha, sin soportar la presión del tiempo en contra que teníamos, intervino.
—Puedo hacer que recuerde.
Asentí, solo porque sabía que, si yo continuaba, mataría al desgraciado antes de que me diera algo útil.
Misha agarró el dedo índice del hombre y lo dobló hacia atrás con un control casi inhumano, llevando la articulación más allá de su propio límite. No hizo falta cortarlo. El chasquido vino primero, seguido por el grito quebrado del tipo cuando el hueso se partió en dos… tal vez tres.
El último tirón seco fue el que terminó de hacerlo. La falange proximal estalló en varios fragmentos, deformando el dedo como si la estructura interna hubiese cedido por completo.
—¡Basta! ¡Basta, por favor! —lloriqueó, orinándose en los pantalones.
—Ya sabes lo que tienes que hacer si quieres que esto pare... habla —le dije.
Respiró entrecortado, como si cada inhalación fuera un castigo.
—Es una iglesia —logró decir—. Oracle se esconde en un pueblo a las afueras. Alguien iba a entrar de Infiltrado… iba a entrar primero.
Intercambié una mirada con Misha.
—¿Un infiltrado? —pregunté—. ¿Para quién?
El hombre tragó saliva, o sangre, o ambas no sabía ni me importaba.
—Para… para la familia Volkov… uno de sus hombres iba a hacerse pasar por sacerdote para acercarse a Oracle… yo solo… yo solo manejaba la logística…
La familia Volkov.
Nuestros malditos rivales directos.
Lobos hambrientos buscando carroña.
Si ellos estaban detrás de Oracle, las cosas eran más graves de lo que pensaba.
—¿Cómo? —pregunté, disimulando la rabia que sentía por esa familia que tantos dolores de cabeza nos había dado.
Señaló con la barbilla hacia un rincón de la bodega donde había una maleta de tamaño pequeño. Miré a Misha reprendiéndolo por no haber revisado antes.
Él evitó mirarme y caminó hasta la maleta. Volvió a mi lado para abrirla y, en cuanto lo hizo, soltó un silbido mezclado con una risa.
Mantuve el control de mi expresión con cada artículo que mi mano derecha sacaba... una sotana negra, un maletín, un rosario, papeles falsificados.
El disfraz completo.
Si no lo estuviera viendo yo mismo, creería que era una maldita broma.
Me levanté y caminé hacia la mesa donde Misha estaba dejando las cosas.
Tomé la sotana y la acaricié un poco, dejando que la tela se deslizara por mis dedos, era gruesa, rígida. Nunca había tocado una, pero se sentía perfecta para alguien que quería pasar desapercibido y a su vez, quien mejor que un sacerdote, para recabar información.
—Así que ibas a entrar a una iglesia para atrapar a Oracle —dije.
—Yo no —balbuceó él—. Yo solo… solo debía monitorear a Oracle, buscarlo cerca de ese lugar…
Miré la sotana con mayor detenimiento. Nunca, en mis treinta y seis años, pensé que usaría algo así. Nunca de los nuncas pensé que me pondría una máscara tan absurda.
Pero la mentira era un arma y si tenía que usarla, lo haría sin dudar.
Me giré hacia él, con una idea formulándose en mi mente.
—Dime todo lo que sepas, porque si tenían un plan, algo más debes saber —ordené.
Él negó con la cabeza, exhausto, derrotado.
—No… no sé más. Eso es todo lo que sé.
Podía sentir que no mentía, que ya había exprimido hasta la última gota de información.
Sus ojos tenían esa expresión particular que solo aparece cuando alguien ya comprendió que va a morir pase lo que pase.
Me di media vuelta, volviendo a poner todo en la maleta.
—Misha.
Él tomó la pistola sin pedir más instrucciones. Un disparo fue lo único que necesitó para acabar con la vida del maldito informante de mis enemigos.
El silencio se extendió por la sala con el peso de las decisiones que debía tomar.
Respiré hondo.
—Prepara todo —le dije a mi mano derecha—. Salimos al amanecer.
—¿A dónde? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
Levanté la sotana, lo único que no había guardado, y la puse sobre mi brazo.
—A la iglesia —respondí—. Y al pueblo donde la gente cree que la fe los protege.
—¿De verdad se va atrever a usar eso? —preguntó con una mueca entre disgusto y disfrute oscuro.
—Si es necesario —respondí.
—Nunca lo imaginé como un hombre de fe.
—No voy a rezar —dije—. Voy a cazar.
Misha sonrió, una sonrisa torcida, apenas un gesto y abrió la puerta para dejarme pasar.
Antes de salir, miré el cadáver una última vez.
No sentí nada.
Mi padre había muerto sin entender quién lo había destruido. Y yo no iba a repetir su destino.
Iba a encontrar a Oracle, a sacarlo a la fuerza de cualquier agujero donde se escondiera.
Y si tenía que vestirme de santo para hacerlo, lo haría sin dudar. Aunque en ese lugar suelen haber más demonios que en el mismo infierno
Salí de la bodega con la sotana que pesaba más que un arma.
Y ambas iban a llevarme al mismo lugar… a una deuda impaga.
Una deuda que no se paga con dinero ni con disculpas. Una que ha esperado en silencio por años. Pero ha llegado la hora…