A pesar de las palabras tranquilizadoras de Ramona, no podía permitirme el lujo de soñar con soluciones mágicas. Las facturas no se pagan con buenas intenciones, y la restauración del Pazo no se iba a hacer sola. Con el ánimo a medias, pero una determinación firme, me aferré a mi plan de ir al banco. David, como era de esperar, se fue preocupado por su coche y ni si quiera dejo sus datos de aseguradora. No tenía tiempo para esperar milagros o su vuelta. Llegué al banco más tarde de lo previsto, con los nervios a flor de piel. Al entrar, el aire frío del aire acondicionado chocó contra mi piel, pero no logró aliviar la tensión que se acumulaba en mis hombros. Me acerqué al mostrador, donde una joven de sonrisa mecánica y perfectamente ensayada me recibió. —Buenos días, ¿en qué puedo ayu

