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Tránsito

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Descripción

Pietro es un joven de familia acomodada que vive en la Roma de mediados del siglo XVIII. Debido a sus inclinaciones personales y a la educación que recibe, se obsesiona con la grandeza del antiguo Imperio Romano y decide dedicar su vida a devolverle a Roma el esplendor perdido. Sin embargo, esta tarea parece irrealizable hasta que un mago vetón se asienta en las proximidades de la ciudad y le promete ayuda para reconstruir el imperio a cambio de superar un juego sin reglas del que solo saldrá vencedor si es capaz de comprender el mundo.

La aceptación de las condiciones impuestas por el celta vetón llevan al protagonista a vivir cuatro vidas, cada una de ellas en el seno de una religión distinta (budismo, confucianismo, cristianismo e islam). Y tras encontrar las preguntas que el sabio le exige para superar el juego, Pietro recibe de él una singular esfera que, debidamente manipulada, podría dar lugar el advenimiento de los tiempos gloriosos. ¿Será Pietro capaz de seguir las instrucciones del celta para conquistar de nuevo el mundo? ¿Llegará a ver su imperio reconstruido o es un acontecimiento que verán las próximas generaciones?

EL AUTOR

Jesús San Gil (Madrid, 1968) reparte su tiempo entre los satélites y la creación literaria. Novelista vocacional, cultiva también el relato corto e imparte talleres para alumnos de secundaria. Ha publicado cuentos en varias antologías y, en 2011, participó en el volumen Cuentos para Hambrientos 2, junto a Lorenzo Silva y otros autores de renombre. Le gusta la música, la palabra escrita y viajar. Disfruta con la sencillez de Delibes, con los viajes interiores de Javier Marías y paseando por el Manhattan de Dos Passos. Admira a los genios anónimos que caminan por la vida confundidos entre la multitud, y dice ser un piloto poco habilidoso que desconoce la técnica apropiada para aterrizar con suavidad.

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I. ULACA-1
I ULACAPietro nació en el palacio Travertino un día de invierno del año 1705. Nevaba copiosamente en la calle y por las ventanas de la gran casa no se veía más allá de la valla perimetral de la finca. La residencia estaba aislada, como perdida en medio del manto blanco que la larga noche había dejado y que todavía de mañana se seguía acumulando sin intención de parar. En los rincones de la defensa exterior se habían hecho ventisqueros que tardarían días en desaparecer, y la caseta que no hacía mucho habían construido para el perro, había desaparecido por completo y solo se adivinaba la prominencia provocada por la pendiente del tejadillo. No obstante, la casa estaba caliente. Durante toda la noche habían estado atizando la chimenea del salón y se habían ocupado también de calentar la planta alta, que era donde la señora habría de alumbrar. El temor a que el frío del exterior entrase en los aposentos e incomodase a los moradores provocó un nerviosismo tal que todo el que pasaba frente al fuego aprovechaba para echar una astilla de leña seca, lo que a la postre llevó a que toda la concurrencia sufriera unos tremendos cabritillos en las piernas y unas engordaderas finas y de un rojo intenso que afloraron en las mejillas. La parturienta solicitó por su salud que no se atizase más la chimenea, pues sentía que, además del tremendo dolor abdominal, en breve comenzaría a desaguarse por todos los poros de su piel. Llegó la hora y el palacio quedó en silencio. Solo dos matronas viejas como el mundo se encerraron con la futura madre para aparecer poco después con un bebé severamente abotagado que pasearon frente al padre y retornaron al instante al calor materno. La mujer, recompuesta levemente de tanto esfuerzo, pero vulnerable todavía a los sentimientos, tomó al bebé y derramó lágrimas de orgullo; esa fue la primera y la última vez que se la vio llorar. Ese fue su único momento de debilidad. Por lo demás, en pocos días la casa volvió a la normalidad. Ni siquiera la presencia de la criatura alteró más de lo imprescindible la vida familiar. El padre del mamón, don Giorgio, retomó sus actividades profesionales en cuanto la nieve remitió, y con ese porte señorial y majestuoso que había servido para enamorar a su esposa, se incorporó de nuevo a sus negocios de la ciudad, que aunque proporcionaban tan pocos beneficios que daba vértigo ver sus cuentas, lo mantenían alejado del hogar los siete días de la semana. Lo de la madre era otra cosa. Doña Julia había sido siempre una gran señora; pero no una de esas que aparentan en público lo que lloran en privado, sino una de esas mujeres discretas y elegantes que lo dicen todo con los ojos. No era guapa, tampoco fea; no era alta, tampoco baja; no era alegre, tampoco triste; aunque tenía algo inexplicable que la hacía especial. Tal vez por eso don Francesco, fundador de la fortuna familiar, que por su lamentable salud se encontraba postrado e inmóvil de cintura para abajo, no dudó ni un solo instante a la hora de nombrar a su hija administradora única de todo su capital. Doña Julia pasaba los días entre montañas de papel, quimeras políticas, pleitos y un montón de hombres zalameros y apocados que rondaban sus influencias. No en vano, doña Julia administraba con mano firme el taller de tintes, los dos molinos de las afueras de la ciudad, las postas entre Roma y Florencia, un pequeño banco y, por supuesto, la compañía aseguradora que era envidia de todos y espanto de algunos. La había fundado ella sola empezando desde cero, y con mucho tino y atrevimiento se había lanzado a asegurar flotas en un tiempo en el que todavía no era costumbre. Al principio sufrió un poco e incluso creyó haberse equivocado, pero luego, con el transcurrir de los meses, vio con alegría cómo los armadores se dirigían a ella en busca de garantías para sus travesías. Estableció unas cuotas del seis por ciento para el comercio por el Mediterráneo y del veinte por ciento para las expediciones que bajaban por la costa africana o que se dirigían a América. Aunque más de un barco se hundió con todo su cargamento, los pingües beneficios del nuevo negocio le permitían cumplir debidamente los compromisos adquiridos. Un par de años atrás también residió en la casa don Cátulo, hermano mayor de doña Julia, que por haber fallecido entre el uno y la otra nada menos que tres niñas cuando no contaban más de un año de vida, resultaba que la diferencia de edad entre ellos era de más de quince años. En el momento del nacimiento de Pietro, don Cátulo hacía vida en el Vaticano, ya que su familia le había comprado el empleo mediante el pago de una hacienda que lindaba con el distrito de Marte y que disponía de abundante agua, frutales, huertos, e incluso una preciosa y resguardada zona de esparcimiento para el mismísimo papa. Se rumoreaba por los mentideros de la ciudad que la historia del cardenal Cátulo Comencini era un completo misterio. En los corrillos del distrito de Pincio se aseguraba que de joven había ejercido de soldado, y que una vez aprendido el oficio y con muchos muertos a sus costillas, se había hecho un hueco en la escala de mando, donde había ido ascendiendo hasta ocupar el empleo de capitán de compañía, y que su sed de sangre había sido siempre tal que, no importándole un ardite la vida ajena, se asentaba como mercenario en cualquier parte de Europa y luchaba por placer desde el alba hasta la puesta de sol. En Quirinale se daba por cierto que don Cátulo había sido siempre hombre de bien y que, si se sabía tan poco de él era porque había llevado vida de muchísima discreción y recogimiento, y que durante toda su existencia no había hecho sino estudiar y cultivar su mente para entregar luego todo su saber a la Iglesia. Sin embargo, la única verdad era que siempre había sido un hombre díscolo y de mucho carácter que, sintiendo que Roma y la familia se le quedaban demasiado pequeñas, se había marchado de casa cuando todavía era imberbe, hizo vida disipada durante mucho tiempo y se embarcó en negocios de dudosa reputación, la mayor parte de las veces. Vivió en Inglaterra gran parte de su juventud, se mudó a Portugal cuando la humedad de la isla le tentó los huesos, y más tarde, cuando las deudas contraídas en Portugal eran de crecido monto y el número de enemigos superaba con creces al de amigos, decidió cambiar su casa de Oporto por otra en Niza, donde retomó al punto su actividad de empresario tramposo y vendedor de nada que tan malos resultados le había dado. Sin embargo, sus cálculos fallaron, y embarcándose de nuevo en aventuras de difícil descripción en las que la trampa y el truco fueron el pago diario, cuando llevaba poco más de un año en suelo francés tuvo que salir de nuevo corriendo. Harto como estaba de recorrer mundo, decidió volver a su casa de Roma. Contrariamente a lo que pensaba, lo recibieron como al hijo pródigo. Hicieron una fiesta íntima para celebrarlo y le asignaron un modesto estipendio para que pudiera hacer vida de hombre adulto en una ciudad en la que todo era demasiado caro. Luego el tiempo siguió corriendo y, tras un periodo de reflexión que duró varios meses, a doña Julia se le ocurrió que si querían estar a la altura de los Spinola, los Lomellino, los Bonvisi o los Affaitadi, no les quedaría más remedio que invertir un poco de capital y colocar a don Cátulo en el Vaticano. Al principio le pareció una idea graciosa y se lo tomó a broma, pero viendo que doña Julia no desistía y que su padre apremiaba, se rindió y sucumbió a los deseos e intereses familiares. No se sabe muy bien qué fue lo que aprendió por el mundo durante sus largos años de ausencia ni por qué había desperdiciado sus cualidades, pero lo cierto es que, a los pocos meses de tomar el empleo de cardenal, toda Roma pronunciaba su nombre con orgullo. En el Vaticano eran tenidas en mucho sus opiniones, y así, a pesar de no haber dependencia fija, lo mismo era llamado para intervenir en la compra de armas que para decidir sobre la venta de indulgencias; para contratar a un escultor de reconocido prestigio o para elegir una comisión que negociara con los reyes europeos. Siempre se esperaba de él una idea brillante o, cuando la cosa era de difícil compostura, el arrojo necesario para emprender esta o aquella estrategia. Se alababa su capacidad sin igual para negociar y se tenían en altísima estima sus arrestos para mantener posturas sin quebrarse ni dar muestras de debilidad. Era una persona capaz de faltar sin ofender, de insultar sin molestar; manejaba la retórica con tanta maestría que decir que era un erudito sería decir poco sobre su excelsa cultura. En este pequeño círculo pasó Pietro sus primeros años de vida. Su padre jugaba con él cuando le resultaba completamente imposible excusarse, es decir, nunca, y su madre, aunque cariñosa y entregada, rara vez conseguía robar un rato a sus actividades mercantiles para entretenerlo o contarle un cuento. Pietro crecía asilvestrado. Como no le quedaba más remedio que entretenerse solo o padecer los ridículos juegos de su aya, de manera espontánea desarrolló una imaginación que era el asombro de todos. Resultaba curioso escuchar lo que decía y su enorme capacidad para responder de manera ingeniosa a las cuestiones planteadas por los adultos. Doña Julia se asustó un día que, requiriendo al muchachín explicación de por qué había roto un par de vasos de principal calidad, obtuvo por respuesta una fresca de las que solo hilvanan los pillos y los pícaros de la calle. Tras despedir a uno de los criados, muy dado a ese tipo de expresiones, decidió que tendrían que hacer algo para poner coto a tales desmanes dialécticos. Don Giorgio era un hombre sencillo que sabía trabajar pero no enseñar, y ella misma no sabía enseñar pero sí trabajar, así que, siendo esas las circunstancias y pormenores, se aventuraron a buscar un instructor para Pietro, pues los cinco años que tenía aconsejaban no dejar pasar mucho más tiempo. Solicitaron consejo y pidieron referencias de un par de hombres de letras que les habían recomendado; también invitaron al palacio a un fraile franciscano que decían que poseía grandes dotes de maestro, pero viendo que ninguno de los candidatos propuestos reunía condiciones decidieron darse un poco más de tiempo y entrevistarse con cuantos hombres de conocimientos fuese menester. Sin embargo, el empeño puesto durante los primeros días fue decayendo, y dos semanas después de tomada la decisión de instruir al niño, doña Julia parecía haberse olvidado por completo del asunto, dejando el peso de la decisión a su dubitativo esposo. Finalmente, más por zanjar la cuestión que por convencimiento, don Giorgio contrató los servicios de un joven sabio que respondía al nombre de Michelle. Era joven. Tenía tan pocos años y un cutis tan suave y blanquecino que el servicio de la casa le regaló el apodo de «el Marquesito»; la desvergüenza del personal era tanta que no dudaban en hacer burlas y chanzas sobre su aspecto incluso cuando él estaba delante. En más de una ocasión hubo de salir don Giorgio en defensa del joven, y para dar ejemplo que sirviera de escarmiento obligó a una de las cocineras a aprender a leer y escribir bajo pena de no volver a cobrar su salario si en el plazo de tres meses no era capaz de componer palabras sobre el papel. La cocinera lloró tanto, y fueron tantas las energías gastadas en el aprendizaje, que el resto del servicio, temeroso de escarmientos intelectuales tan crecidos, apaciguó el ánimo y dejó de hacer escarnio de él. Michelle lo agradeció, y amable como era, ni siquiera guardó rencor a tan malvados compañeros, e incluso se dio la circunstancia de que fue él quien le regaló a la guisandera su primer libro; uno sobre la vida de los santos que le gustó tanto que no había noche que no leyera una o dos páginas. Superado este primer escollo y estando el joven instructor mucho más conforme con el trato que recibía, se puso a trabajar con Pietro con más ilusión. Con una pericia rayana en la genialidad alimentaba su cerebro con cientos de cosas sencillas y provechosas. Así pasaron tres o cuatro años durante los que prácticamente no hubo descanso. Después, cuando Michelle consideró que las entendederas del chico estaban suficientemente preparadas, cambió de estrategia y se aventuró a enseñarle las principales cosas que habría de saber, que según el momento y situación se resumían en retórica, filosofía y aritmética. Pietro se esforzaba cuanto podía, su afán por aprender era tal que no dudaba en martirizar a Michelle con decenas de preguntas que, viniéndosele a la cabeza en cualquier momento del día o de la noche, anotaba en un papel y posteriormente exponía debidamente. El maestro preparaba concienzudamente las clases pero, como la inteligencia del chico era tan crecida y solían ventilar todo antes de tiempo, la mayor parte de los días gastaban un buen rato contándose pequeñas o grandes historias que amenizaban su ocupación diaria. Una tarde oscura de invierno, cuando habían terminado las actividades previstas, Michelle puso cara de misterio y, mirando al muchacho a los ojos, comenzó un relato que lo dejó embelesado.

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