El viento me corta la cara como si fuera una cuchilla fina. Me abrazo con fuerza contra el pecho, enrollando los brazos alrededor de mi propio cuerpo hasta que los huesos crujen. El invierno está en la puerta; lo puedo sentir en el aire, en el aliento de la gente que pasa frente a mí en nubes blancas. Mi chaqueta no es más que una reliquia de lana raída que me cubre hasta los muslos, y debajo llevo capas desiguales que no combinan. No es suficiente para conquistarlo todo, pero —por ahora— no me moriré de hipotermia.
Camino por la acera con la cabeza baja, la gorra hasta las cejas, la bufanda apretada. Paso por delante de escaparates iluminados y veo manos con bolsas de pan recién hecho, parejas que ríen envueltas en abrigos caros, un niño que se apunta el bozal de humo con una sonrisa y migas en la comisura. Algunas miradas me rozan como miradas de lástima; otras me atraviesan con desprecio, como si mi presencia molestara la limpieza de sus vidas. Hay quienes, al verme, piensan que mi final pudo haber sido distinto; que si hubiera tomado otras decisiones ahora no estaría aquí. A mí ya no me importa. Me acostumbré hace tiempo a ser un espectro entre ellos.
Trago saliva y la boca me sabe a metal. Desde la panadería llega ese olor imposible: pan caliente. La fragancia se enreda con los humos de aceite y la ciudad y, por un segundo, todo lo demás desaparece. Me detengo sin querer, inhalo hondo y cierro los ojos. Imagino una sopa humeante; imagino pan rompiéndose en dos, el vapor subiéndose en mi cara. La imagen me golpea con una nostalgia tan aguda que me duele el estómago. Hace dos días que no pruebo nada que no sea alcohol; el poco que queda en la lata es lo único que calma, aunque solo sea un rato, el ruido vacío que tengo dentro.
Muevo la lata en la mano y suena: un tintineo hueco. Está vacía. Me quedo quieta, con la lata fría entre los dedos, escuchando mi propia respiración. La idea de volver al refugio me cruza la mente como un pensamiento automático: allí podrían darme algo de comida, tal vez una cama por una noche. Pero la idea la rechazo tan rápido como aparece. Jamás volvería a ese lugar. Aunque tenga que dormir al raso.
Decido buscar otro refugio. Otra puerta que se abra. Otra mano que no me humille. Me digo que eso será lo mejor, que hay opciones, aunque mi estómago haga ruido y mi cuerpo proteste.
Sigo caminando hasta que un cartel grande me detiene. Está pegado en el ventanal de un teatro: una bailarina en plena arabesca, falda blanca y luces doradas; el título en letras elegantes: El lago de los cisnes. La imagen es perfecta, suficiente para arrancarle un pedazo de mi pasado a cualquiera. Me quedo mirando, y por un instante el cristal devuelve mi propio reflejo: alguien con zapatillas demasiado grandes, cabello rubio sucio asomando por debajo del gorro, la chaqueta que me cubre como un saco, los guantes con agujeros—y en la mano, la lata vacía.
La nostalgia se me enreda en la garganta. Antes, hubo música en mi vida. Antes, había lugar para los ensayos y las luces, para el sudor mezclado con sueños. Ahora esa vida suena como una lengua extranjera que intento recordar a trompicones. ¿Cómo llegué hasta aquí? Busco la respuesta en mi memoria y solo encuentro blanco, pequeños cortes de escenas que no forman una película. A veces me pregunto si todo fue una ilusión: un mapa que me guiaba hacia otra persona y no hacia mí.
Un impulso absurdo y violento me atraviesa: quisiera arrancarle los ojos a la bailarina del cartel, hacerla caer y manchar la fachada con algo real. La rabia sube caliente por mi pecho, pero no hago nada. Me doy media vuelta, aprieto la lata con tanta fuerza que siento que se deshace entre mis dedos, y la lanzo hacia un bote de basura justo a tiempo, antes de que la furia me domine por completo. La lata rebota y se apaga con un golpe hueco.
Sé que está mal sentir enojo por una pintura, por un recuerdo, por un trozo de cartón con brillo. Lo sé y aun así me enojo. Sé que lo que me corroe no es ese cartel: es la ausencia de todo lo demás. El alcohol se me acaba; la comida también. Y cuando las reservas desaparecen, la rabia campa libre por el cerebro.
Decido alejarme de ese lugar. No sé hacia dónde voy, pero tampoco me importa. Ya nada me importa.
El frío me sigue como una sombra silenciosa. Mis pies duelen, pero sigo caminando sin rumbo, dejando que el sonido de mis pasos se mezcle con el murmullo del tráfico y el aullido del viento. Las luces de los autos me ciegan por momentos, pero no desvío la vista. Mi cuerpo se mueve por inercia, como si fuera otro quien lo guía.
Cuando llego a la avenida, no pienso en cruzar… simplemente lo hago.
Camino despacio, con los brazos cruzados contra el pecho, sin mirar a los lados, sin escuchar nada.
No veo el auto que se aproxima
hasta que escucho el rugido del motor y el chillido de las llantas contra el pavimento.
Yo me quedo quieta.
Mis pies se niegan a moverse.
El corazón me golpea el pecho, pero no por miedo. Es algo más… como si estuviera esperando.
Así que esto es todo. Así termina mi vida.
Veinticinco años resumidos en un par de segundos.
Debería ver pasar mi vida frente a mis ojos —eso dicen, ¿no?—, pero no sucede. No veo imágenes ni recuerdos felices, no hay voces del pasado ni momentos brillantes.
Solo hay uno.
Uno solo.
Unas pequeñas manos.
Diminutas. Tibias.
Aferradas a mis dedos mientras la enfermera la colocaba sobre mi pecho.
Recuerdo su llanto débil, el temblor de su respiración, el calor de su piel sobre la mía.
Y después, el vacío.
El momento exacto en que me la arrebataron de los brazos, demasiado rápido, demasiado pronto.
Mi hija.
Prometí vivir por ella. Prometí hacerlo.
Pero aquí estoy, cruzando una calle sin mirar, dejando que un coche decida por mí lo que yo no tuve el valor de hacer.
Cierro los ojos.
Y en silencio, le pido perdón.
Perdón por no haber sido suficiente.
Por no tener la fuerza que juré tener.
Por no haberla visto crecer.
Por no poder cumplir la promesa que le hice entre lágrimas.
El aire vibra a mi alrededor.
El rugido del motor se acerca.
El claxon suena, fuerte, como un trueno que corta el cielo en dos.
Y en ese instante, pienso que tal vez es mejor así.
Que al fin todo terminará.
Siento el golpe del viento cuando el auto se lanza hacia mí.
El tiempo se estira, se deforma.
Todo se vuelve luz y sonido…