CAPITULO 3

2626 Palabras
ARTEMISA Voces. Voces que perforan el silencio con su lengua extranjera. Órdenes secas en ruso, ladradas con autoridad. Siento unos brazos fuertes, firmes, que me levantan como si no pesara nada. Soy un bulto inerte en manos ajenas. Un pedazo de carne tibia que respira. El aire cambia. Las puertas se cierran tras nosotros. Más pasos. Más voces. Todo se siente lejano, como si no me perteneciera. Estoy flotando en un cuerpo que no reconozco. Un cuerpo que no responde. De pronto, algo suave bajo mí. Sábanas, quizás. Lavanda. El aroma es tan puro que me duele. No lo merezco. No debería existir nada tan limpio en mi mundo. Otra vez, esos brazos. Me alzan de nuevo. Después... Agua. Caliente. Corriendo por mi piel. Intento abrir los ojos, pero los párpados pesan como si los hubieran sellado con plomo. Todo mi cuerpo está dormido, como si flotara en una bruma espesa. Un vacío sin nombre. Pero hay manos. Manos suaves. Delicadas. Tan distintas a las que me han tocado antes. Ninguna urgencia, ningún apuro. Solo cuidado. Precaución. Me lavan con una ternura que me hiere. Porque no la entiendo. Porque no la merezco. Porque nunca nadie... Un gemido se escapa de mi garganta cuando sus dedos masajean mi cuero cabelludo. No lo controlo. No soy yo. ¿O sí? ¿Cuándo fue la última vez que alguien me tocó sin querer herirme? Alguien me está bañando. Intento moverme, pero no puedo. Mi cuerpo está adormecido. Tampoco quiero abrir los ojos y despertar de ese lindo sueño. —Ty takaya krasivaya — susurra una voz de mujer. Dulce. Cálida. Una melodía en medio del horror. Sus manos siguen deslizándose por mi cuerpo, como si no hubiera cicatrices, como si no apestara a pecado, a sangre, a muerte. Luego, el agua cesa. Mi cuerpo es envuelto en algo cálido. Agradezco no tener fuerzas para hablar. No sabría qué decir. —Teper' vy mozhete voyti — dice la mujer. —Vy eto osveshchali? — otra voz. Masculina. Grave. Conozco ese timbre. Vladislau. —Aga — responde ella. Unos fuertes brazos me toman de nuevo y nuevamente estoy en el aire. Después de unos segundos me colocan en una superficie demasiado blanda, cómoda y reconfortante. Con el mismo olor a lavanda de antes. ¿Cómo puede algo tan limpio tocar a alguien como yo? —Ya dolzhen vyyti — dice él. —Ya o ney pozabochus' — responde la dulce voz de antes. No sé quien es, pero si reconozco que es una voz de mujer. Es dulce. Suave. Cálida. Unos pasos firmes se alejan y siento una suave caricia en mi rostro. Quisiera decirle que no debe tocarme. Odio que lo hagan, pero el roce es tan suave, tan delicado que simplemente ayuda a callar cada uno de mis pensamientos. —Kak kto-to mozhet prichinit' bol' takomu prekrasnomu sushchestvu, kak ty? —<¿Cómo puede alguien, hacerle daño a un ser tan hermoso como tú? No logro entender lo que dice, pero sé que es ruso. Su tono me golpea en el pecho. Casi rompe algo que he sellado hace años. No soy hermosa. Soy una máscara rota. Un monstruo con piel de niña. Los recuerdos me atacan sin piedad. La celda. El frío. El dolor. El hedor de la muerte. Vladislau rompiendo las cadenas con su voz, con su cuerpo, con su presencia. Discutiendo con sus hombres. Dando la orden para que nos trajeran a Rusia. Defendiéndome como si yo valiera la pena. Como si no fuera solo una criatura que finge ser débil para cazar mejor. No entiendo por qué me está salvando. No lo entiendo. Pero me aferro a su salvación como una parásita. Porque no sé hacer otra cosa. Cuando nos subimos al auto que nos sacó de la casa de donde estaba me sumí en un profundo sueño. Me sentía tan cansada que fue difícil mantenerme despierta. La suave caricia desaparece y quiero protestar. Nunca nadie me había tocado con tanta delicadeza. Quiero pedirle que regrese. Que siga tocándome. Que no me deje sola con mis pensamientos. Con los gritos que no cesan en mi cabeza. Siento unos pasos alejarse. Una puerta cerrase y un silencio profundo. Me dejo arrastrar por la oscuridad. Me sumerjo en ella como quien vuelve a casa. Porque es lo único que conozco. Porque es lo único que me queda. La garganta me arde como si hubiese tragado cristales. Trago con dificultad, sabiendo que no hay nada que calme ese fuego. Me remuevo entre las sábanas suaves, y un estremecimiento me recorre cuando el tacto de la seda roza mi piel sensible, marcada. Hundo la cabeza en la almohada e inhalo. Lavanda. Todo huele a lavanda. Esa flor estúpida que intenta cubrir el hedor de la sangre seca que aún vive en mis recuerdos. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero comienzo a abrir los ojos lentamente. La habitación está sumida en penumbras. Una tenue línea de luz se cuela por entre las cortinas cerradas, la luna se asoma como una voyerista silente, testigo de mi resurrección forzada. Cada músculo de mi cuerpo duele. Cada parte arde, como si mi carne aún estuviese siendo arrancada de mi alma. Balanceo las piernas, las dejo caer hacia el abismo de la alfombra mullida. La textura es extrañamente cálida, como si supiera que estoy hecha de pedazos rotos. Aparto las sábanas con torpeza y dejo que mi mirada vague por el lugar. Es grande. Elegante. Demasiado sofisticado para un monstruo como yo. No puedo ver mucho ya que es de noche y las luces están apagadas, pero gracias a luz de luna puedo notar que hay un enorme mueble que da en dirección al enorme ventanal. Dos mesitas de noche. un enorme vestidor. Un gran espejo. Y varias cosas más. Es elegante y sofisticada. Arrastro mis pies hasta el enorme espejo. Mis ojos se encuentran con mi reflejo. La criatura frente al espejo no soy yo. Llevo puesta una pijama blanca que no me pertenece. El cabello cae suelto, limpio, como si lavarlo borrara la suciedad en mi memoria. Las heridas han sido vendadas. Las cicatrices aún hablan. El estómago me ruje. Estoy sola en la habitación y me gustaría saber donde se encuentra mi príncipe. Tomo una bocanada de aire. Debatiéndome entre quedarme en la habitación y salir a buscar algo de comer. Me muerdo la punta del dedo pulgar con violencia. No quiero incomodar a nadie. El estómago vuelve a rugir mas fuerte. Y esa es mi señal para escabullirme. Abro con cuidado la puerta de la enorme habitación, me recibe un enorme pasillo pintado de blanco. Todo es bastante lujoso. Los enormes cuadros. El techo de mármol. Con cuidado camino hacia unas escaleras. De tanto en tanto me fijo que no levante a nadie. Bajo con cuidado de no hacer ni un solo ruido. El silencio que hay en la enorme casa es abrumador. Bajo las escaleras sin hacer ruido, evitando que la madera crujiente me delate. Me mezclo entre las sombras. Recorriendo todo el lugar. Maravillándome de lo hermoso que era. De los lujos que lo decoraban. De la majestuosidad y el poder que representaba. Tardé un poco en llegar hasta una enorme cocina. Llevé las manos a mi boca y abrí mis ojos con sorpresa. Es algo que nunca he visto. Todo es n***o, blanco con detalles dorados. Todo brilla. Todo resplandece. Todo me resulta ajeno. Enormes repisas la adornaban. Caminé con cuidado. Todo es tan alto que mi 1.50 de estatura no era de mucha ayuda. Abrí la nevera y quise chillar. Había muchas cosas. Mis ojos se clavan en una caja. La tomo, como si dentro hubiera respuestas. La abro. Un aroma dulce y denso me envuelve. Meto un dedo, lo sumerjo y me lo llevo a la boca. Y entonces explota. Sabores. Texturas. Algo que no puedo nombrar, pero que me hace cerrar los ojos y gemir. Por un momento, solo por un jodido momento, me siento niña. Muero por saber qué es esto. Estaba tan entretenida llenándome la boca del delicioso alimento que no sé que alguien entraba a la cocina. —¿Qué tenemos por aquí? —una voz me hizo brinca. Me giré rápidamente. El alma se me escapa del cuerpo. La caja que sostenía en las manos se me resbaló cayendo en el piso y haciendo un desastre. El contenido se esparce como vísceras dulces en un campo de batalla. Mi mirada sube. Lenta. Temblorosa. Fruncí el ceño cuando mis ojos se posaron en el dueño de la voz. Un hombre. Enorme. Bestial. Me observa como un lobo hambriento. Hice una mueca de asco cuando se relamió los labios y una arcada me sube por la garganta. No me gustaba la forma en la que me miraba. Era la misma forma en que lo hacia cada hombre que murió en mis manos. Un escalofrió recorrió todo mi cuerpo. Es la mirada de los que disfrutan la caza. De los que creen que un cuerpo pequeño y débil es una invitación. El sabor a acre inundo mi boca e hizo que el delicioso sabor de lo que comí se agriara en mi estómago. —¿Estás perdida, preciosa? Trague con fuerza. Mis ojos vagaron por todo el lugar frenéticamente. Pero estaba sola. No respondí a su pregunta. Me sentía como un cervatillo atrapado por los faroles de un auto. El hombre dio un paso y yo retrocedí. La escena se repite. La misma. Una y otra vez. Solo cambia el rostro. El cazador siempre es diferente, pero yo sigo siendo la presa. Sonrió. No me gustó. Esa sonrisa la conocía bien. Era la de un depredador que ha puesto los ojos en su próxima presa. Aprieto los puños. El corazón me golpea el pecho con tanta fuerza que creo que va a explotar. La respiración se vuelve errática. Mis sentidos se disparan. Escaneé todo el lugar. Buscando algo que me ayudara. Estoy sola. —El pakhan trajo una putita para que pudiéramos jugar con ella —escupe. Y con esa frase, me desgarra el alma. Pero también enciende algo. Algo oscuro. Antiguo. Que duerme bajo mi piel. El miedo da paso al odio. A la furia. A la sangre que empieza a hervir bajo mis vendas. A la voz que me susurra que esto no es nuevo. Que ya sé cómo acaba esta escena. Con su cadáver a mis pies. Silencio. No dije nada. La gente suele pensar que por mi apariencia soy alguien indefenso. Ese es su error. Nunca se debe subestimar a nadie. Ni siquiera al animal mas pequeño porque son los que suelen hacer mas daño. Mi espalda impactó contra el borde del mesón con violencia. Sentí el golpe seco en las vértebras, pero no grité. Dolía, sí, pero no más que otros golpes. No más que los de antes. Extendí el brazo. Mis dedos tantearon a ciegas hasta encontrar lo que buscaban: el mango de un cuchillo. El imbécil estaba tan entretenido mirándome las tetas que no se dio cuenta. —Vas a mamarla, ¿verdad, perra? —espetó, con esa voz viscosa que dan las drogas baratas y la testosterona mal digerida. En un par de zancadas lo tenia delante de mí. Yo seguía sin decir una sola palabra. mis ojos nunca se apartaron de los suyos. Me tomó del cabello con una fuerza torpe y bruta, forzándome a arrodillarme. El sonido metálico de la hebilla, luego el zumbido de la cremallera... Y entonces, su diminuta polla flácida se balanceó frente a mi cara. —Chúpala. Como la buena puta que eres —gruñó, acariciándosela con impaciencia. Tomo su polla una flácida entre sus manos. Me tiró aún más del cabello. La punzada en el cuero cabelludo me hizo cerrar los ojos un segundo. Mordí el interior de mi mejilla. Fuerte. El sabor a sangre inundó mi lengua. El hombre acercó su polla aun mas a mi rostro. Comenzó a masajearle intentado obtener una reacción que no llegaba. —Hazla reaccionar con esa preciosa boca, vamos —siseó. El agarré en el mango del cuchillo que estaba a mi espalda se intensificó. Un recordatorio frío y afilado de que yo no era su víctima. Incliné mi rostro y sonreí. Una sonrisa cruel. Ladina. Burlesca. Como una grieta en la pared antes del derrumbe. —No es mi culpa si tu triste polla no sirve —murmuré. Y entonces me golpeó. De lleno. El crujido de mi mejilla contra sus nudillos. El escozor caliente subió por mi rostro como una ola. Sentí el ojo humedecerse, pero no lloré. No grité. Estaba acostumbrada a que me golpearan. Con los años dejé de suplicar. Simplemente aceptaba la mano de mierda que me tiraba la vida. —Chúpala, maldita zorra de mierda— espeto. Lo miré. En silencio. Como se mira a un animal herido que aún no sabe que está muriendo. Ladee la cabeza. Le rodeé el m*****o con la mano libre. Caliente. Asqueroso. Como un pedazo de carne en descomposición. El hombre gimió. Y yo tuve que hacer el uso de todo mi autocontrol para no tener arcadas. Comencé a masturbarlo. Con movimientos lentos, pero firmes. —Aprieta más... Obedecí. El hombre de aspecto asqueroso cerró los ojos. Echó la cabeza hacia atrás y ese fue su error. Tomé su pequeña polla la estiré y balanceé el cuchillo hasta que la hoja filosa cortó el pequeño m*****o. Un grito desgarrador invadió el silencio del lugar. La sangre brotó a borbotones, salpicando mi rostro, mi cuello, el suelo pulcro de la cocina. —Maldita —gritó llevándose las manos a su entre pierna. En mi mano quedó el m*****o cercenado. De él salían chorros de sangre. Manchado el limpio piso. Que lastima. No quería hacer un desastre. Solo esperaba que mi príncipe no se enojara. El hombre cayó de rodillas. Gritando e intentando detener la hemorragia de sangre que salía de su entre pierna. Caminé hacia él con su polla en mis manos. —No me gusta que me obliguen hacer una felación si no quiero —murmuré. Elevé el chuchillo y lo incrusté en su ojo. La resistencia del globo ocular al acero fue mínima. Satisfactoria. Gotas de sangré salpicaron mi rostro. El aroma ferroso llenó mis fosas nasales. La vista se me puso roja. Mi cabeza decidió que era buen momento evocar las imágenes de aquella celda, fría, vacía y sucia. El momento en donde arranqué con mis dientes el pene de ese bastardo. La oscuridad me consumió y yo le di paso. Era mi hogar. El cuchillo subía y bajaba como una extensión de mi alma. Hundí la hoja en su pecho, en su abdomen, en sus muslos. Corté. Rasgué. Hundí. Dejando que la sangre me salpicara. Solo paré cuando dejó de temblar. Cuando el cuerpo cayó inerte tomé una bocanada de aire. Dejando que mis pulmones se expandieran y mi respiración se relajara. No sabía cuanto tiempo había pasado, pero nadie había venido. Aun cuando los gritos del hombre que yacía muerto en el piso habían resonado por todo el recinto. Alcé mi mano con el m*****o aun en ella. —¿Qué debía hacer? —murmuré, pensativa. Me encogí de hombros. Regresé a la estancia y tomé una tabla para picar. Varios sartenes. Encendí la estufa y me dispuse a cortar en rodajas el m*****o. El primer rayo de sol de la mañana se coló por la ventana. Iluminó mis manos ensangrentadas, mis mejillas marcadas, mi sonrisa. Unos pasos firmes se escucharon a mi espalda y una deliciosa voz se hizo presente. —Que mierda... ¿Qué es todo esto? Me giré con una gran sonrisa y mis ojos chocaron con verde que ya conocía. —Buenos días, príncipe.
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