Siento una fuerza que me jala con violencia hacia atrás.
Un brazo firme rodea el mío y me arrastra fuera del camino justo cuando el sonido ensordecedor del claxon estalla a mi lado.
Por un segundo creí que estaba cayendo, que el golpe del auto me partiría en dos, pero cuando abrí los ojos descubrí que no había tocado el suelo.
Estoy viva.
Viva.
Y no entiendo por qué.
El corazón me late con tanta fuerza que me cuesta respirar.
Siento la sangre en los oídos, la garganta seca, las piernas temblando.
Podría haber muerto. De verdad.
—¿Estás bien? —escucho una voz masculina junto a mí.
No necesito mirar para saber que esa voz no pertenece a un policía ni a un buen samaritano cualquiera. Hay algo en su tono: grave, pausado, con un acento ruso, como si cada palabra pesara más de lo normal.
Me obligo a alzar la vista.
Y entonces lo veo.
Es alto. Muy alto, casi un metro noventa.
Su abrigo n***o, largo y elegante, le cae hasta las rodillas. Debajo, una camisa oscura y un suéter de cuello alto; la ropa de alguien que sabe exactamente quién es y qué lugar ocupa en el mundo.
El aire a su alrededor parece distinto, más frío, más denso, como si él lo controlara.
Sus ojos son grises.
Grises como acero pulido, como tormenta.
Me miran fijo, sin pestañear, y tengo la sensación absurda de que puede ver a través de mí.
Es tan hermoso que duele mirarlo.
Tan fuera de lugar en mi mundo que me siento invisible a su lado.
Bajo la mirada enseguida, intentando recuperar el aire.
Él aún me sostiene del brazo, con firmeza, casi con autoridad.
No hay suavidad en su toque, solo control.
—Estoy bien —murmuro al fin, haciendo un esfuerzo por sonar tranquila.
Intento soltarme con cuidado. Él me observa sin moverse, las cejas levemente fruncidas, como si no entendiera por qué quiero apartarme.
Cuando por fin libero mi brazo, doy un paso atrás.
Pero su voz me alcanza de nuevo:
—¿Segura que estás bien?
No lo miro. No quiero hacerlo.
Sus palabras suenan auténticas, pero su rostro no refleja preocupación. No parece el tipo de hombre que se preocupa por nadie.
Y, sin embargo, me salvó.
¿Por qué?
Lo escucho exhalar, un sonido apenas audible, algo entre paciencia y curiosidad.
Siento que me observa como si esperara una respuesta diferente, como si quisiera que dijera no, no estoy bien, pero no entiendo por qué.
—Sí —repito, sin mucha convicción—. Estoy bien. Gracias.
Me doy media vuelta, lista para alejarme, pero no llego a dar dos pasos antes de escucharlo otra vez:
—Espera.
Su voz tiene un peso que no admite discusión.
No es una súplica, ni una petición. Es una orden.
No suelo acatar órdenes. De hecho, desobedecerlas me ha llevado hasta este punto.
Pero algo en su tono me obliga a girar, más por curiosidad que por sumisión.
Él mete la mano en el bolsillo interior de su abrigo, y durante un instante mi cuerpo entero se tensa.
¿Va a darme dinero?
La idea me quema la piel.
He aceptado monedas antes, pero nunca las he pedido.
Y de él… no podría. No quiero.
Aceptar algo suyo sería como rebajarme a un nivel del que no podría volver a levantarme.
Me preparo para rechazarlo cuando extiende la mano hacia mí.
No sostiene billetes.
Sostiene un pañuelo.
—Tienes algo en la cara —dice simplemente.
Por un segundo me quedo quieta, sin saber qué hacer.
Sus dedos rozan mis guantes al entregármelo, un contacto mínimo pero suficiente para sentir la calidez de su piel.
Es ahí cuando lo noto: una alianza plateada en su dedo.
Un hombre como él, casado, elegante, fuera de mi mundo.
Tan lejos que ni siquiera debería estar hablándome.
Aprieto el pañuelo entre los dedos.
—Gracias —digo con un hilo de voz.
Él asiente apenas. Ni una sonrisa, ni una mueca amable.
Su rostro permanece serio, casi inmutable.
Pero sus ojos… sus ojos me miran unos segundos más, como si buscaran algo que ni él entiende.
Luego se da la vuelta y se marcha.
Debería sentir alivio.
Eso pienso mientras lo veo alejarse, mientras su figura se pierde entre los autos y las luces. Debería respirar hondo, soltar el aire, seguir caminando como si nada.
Pero no lo hago.
En lugar de alivio, lo que siento es una presión en el pecho, como si algo invisible me apretara las costillas desde dentro. No entiendo por qué. Tal vez sea la adrenalina todavía corriendo por mis venas, o el miedo tardío a haber estado a un segundo de morir. Pero no… no es eso.
Es él.
Por alguna razón, la idea de que ese hombre se marche me incomoda.
Me duele.
Y eso es lo más absurdo de todo.
Lo observo un poco más, el abrigo n***o moviéndose con el viento, su paso seguro, la cabeza erguida. Es evidente que pertenece a otro mundo. Un mundo donde las manos no tiemblan por hambre, donde la gente no teme dormir bajo un puente.
Y sin embargo… él me miró.
Por unos segundos, me vio.
“Ridículo”, me digo a mí misma.
Un hombre como él no recordará a una mujer como yo.
Regresará a su casa, a su esposa, a su vida perfecta.
Tal vez ni siquiera recuerde que me salvó.
Pero entonces… ¿por qué me siento así?
¿Por qué me arde el pecho como si algo en mí se hubiera roto cuando se alejó?
—¿Qué demonios…? —susurro entre dientes, negando con la cabeza.
Miro el pañuelo que todavía tengo en la mano.
Es de tela fina, bordado con delicadeza. Las letras M. V. están cosidas en una esquina, hechas con hilo plateado. Es hermoso. Demasiado hermoso para haber terminado en mis manos.
Lo sostengo frente a la luz de un farol y me quedo mirando los bordes perfectamente doblados.
Parece caro, personal. No un simple pañuelo cualquiera.
¿Quién da algo así a una desconocida llena de mugre?
Mis mejillas se calientan de vergüenza.
Debe haber pensado que necesitaba limpiar mi cara, como si con eso pudiera borrar la suciedad que me cubre desde hace años.
Paso los dedos por mi mejilla, sintiendo la piel seca, el polvo, el sudor. Sí, hay muchas cosas en mi cara.
Una capa entera de miseria.
¿Y él creyó que un pañuelo era la solución?
Una ironía disfrazada de gesto amable.
La rabia me sube por la garganta.
Doblo el pañuelo entre los dedos y, antes de pensarlo dos veces, lo arrojo al cesto de basura más cercano.
El sonido del golpe seco resuena más fuerte de lo que esperaba.
No lo necesito.
No necesito nada de él.
Aun así, mientras me doy la vuelta, siento un hueco en el pecho que no logro explicar.
La noche ha caído por completo, y el viento corta como cuchillas invisibles.
Necesito un lugar donde quedarme, algún rincón que no me congele hasta los huesos.
Miro hacia las calles oscuras, hacia los callejones donde la ciudad es solo un rumor.
Si para sobrevivir debo enfrentarme otra vez al diablo… que así sea.