LA TRAMPA
**RICCARDO**
El sol se ocultaba, tiñendo el cielo de naranja y dorado, cuando recibí un mensaje urgente de Carlo Mancini. Su tono grave me hizo fruncir el ceño: “Es sobre tu padre. Hay una reunión crucial en el viejo almacén en las afueras de Palermo”. A pesar de que Vittorio Greco, mi progenitor, había fallecido hace más de un año, las palabras de Mancini despertaron en mí, nostalgia y desconfianza. Algo no cuadraba, pero el anhelo de conocer el legado de mi padre me llevó a ignorar mi intuición.
—Señor, ¿A dónde va?
—Saldré, dile a Antonio cuando regrese que esté pendiente de su celular o el radio comunicador.
—Sí, señor.
Al llegar al almacén, me invadió una atmósfera inquietante que me hizo dudar de mi decisión de estar allí. La estructura, que en otros tiempos había sido un eco de su antiguo esplendor, ahora se alzaba como una sombra de lo que había sido, rodeada de maleza descontrolada que parecía haber crecido sin límites a lo largo de los años. Los recuerdos de tiempos pasados, cuando este lugar albergaba vida y actividad, se mezclaban con el penetrante olor a humedad y abandono que flotaba en el aire. La luz del atardecer se filtraba suavemente a través de las vetustas ventanas, proyectando sombras alargadas y siniestras sobre el suelo de cemento desgastado, lo que contribuía a la sensación de desasosiego que me envolvía. Con un nudo en el estómago, avancé con extrema cautela, sintiendo cómo se aceleraba mi pulso ante la inquietante percepción de que algo no estaba bien; había una presencia en el aire que me susurraba que no estaba solo en ese lugar.
De repente, el pesado silencio se rompió bruscamente con el crujir de hojas secas bajo pisadas sigilosas, un sonido que resonó como una señal ominosa. En ese preciso instante, hombres armados, conocidos como “Los oscuros”, emergieron de las sombras de la penumbra, rodeándome como hienas al acecho, listos para atacar en cualquier momento. Mi corazón se aceleró aún más al reconocer a Salvatore “La Serpiente” Moretti al frente del grupo; su mirada fría y calculadora, como el hielo en un lago invernal, me hizo entender de inmediato que él había orquestado todo este siniestro encuentro. La traición de Mancini se manifestó de manera brutal y evidente ante mis ojos, como un oscuro presagio de lo que estaba por venir, y comprendí que me encontraba en un juego mortal del que quizás no podría escapar.
—Vaya, vaya, no sabía si vendrías.
—Tú, ¿qué haces aquí? —intentando aparentar valentía en el último momento.
—¿A quién esperabas? No creí que fueras tan estúpido; el hombre que se cree el todopoderoso de los lobos de Palermo está aquí sin guardias. Qué decepción.
—Me sé valer solo. ¿Al parecer me vendieron?
—¿Tú qué crees?
En un instante, el tiempo pareció congelarse. Mi mente comenzó a trabajar a mil por hora. “Esto es una trampa”, pensé, mientras mi mano se movía automáticamente hacia mi arma. No podía permitirme ser capturado. Con un rápido movimiento, desenfundé mi pistola y comencé a disparar, buscando cubrirme detrás de unas columnas. El sonido de los disparos resonaba en mis oídos, el eco de la violencia llenaba el espacio en el que una vez había jugado de niño.
—No seas un iluso, no saldrás vivo de aquí.
—¡Eso lo veremos! —le grité, aunque no tenía idea de cómo saldría de esta situación.
La batalla fue feroz. Los disparos y los gritos se mezclaban con el sonido de la madera astillándose y las balas impactando en el metal y concreto. La adrenalina corría por mis venas mientras me mantenía en movimiento, tratando de no ser un blanco fácil. Pero la realidad se tornaba cada vez más clara: estaba superado en número y la situación se volvía desesperada. La radio en mi bolsillo chirriaba, pero mis llamados a los refuerzos se perdían en el caos.
—Maldita sea, caí como si fuera un niño de primaria. Confiaba en ti, Carlo; nunca pensé que me harías este tipo de traición. Soy tan imbécil —murmuraba en voz alta.
Fue entonces cuando comprendí la magnitud de la traición. Carlo Mancini, mi hombre de confianza, había sido sobornado. La orden de acudir al almacén no era más que un cebo, un engaño hábilmente diseñado por Moretti para eliminarme de una vez por todas. La ira y la desesperación se mezclaron en mi pecho; no solo había perdido a un aliado, sino que había caído en una trampa mortal.
Desesperado, busqué una salida. Mis ojos se fijaron en una ventana rota al fondo del almacén, un rayo de esperanza en medio de la tormenta. Consciente del riesgo, decidí aprovechar la distracción de mis captores. Me lancé hacia la ventana, sintiendo el vidrio quebrarse bajo mis manos mientras me arrastraba hacia el exterior. La libertad estaba a un paso, pero el peligro permanecía al acecho.
—No lo dejen escapar —grita Salvatore—, contigo lo arreglaré después.
Corrí a través de los callejones oscuros de Palermo, el aire fresco golpeando mi rostro mientras intentaba despejar mi mente. Maldecía mi decisión de confiar en Mancini; la traición dolía más que cualquier herida física. Cada paso que daba resonaba en mi mente como un recordatorio de mi imprudencia. Ahora, tenía claro que la lección era brutal: no podía fiarme de nadie, ni siquiera de aquellos que parecían ser leales.
Corría a duras penas, cada paso era un calvario y sentía la sangre tibia escurriendo por mi brazo herido. El ardor en mi herida me recordaba que la vida se estaba escapando de mí, con cada latido resonando en mis oídos como un tambor de guerra. No podía detenerme; sabía que, si me rendía, sería mi fin. Mis pensamientos se agolpaban, confusos, mientras intentaba encontrar la lógica en una situación que había pasado de ser un simple encuentro a un verdadero caos.
Las sombras de la noche comenzaron a envolverme mientras buscaba refugio. Sabía que Moretti no se detendría hasta verme muerto. Me dirigí hacia un callejón cerca de una universidad; ellos no se atreverían a enfrentarme en un área pública, al menos eso deseaba en este momento.
—Esta herida sangra mucho, he perdido el medio de comunicarme con Antonio.
Una vez dentro, me senté en el helado suelo y me di cuenta de que una bala me alcanzó; mi herida se veía profunda. Ojalá solamente haya sido un rozón, nada de importancia, pero mi situación era crítica; estaba saliendo mucha sangre. Traté de agarrar con fuerza mi brazo. Mi radio aún no funcionaba; será la mala suerte o esto ya estaba planeado desde antes. ¿Es que soy un estúpido, porque siempre confío en las personas equivocadas?
El sudor me empapaba la frente y mis piernas temblaban, exhaustas por el esfuerzo. La noche se cernía sobre la ciudad, un manto n***o que parecía absorber los sonidos y las luces, dejando solamente sombras inquietantes que parecían alargarse como dedos en busca de algo que atrapar.
Este lugar lo conocía, un refugio en tiempos de calma, pero esta noche se sentía diferente. Me apoyé contra una pared, jadeando y tratando de mantenerme despierto. La oscuridad empezaba a rodearme como un océano profundo, y cada sonido resonaba como un eco lejano, distorsionado y aterrador.
Justo cuando pensaba que no aguantaría más, escuché pasos ligeros. Una joven se acercó lentamente, probablemente atraída por los ruidos que había hecho al llegar. Sus ojos se encontraron con los míos y, al ver la sangre, su expresión se llenó de preocupación. La fragilidad de su figura contrastaba con la determinación que se dibujaba en su rostro.
—¿Estás bien? —preguntó, arrodillándose a mi lado.
No podía responder; el dolor que irradiaba desde mi brazo herido era tan intenso que me dejaba sin aliento. Sin pensarlo dos veces, la joven rasgó un pedazo de su vestido y comenzó a vendar mi herida con rapidez y cuidado. Sentí una mezcla de alivio y gratitud, pero también una gran vergüenza por haberme metido en esta situación. Su habilidad y determinación eran notables; sus manos eran firmes y precisas, un contraste con la vulnerabilidad que sentía.