ARTEMISA
Me encojo más, como si pudiera fundirme con el suelo, con la mugre, con la sombra. Me aferro al rincón de la celda como si en él pudiera esconderme de lo que sucede enfrente. Intentando ignorar los gritos en la celda de enfrente. Pero no puedo. Mis ojos están fijos, abiertos, testigos de otra escena de horror.
Desde la oscuridad observo como es arrastra por el sucio suelo. La forma en que los dedos se aferran al suelo sucio, como si el concreto pudiera salvarla. Como ella y su amigo son sacados de la celda: sin delicadeza, sin humanidad.
Relamo mis labios resecos, resquebrajados. Trago saliva, si es que aún me queda. La sed me carcome la garganta. La desesperanza me corroe los huesos.
No sé cuántas horas pasan hasta la mujer regresa. Es tirada como una muñeca en la celda. La lanzan como si fuera un trapo viejo, como si ya no fuera humana. No entiendo bien lo que le dicen, pero ha dejado de luchar. La veo esconderse y acurrarse en un rincón. Suaves sollozos salen de su boca. Llora como si algo dentro de ella se hubiese roto para siempre. Y en ese mismo instante sé con certeza que la han quebrado.
No mentía cuando le dije que de aquí nadie sale como entró. Aquí te arrancan el alma con los dientes. Te rompen la mente como quien destroza un cristal con un mazo. Te obligan a mirar cómo se marchita tu humanidad mientras sigues respirando.
Los años me han ensañado que duele más una herida mental que una física.
La física se cura y aunque queda cicatriz se cierra. Pero las heridas de la mente. Del corazón y del alma siempre pueden abrirse en algun momento. Aun cuando pienses que han cicatrizado. Esas nunca se borran. Nunca se curan por completo. siempre están allí, esperando el momento para volver a sangrar.
Te persiguen. Te despiertan por las noches con los gritos que juraste haber olvidado. Son cicatrices invisibles que siguen sangrando en silencio.
Quisiera decirle algo. Lo intento. Pero no encuentro palabras. ¿Qué consuelo puede ofrecer alguien que ya está muerta por dentro? Cierro los ojos con fuerza cuando su llanto se vuelve más agudo. Más animal. Más desgarrador. Como si el dolor se hubiera arraigado tan hondo que ya no pudiera salir en forma de palabras. Solo en forma de gritos.
Trago saliva. Amarga. Viscosa. Como la culpa. Intento apaciguar el sin sabor que se ha instalado en mi boca. He visto morir compañeras. He visto lo que son capaces de hacer hasta destruirlas por completo.
He visto cosas. Cosas que no deberían contarse. He visto cuerpos doblarse de formas antinaturales. He visto ojos sin vida mirarme. He oído súplicas que se apagan sin respuesta. Y eso deja marcas. No solo en la piel... en el alma.
Cierro los ojos. Intentando calmar los demonios de mi cabeza. Las voces que me gritan que lo mejor seria matarla. Acabar con su sufrimiento. Dejarla descansar. Me hago un ovillo. Intentando silenciar mi cabeza. Cada pensamiento que me golpea.
—¿Debería matarla? —susurro, apenas audible, solo para mí—. Nadie merece vivir con su mente como prisión.
Sacudo la cabeza. No es mi problema. Ella no tiene por qué importarme. Siento pasos. La puerta metálica chirría. Ese maldito sonido que ya forma parte de mis pesadillas. Mas pasos. Un candado abriéndose. Mas gritos desgarradores. Que hacen que la sangre se te hiele. Y luego silencio.
Un silencio que duele más que los gritos.
No sé cuanto tiempo pasa así. El mismo patrón. He dejado de contar las horas. Los días. Las semanas. Desde que estoy aquí. Trato de ignorar todo a mi alrededor. No quiero que vuelvan a intentar abusar de mí. Mi cuerpo está cansado. Destrozado. Mi mente fragmentada en muchos pedazos. Mi alma quebrada. Todo es oscuridad, frío, hambre, y esa sensación de que ya no soy una persona, solo un montón de carne que respira por inercia.
Hay murmullos. Voces diferentes. Sollozos. Y gritos desgarradores. Y en medio de ese agujero n***o en el que me arrastro cada día, ellos la siguen destruyendo.
¿Lo peor? Lo han logrado.
Me quedo en mi lugar. Dejando que la oscuridad me consuma por completo. La chica de la celda deja enfrente. Ha dejado de sollozar. Y si creía que el infierno había terminado estaba equivocada.
Otra vez se la llevan. Y ya no regresa. Relamo mis labios. Cada día están mas secos. La lengua me raspa contra el paladar. El sabor a sangre seca me recuerda que sigo viva. No me han dado de comer. Ni de beber nada.
Mi cuerpo se tensa cuando escucho explosiones. Personas corriendo. Disparos. Gritos. Ordenes. Pero me quedo en mi lugar.
Quizás se olviden de mí. Tal vez me dejen aquí. Donde pertenezco.
¿Quién vendría a salvarme?
No soy estúpida. No tengo a nadie.
Soy basura. Una cosa. Un experimento fallido.
Una niña que nunca tuvo infancia.
Un arma que ya no funciona.
Un cuerpo sin alma.
Mi mente, traicionera, se llena de sus ojos. Verdes. Penetrantes. Inolvidables.
Mi príncipe.
Mi obsesión.
Mi única razón para seguir viva.
Espero que esté bien.
Me encojo más, como una criatura herida buscando refugio. La puerta se abre de nuevo. Esta vez, algo es diferente. Una rara sensación invade mi cuerpo. Los pasos se escuchan firmes, pero cautelosos. No me muevo. Entierro mi cabeza entre mis piernas.
Y entonces...
—¡Ey! —una voz baja, masculina, con ese acento que mi cuerpo reconoce antes que mi mente.
Me hundo más. Intentando hacerme una sola con la oscuridad. No. No quiero levantar la cabeza y que no sea él. No quiero ilusionarme. No quiero romperme de nuevo.
—No creo que sea buena idea que te acerques —responde otra voz, desconocida, áspera.
No me muevo. Me mantengo quieta en mi lugar.
—Solo mátala —añade, como si mi vida no valiera nada.
No lo culparía. Yo también pienso que mi vida no vale nada.
Pero entonces... lo escucho a él.
—Es mía —responde.
Mi corazón se detiene. Mi pecho se sacude. Está aquí. Ha venido. Mi alma, por un segundo, parpadea. Y siento que puedo volver a respirar.
Me acurruco más, como me enseñaron. Estoy cumpliendo mi papel a la perfección. Para esto me han moldeado. Para parecer una muñeca indefensa. Para seducir la compasión. Para manipularla. Para convertirla en un arma.
—No voy a hacerte daño —dice él con una voz baja, como si pudiera romperme solo con el sonido.
Levanto la mirada con cautela, despacio, como si me costara. Y ahí está. Y mi corazón late con fuerza cuando unos preciosos ojos color verdes claros se clavan en mí.
Trago con fuerza cuando mi corazón se desboca al verlo allí. Tiene el cabello más largo, rebelde, como si incluso el viento se negara a tocarlo. Sus facciones son preciosas. Varoniles. Simétricas.
Es hermoso. De una belleza que corta. Que contradice la oscuridad que lo habita. Parece un príncipe sacado de cuentos de hadas, pero la oscuridad e intensidad de su mirada me grita que eso solo es su fachada. Él hace parte es de esos cuentos que terminan con sangre y cenizas.
Porque no hay dulzura real en él. Solo control. Furia contenida. Letalidad vestida de príncipe.
—Kukla... —susurra. Y juro que esa palabra me rasga por dentro—. Voy a acercarme... ¿puedo?
Asiento apenas. Lo justo. Lo calculado. Lo suficiente para que crea que soy la víctima. Porque si tengo que fingir ser una criatura indefensa para que se quede, lo haré. Lo haré sin pestañear.
Lo veo moverse. Con una delicadeza que me destroza. Como si yo... como si yo importara. Se arrodilla frente a mí como si estuviera ante algo sagrado. Como si temiera espantarme.
—¿Puedo tomarte en brazos? —pregunta. Su voz es un murmullo que me sacude.
No respondo. Solo lo observo. Me permito estudiarlo como un pecado que quiero cometer. Su rostro tiene bordes afilados por la furia y la guerra. Cejas pobladas, labios finos, mandíbula firme. Perfecto. Tan jodidamente perfecto que me dan ganas de gritar.
—Kukla ¿Puedo tomarte en brazos? —repite. Casi suplicando.
Sigo en silencio. No queriendo dañar este momento. Este instante. Esta mentira preciosa.
Después de unos segundos, asiento. Me toma con cuidado en sus brazos, al estilo nupcial. Mi cuerpo tenso, tiembla. Hago una mueca de dolor. Su mandíbula se tensa. Como si cada músculo en su cuerpo se negara a aceptar que estoy herida.
—¿Qué haces? —pregunta el hombre a su espalda.
—Me la llevo conmigo —responde mi príncipe, tajante. Sin espacio para discusión.
Me aferro a su cuello. A ese calor que parece imposible para alguien como él. Se mueve rápido, pero no me sacude. Me protege. Como si yo no fuera el monstruo en esta historia.
Cuando salimos al exterior, el aire frío me azota el rostro. Tiemblo. Me acerca más a su pecho. Inhalo su aroma varonil. Especias. Almizclado. Algo terroso. Demasiado adictivo para alguien como yo que está acostumbra al hedor de la sangre y la muerte.
—¿Quién es ella? —pregunta una voz más grave. Más helada.
Mi cuerpo se tensa. Mi respiración se corta.
—Una rehén —responde él.
Y yo quiero reír. Porque eso es lo que soy ahora: una rehén en sus brazos, y de mis propios deseos.
No voy a permitir que me alejen de él, pero debo seguir en mi papel. Mi príncipe cree que soy una víctima. Alguien indefenso que acaba de salvar.
No sabe que soy la misma muerte disfrazada de niña. Que mis manos han apagado más vidas de las que él podría contar.
—¿Para que la rescatas? —pregunta con desprecio el de la voz aburrida.
Imbécil.
—Dámela —ordena otro. Tiene acento italiano, arrogante y sucio como su voz.
Mi príncipe me sostiene con mas fuerza. Acercándome mucho mas a su cuerpo. como si temiera que en cualquier momento me arrebataran de sus brazos.
—¿Por qué? —gruñe él.
—Puede ser una de las lolitas asesinas —responde el italiano—. Puede saber dónde está el Padrino.
Quisiera decir que no lo sé. Que, si ese bastardo se entera de que sigo viva, vendrá. Y esta vez no dejará ni mis huesos.
—Ella no sabe nada —responde Vladislau.
Me hundo en su pecho. Me escondo como un animal herido. Como una niña buscando calor. Pero lo que en realidad hago... es memorizarlo. Alimentarme de su calidez. De su suavidad. Es como probar el sol después de vivir toda una vida bajo tierra.
—Entrégala —ordena el que habló desde que salimos.
—No.
—¿No? —repite el hombre.
—Es mía.
Quiero sonreír. Él también es mío y no lo sabe.
—¿Desde cuándo recoges indigentes? —gruñe el hombre— ¿ahora eres un hogar de paso para los desamparados?
Tiemblo más. Me entierro en su pecho. Y aún así, logro girar un poco la cabeza para verlos.
Hay varios. El que habla es alto, bastante alto. Blanco y de ojos verdes, pero mas oscuros que los de mi príncipe. Hay otro hombre a su lado, de cabello n***o y ojos ámbar con un aro verde su piel es bronceada. Todos visten de n***o: pantalones cargo, botas y están llenos de sangre.
—Dámela —insiste el italiano.
—No.
—Si no la entregas...
En ese momento mi príncipe se mueve con rapidez. Saca un arma y los apunta. Ambos hombres abren los ojos con sorpresa. Como si no esperaran que Vladislau reaccionara de esa manera.
—He dicho que no —gruñe Vladislau—. Es mía. Y como es mía, no me da la puta gana de entregarla.
El hombre de ojos verdes desenfunda su arma cuando nota que Vladislau está apuntando al italiano. Mi cuerpo se tensa al instante, los músculos rígidos como si fueran a partirse. Aprieto los dientes.
No me gusta que lo amenacen.
No me gusta que le orden cosas.
Que pongan su vida en peligro. quisiera matarlos ahora por atreverse a poner su vida en riesgo. No me gusta que lo desafíen.
Porque él es mío.
Y lo que es mío, se respeta.
—La misión hizo que perdieras la cabeza como Darko —bufa el de ojos verdes sin dejar de apuntarlo.
Los odio. Detesto la manera en que se creen con derecho a juzgarlo, a presionarlo, a ponerlo contra las cuerdas. Quiero sacarles los ojos, arrancarles la lengua por hablarle así. Pero no puedo. No ahora. No mientras tengo que seguir siendo su pequeña cosa rota.
—¿Qué pasa? —pregunta alguien más.
Lo reconozco. El mismo que estaba con él en la celda. Es más grande que los demás. Más... oscuro. El cabello n***o cae con peso, su piel es tan pálida como la luna en el invierno y un parche cubre uno de sus ojos. Mi mira con intensidad. También con curiosidad. Como si pudiera oler lo que escondo bajo la piel.
—Vladislau se cree albergue de beneficencia —informa el de ojos verdes con burla—. Tiene a una indigente en sus brazos. Que puede ser una lolita asesina. Pero míralo... se niega a soltarla como perro con hueso nuevo.
El recién llegado arquea una ceja, pero no dice nada. Vladislau no deja de apuntarlos. Yo, por mi parte, me aferro más a su camisa, mis dedos se hunden en la tela con una fuerza que contradice mi imagen de muñeca rota.
Estoy a punto de quebrarme.
No por miedo.
Por rabia.
—Vladislau... —dice el que supongo es Darko.
Vladislau sacude la cabeza. Sin titubeos. Sin temor.
—Es mía y punto —espeta— No la voy a entregar. Y no me hagan perder el tiempo que me importa una mierda quienes sean. Se acercan e intentan quitármela y me los cargo a todos.
El corazón me explota en el pecho. Es un golpe sordo, hondo. Me arde la garganta. Me pican los ojos. ¿Qué es esto que siento? ¿Qué es esto que despierta en mí? Un nuevo sentimiento se acentúa en mi pecho.
Nunca... nunca nadie me defendió. Nunca nadie se interpuso. Siempre fui objeto. Instrumento. Carne. Y ahora este hombre que no me conoce... está desafiando al mundo por mí.
—Quién lo diría... —una voz femenina, suave y venenosa, rompe la tensión—. El ruso también puede obsesionarse.
La miro. Hermosa como una maldición. Cabello n***o azabache, piel blanca como la leche. Ojos grises. Sonrisa que sangra veneno. No es muy alta. Pero se cree diosa. Viste como el resto. Y habla como si tuviera derecho a él.
—¿Ya no eres el príncipe encantador? —se burla— Tan rápido me olvidas...
No me gusta eso ultimo que ha dicho ¿debería matarla? Sería tan fácil. Un movimiento, un susurro, un cuchillo. Pero no. No ahora. No todavía. Pero eso me traería problemas. No quiero que mi príncipe piense en alguien más que no sea yo.
Vladislau no responde. No le dedica ni una palabra. Solo da media vuelta y comienza a caminar, conmigo en brazos. Un hombre alto, de cabello castaño y ojos café le abre la puerta. Entra conmigo. Me acomoda en su regazo. Puedo oír su corazón, fuerte y constante. Su respiración caliente en mi coronilla.
Estoy dentro de una fortaleza de carne.
Y quiero quedarme aquí para siempre.
—Estas a salvo kukla —me susurra. Su voz es un bálsamo violento—. No voy a permitir que nadie vuelva a lastimarte.
—¿Destino? —pregunta alguien.
—Prepara el jet —ordena Vladislau sin mirarlo—. Nos vamos a Rusia.
Mi príncipe cree que ha rescatado a un animal indefenso. Sin saber que solo ha tomado bajo su protección a un depredador, que ha fingido para poder quedarse a su lado.
Ha metido en su mundo es un demonio hambriento que solo quiere una cosa:
A él.
Y no pienso soltarlo.