**RICCARDO**
La panadería, a pesar de su reducido tamaño, tenía un aire acogedor. A través de la ventana, pude observar cómo Valeria conversaba con la dueña, una mujer de cabello canoso y ojos amables. La escena contrastaba con la oscuridad de lo que acababa de experimentar. Me preguntaba si Valeria se daba cuenta de la fortaleza que había demostrado. ¿Qué había sentido al acercarse a ayudarme, sin conocerme en absoluto? Era una lección de humanidad en un mundo a menudo cruel.
Cuando Valeria salió de la panadería con una bolsa en la mano, una sonrisa iluminaba su rostro. Parecía haber encontrado un momento de tranquilidad, y eso me dio un respiro. Cuando regresó al auto, le pregunté qué había conseguido.
—Compré dos paquetes de pan y algo de agua para ti —dijo, con una sonrisa tímida que iluminaba su rostro—. Sabía que necesitarías algo.
Mi corazón se llenó de agradecimiento. No solo había vendado mi herida, sino que también se había preocupado por mi bienestar. Esa pequeña acción, aparentemente simple, significaba mucho más de lo que las palabras podían expresar.
—No puedo agradecerte lo suficiente —le dije, tomando la bolsa con los panes y el agua—. Esto significa más de lo que imaginas.
Valeria se encogió de hombros, como si no fuera gran cosa. Pero yo sabía qué había más en su acto de generosidad. En un mundo lleno de egoísmo y desconfianza, su bondad era notable.
El viaje continuó, y en medio de la conversación, comenzamos a conocernos un poco más. Valeria compartió relatos sobre su vida, su abuela y cómo habían llegado a vivir juntas. Me habló de sus sueños, de sus aspiraciones y de cómo deseaba hacer una diferencia en el mundo. Su pasión era contagiosa, y en ese momento, me di cuenta de que había algo especial en ella.
Finalmente, llegamos a su hogar; era una casa de madera, pero se veía en buenas condiciones. Ella tomó la bolsa de pan y me miró directo a los ojos.
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó, su voz casi un susurro.
Sonreí, sintiendo que, en ese instante, había algo que prometía mucho más que un simple encuentro.
—Definitivamente —respondí, y en mi interior supe que no sería la última vez que nuestros caminos se cruzarían. Su valentía y bondad habían dejado una huella imborrable en mi corazón, y no podía dejar que se desvaneciera.
***VALERIA***
Un día, mi abuela se puso muy mal. Recuerdo que el sol apenas había comenzado a asomarse por el horizonte cuando el sonido del respirador artificial se convirtió en un eco angustiante en la pequeña casa que habíamos compartido durante años. La realidad de su fragilidad me golpeó con una fuerza que apenas podía soportar. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión de llevarla de emergencia al hospital. La angustia se apoderó de mí mientras la acomodaba en el asiento trasero del taxi, sintiendo el peso de la responsabilidad en mis hombros.
Cada paso que daba hacia la entrada del hospital era un recordatorio de lo delicada que se había vuelto su vida. La respiración de mi abuela, acompañada del incesante pitido del respirador, resonaba en mis oídos como un mantra que me decía que el tiempo era un lujo que no podíamos permitirnos. La atención médica fue rápida, pero, para mi desesperación, no la ingresaron. Solo le dieron las mínimas atenciones necesarias en la sala de emergencias, y tuve que llevarla de vuelta a casa, con el corazón oprimido y una mezcla de impotencia y miedo.
—Hay, hija, solamente soy una carga para ti —dijo ella, su voz temblorosa traicionando su fortaleza habitual.
—Todo está bien mientras estés conmigo —le respondí, intentando disimular la angustia que me invadía por dentro.
—Tu tío se ha enojado con nosotras porque no acepté sus ayudas.
—Lo sé, abuela. Pero mientras me tengas a mí, nada le faltará. Yo veré cómo hacerle frente —le aseguré. Aunque, en el fondo, sabía que el apoyo financiero de mi tío no era suficiente para cubrir nuestras necesidades.
—Eres una buena niña, a pesar de lo que te tocó vivir junto a tus padres —dijo, con una tristeza que resonaba en su voz.
—No recordemos esos días grises —le rogué, intentando cambiar el rumbo de la conversación. No quería regresar a un pasado que había dejado cicatrices profundas en nuestros corazones.
Al entrar en nuestra humilde casa, la ayudé a sentarse en su sillón favorito, el mismo donde solía contarme historias de mi infancia. Era un lugar sagrado, lleno de recuerdos que me hacían sentir a salvo, y me aferré a esa sensación mientras la acomodaba con cuidado. Miré alrededor, observando las paredes que, aunque desgastadas, eran nuestro refugio seguro, lejos del caos que solía rodearnos. Las fotografías colgadas en la pared mostraban momentos felices que parecían pertenecer a otra vida, una vida que había sido arrebatada por la violencia y la desesperación.
Mi mente viajaba a los días oscuros de mi pasado, cuando mi padre era un reconocido mafioso y nuestra vida estaba llena de lujos y peligros. Los recuerdos volvían como fantasmas, como sombras que se negaban a desvanecerse. Recordé el accidente provocado por sus enemigos, ese fatídico día que marcó el final de nuestras vidas tal como las conocíamos. Ese día me salvé de milagro, gracias a mi abuela, que un día antes había ido a buscarme porque no me deseaba ver en ese mundo. Ella siempre había sido mi ancla, la única persona que se había mantenido firme en medio de la tormenta.
Después del accidente, mi tío se hizo cargo del negocio familiar, pero yo tomé una decisión diferente. No quería vivir en ese mundo de sombras y violencia. Decidí mudarme con mi abuela y llevar una vida sencilla, llena de desafíos, pero también de honestidad y paz. Esa elección no fue fácil; muchos me señalaron como una traidora a la familia. Sin embargo, mi corazón sabía que el camino que había elegido era el correcto.
Me senté junto a ella, sosteniendo su mano frágil en la mía. La preocupación por su salud era constante, y los recursos que teníamos se estaban agotando rápidamente. El dinero que uno de mis tíos nos enviaba cada mes apenas alcanzaba para cubrir los gastos básicos, y cada día era una lucha por sobrevivir. Mi abuela, una mujer de principios firmes, aunque anticuados, se molestaba con nosotras por la situación en la que estábamos atrapadas.
—Debes estudiar, que nadie te robe los sueños, y debes hacer el bien sin mirar estatus —me decía con una determinación que a veces parecía desafiar a la misma muerte.
—Claro, abuela. No te agites, te hace daño —le respondía mientras trataba de hacerla sentir más tranquila.
—Hija, ¿qué harás cuando yo falte? —preguntó, su voz temblando con la inquietud de lo inevitable.
—Para eso falta mucho. Deja de pensar de esa manera. —mi tono era firme, pero en el fondo sabía que el tiempo no estaba de nuestro lado.
A pesar de todo, me aferraba a mis sueños. Estudiaba en la universidad por las noches, con la esperanza de convertirme en abogada y luchar contra las injusticias que tanto habían marcado nuestras vidas. Mis días estaban llenos de clases, trabajos y la constante presión de mantener la casa en pie. La universidad era mi refugio, un lugar donde podía soñar y construir un futuro diferente, lejos de las sombras de mi pasado.
Mi abuela siempre me apoyaba, su mirada llena de orgullo y amor me daba la fuerza para seguir adelante. Ella había sacrificado tanto por mí, y no podía permitir que su esfuerzo se fuera en vano. Cada examen aprobado, cada pequeña victoria, era un tributo a su amor incondicional. En las noches más oscuras, cuando la ansiedad amenazaba con consumir mi determinación, recordaba las palabras de mi abuela. Su voz resonaba en mi mente, como un faro en medio de la tormenta.
Mientras la noche avanzaba, me senté a su lado, observando cómo su respiración se mantenía constante gracias al respirador. Sabía que debía ser fuerte, no solo por mí, sino por ella. Nuestra vida no era fácil, pero estaba determinada a seguir adelante, a pesar de los desafíos y las sombras de nuestro pasado. Las lágrimas brotaban de mis ojos a veces, pero las secaba rápidamente, recordándome que debía ser su roca, su apoyo en esos momentos difíciles.