Capítulo: ¿Serás una esposa digna?

1051 Palabras
—¡Pero… mi padre ya tiene un donante de riñón! ¡Por favor, sálvelo! —¿Un donante? No, señorita, no hay ningún donante registrado. El corazón de Cassandra se hundió. Su mirada, llena de esperanza, buscó una explicación en los ojos inexpresivos del doctor. Su mente trataba de aferrarse a la última pizca de fe que le quedaba cuando apareció otro médico, el que había tratado a su padre desde el principio. —¡Tiene que haber un donante! ¿Verdad? Mi tía Judith me lo aseguró. Ella dijo que ya tenía el dinero para la operación… El segundo doctor frunció el ceño, confundido. —Lo siento, señorita López, pero no hay ningún donante. Tampoco he recibido comunicación alguna de su tía en las últimas semanas. Quizás hubo un malentendido. Las palabras se clavaron en Cassandra como un puñal. —¿Qué… qué significa esto? —murmuró, sintiendo cómo la realidad se desmoronaba a su alrededor. Los doctores se alejaron, dejando atrás a una joven atrapada en un abismo. Cassandra sintió las piernas flaquear. «¿Dónde está el donante de mi padre? ¿Dónde está el dinero? ¡Me sacrifiqué por esto! Sacrifiqué mi cuerpo, mi dignidad… ¿Para qué?» Las lágrimas comenzaron a brotar, empapando su rostro. El presentimiento que se agitaba en su pecho era oscuro, aterrador. Una imagen nítida apareció en su mente: Judith, con su sonrisa manipuladora y sus promesas envueltas en veneno. ¿Podría ser tan cruel como para…? No podía esperar más. Cassandra necesitaba respuestas. **** Cassie llegó al bar antes de que abrieran, con el corazón palpitando de rabia y temor. Los guardias la detuvieron al instante; sin su máscara de Rosa Venus, nadie la reconocía. —¡Déjenme pasar! ¡Quiero ver a Judith! —¿Qué está pasando aquí? —La voz fría y autoritaria de Judith rompió el bullicio. Cuando vio a Cassandra, alzó una ceja, divertida. —Déjenla pasar —ordenó con un gesto despectivo, y luego sonrió, atrayéndola a su oficina—. ¿Qué te trae por aquí, querida Rosa Venus? —No me llames así —escupió Cassandra, entrando a zancadas en la oficina. Judith se sentó tras su escritorio, cruzando las piernas con elegancia. —¿Por qué no, cariño? ¿No es ese tu nombre ahora? Cassandra sintió cómo la impotencia y la furia se entrelazaban, quemándola por dentro. —Dijiste que mi padre tendría un trasplante. Dijiste que el dinero ya estaba listo, pero… ¡Todo era mentira! El doctor nunca habló contigo, ¿y dónde está el dinero que gané? Judith soltó una carcajada que resonó en la oficina como una bofetada. —¿De verdad lo creíste? Fue un placer hacer negocios contigo, Cassandra. Te dejé trabajar en mi bar, ganar lo suficiente para tu padre… pero, querida, la deuda está saldada. El dinero es mío. —¡Eres una miserable! —gritó Cassandra, dando un paso al frente—. ¡Ese dinero era para salvar a tu hermano! Judith se levantó lentamente, su expresión endurecida. —¡Cállate! No me hables así. Tú deberías agradecerme. Te di la oportunidad de trabajar, ¿o acaso crees que alguien más te habría contratado? Si quieres más dinero, puedo llamar a un par de clientes. Estoy segura de que estarían encantados de… que seas su prostituta personal. Cassandra no pudo soportarlo más. Con un grito de furia, cruzó la distancia entre ambas y abofeteó a Judith con toda su fuerza. —¡Maldita seas, Judith! Judith lanzó un grito de sorpresa y, tambaleándose, se golpeó contra el escritorio. —¡Pagarás por esto, mocosa! —gritó, señalándola con un dedo tembloroso—. ¡Guardias, atrápenla! Ahora serás mi esclava por siempre, Cassie. Cassandra apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que dos hombres irrumpieran en la oficina. Sintió cómo la sujetaban con fuerza, pero la adrenalina la impulsó a luchar. Mordió la mano de uno de los guardias, arrancándole un grito de dolor, y tomó un florero para estrellarlo contra el otro. —¡Cassandra! —bramó Judith, pero la joven ya estaba corriendo, su respiración agitada, su corazón desbocado. Corrió como si escapara del infierno mismo, sintiendo las lágrimas arder en su rostro. «Lo he perdido todo. Nada valió la pena…» *** Dos semanas después, Cassandra estaba en el hospital, sentada junto a la cama de su padre. Su rostro estaba pálido, sus ojos hundidos. Pasaba casi todo el día allí, observando su respiración débil, buscando señales de mejora. La tarjeta de crédito de la señora Rosenberg era lo único que la mantenía a flote. Gracias a ella, su padre había sido trasladado a un hospital especializado, pero aún no había despertado del coma. Una mano cálida en su hombro la sacó de sus pensamientos. —Cassandra. Al voltear, vio a la señora Rosenberg, quien la miraba con una mezcla de compasión y determinación. Sin pensarlo, Cassandra la abrazó, buscando consuelo en su fortaleza. —Lamento no haber venido antes —dijo Anastasia, acariciando su cabello—. He estado ocupada, pero quería ayudarte. Cassandra se apartó, limpiándose las lágrimas. —No sé cómo agradecerle, señora Rosenberg. Sin su ayuda… yo… —No tienes que agradecerme nada aún —interrumpió la mujer, con una expresión seria—. Pero quiero proponerte algo. Cassandra frunció el ceño, alerta. —¿De qué se trata? —Cassie confío en ti, fui mejor amiga de tu madre, y sé que tu corazón es bueno. Cassandra sonriò con tristeza, esas palabras le dieron consuelo, pero luego la voz de la señora Rosenberg se volvieron serias. —Yo me haré cargo de todos los gastos médicos de tu padre. Lo enviaré a una clínica especializada, donde recibirá el mejor tratamiento. Cassandra sintió un destello de esperanza, pero este se apagó casi al instante. —¿Qué quiere a cambio? —preguntó en un susurro, ya no podía ser tan ingenua de creer que todo era gratis en la vida. Anastasia tomó su mano con delicadeza, pero su mirada era firme. —Quiero que te cases con mi hijo mayor. No harás preguntas, no recibirás respuestas. Solo debes convertirte en una digna buena esposa para él. El silencio llenó la habitación, y Cassandra sintió cómo el peso de otra decisión imposible caía sobre ella.
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