El padre de Cassie paseaba frenéticamente por el salón de su casa, con las manos en la cabeza y el rostro desencajado. La ausencia de su hija lo estaba volviendo loco.
—¡¿Dónde está mi hija, Judith?! —gritó con desesperación al ver a su hermana entrar con una maleta en las manos.
Judith sonrió, una sonrisa cruel que heló la sangre de José.
—¿De verdad quieres saberlo, José? —preguntó con malicia—. Tu hija está en un hotel... pasando la noche con uno de sus clientes, tu hija es una sucia prostituta.
El silencio que siguió a esas palabras fue sepulcral.
Los ojos de José se abrieron de par en par, incrédulos, horrorizados.
—No... eso no puede ser... —susurró, tambaleándose.
Judith, indiferente a su sufrimiento, lo miró con desprecio antes de girarse y salir por la puerta.
Justo cuando José pensó que no podía soportar más, el timbre sonó.
—¡Cassie! —exclamó al abrir, pero se detuvo en seco. Allí estaba otra mujer, alguien que no esperaba ver jamás.
—Hola, José —dijo Anastasia con una sonrisa extraña.
El hombre se desplomó al suelo antes de poder responder, mientras la voz de Anastasia resonaba en el aire:
—¡José! ¡José! ¿Estás bien?
***
Cassie salió del edificio con el corazón acelerado. Necesitaba escapar de ese lugar.
Buscó un taxi, pero su mente no dejaba de darle vueltas al caos de los últimos minutos.
De repente, un hombre apareció frente a ella, con una mirada que la hizo detenerse en seco. El pánico la invadió, y su instinto le dijo que debía huir, que no podía quedarse allí ni un segundo más.
Antes de que pudiera subir al taxi, el hombre la agarró por el brazo con firmeza. Sus ojos, fríos, la miraban fijamente. En ese instante, Cassie supo que había cometido un error fatal.
Él la había visto sin su máscara, sin su peluca, no como Rosa Venus, sino como Cassandra López.
La vergüenza la recorrió como una corriente eléctrica, un sudor frío cubrió su frente.
—¡No puede irse! —dijo él, con voz grave—. Mi jefe dejó claro que su Rosa Venus no puede escapar de él.
Cassie intentó apartarlo con toda su fuerza, sus manos temblaban, pero no iba a permitir que la atrapara.
Empujó al hombre tan fuerte como pudo y, con una rapidez desesperada, saltó al taxi y cerró la puerta tras ella.
—¡Acelere, por favor! —le gritó al conductor, su voz llena de urgencia.
El taxi arrancó a toda velocidad, perdiéndose en las calles mientras el hombre los miraba, impotente, desde la acera.
Quiso perseguirlos, detenerlos, pero en ese momento su teléfono sonó. Con una expresión de frustración, contestó la llamada.
Cuando llegó donde se encontraba su jefe, este estaba vistiéndose con rapidez, la rabia reflejada en su rostro.
—¡¿Dónde está Rosa Venus?! —exclamó, con una furia contenida.
El hombre a su lado se puso pálido y, nervioso, respondió:
—Señor, lo siento… ¡Ella ha escapado!
—¡Maldita sea! ¡Vamos por ella! —rugió, saliendo disparado con su equipo, subiendo a su auto para alcanzar al taxi.
***
Cassie llegó a casa, su cuerpo todavía estaba tembloroso por el miedo y la adrenalina.
Pagó al chofer rápidamente, sin detenerse a pensar.
Pero justo cuando pensaba que podría relajarse, vio a un hombre frente a la puerta de su casa, un nudo de terror se formó en su estómago.
Su mente corrió en mil direcciones, sabiendo que no podía enfrentarse a su padre, si él se enteraba de lo que hizo.
—¡Váyase de aquí! —gritó, aunque su voz salió temblorosa, casi inaudible.
—¿Es usted Cassandra López?
Ella lo miró con desconfianza.
—¿Quién es usted?
—Soy chofer de la señora Rosenberg, ella es una conocida de José López —respondió el hombre, dándole una tarjeta—. Su padre ha sido llevado al hospital. La señora Rosenberg lo acompañó. Ella está preocupada, señorita López. Su padre está muy grave.
El miedo se apoderó de ella con tal intensidad que su cuerpo se paralizó.
No podía procesarlo, no podía asimilar la idea de perderlo. Era lo único que le quedaba en el mundo.
Subió al auto sin dudarlo.
En el hospital.
Cassie llegó desesperada, en la recepción preguntó por su padre, y le indicaron que debía esperar en la sala.
La angustia la devoraba por dentro. Sollozaba sin consuelo, sus manos apretando su rostro en busca de algo que la calmara, pero el pánico solo aumentaba.
De repente, una mujer de mediana edad se acercó a ella. Su porte elegante y su semblante sereno chocaban con la desesperación de Cassie.
—¿Eres Cassandra López? —preguntó la mujer con suavidad.
Cassie la miró, aún desconfiada, pero asintió, limpiándose las lágrimas que no dejaban de caer.
—¿Quién es usted?
—Soy Anastasia Rosenberg, una gran amiga de tus padres —respondió la mujer—. Me alejé de ellos hace tiempo, pero hace poco supe de la muerte de tu madre. Lo lamento mucho, Cassandra.
Cassie la miró confundida.
—Mi madre murió cuando nací. Hace dieciocho años.
La mujer asintió lentamente, con una expresión de pesar en el rostro.
—Lo sé, y me avergüenza no haber estado allí para ti. Pero estoy aquí ahora, dispuesta a ayudarte. He pagado la cuenta del hospital, y ya hablé con los doctores. Tu padre será trasladado a un mejor lugar. Aquí tienes —le dijo, dándole una tarjeta de crédito—. Esto es para cualquier cosa que necesites.
Cassie la miró, sin saber qué decir.
Por un momento, su desesperación se calmó, como si alguien le hubiera extendido una mano en medio de la tormenta.
—No es necesario… —dijo ella, aunque sus palabras sonaban vacías, como si aún estuviera en shock.
La mujer, visiblemente angustiada, contestó:
—Claro que sí. Ahora, debo irme. Mi hijo ha tenido un accidente y debo ir con él. Pero te ayudaré. Tú y José no están solos en este mundo.
Y antes de que Cassie pudiera decir algo más, la mujer se alejó.
Cassie, con el corazón palpitante, se quedó allí, sintiendo una extraña sensación de alivio por primera vez.
Pero, cuando el doctor se acercò con malas noticias, Cassie se desplomó.
—Su padre está en coma —dijo el médico, su voz grave y compasiva—. El diagnóstico es uremia. Lo siento mucho, señorita López.
El mundo de Cassie se desmoronó de nuevo.
«¡No, papá, mi sacrificio no valió la pena!», pensó