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Prohibida para Navidad

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Bruna Hale pasó años creyendo que diciembre era un mes maldito.La Navidad se llevó a la única persona que la amó de verdad, dejándola en un hogar donde las culpas y los secretos respiraban hondo, esperando el momento para terminar de romperla por dentro. Por eso huyó, prometiendo jamás volver.Durante siete años, ese lugar y la Navidad fueron su enemigo… hasta que el caos de su vida la dejó sin opciones, obligándola a buscar refugio justo en el pueblo que juró olvidar.Nada la preparó para encontrarse con él… Cole Mercer, el mejor amigo de su hermano; el mismo que la vio crecer desde las sombras y aprendió a amarla en silencio, sabiendo que confesar ese amor sería despedirse de ella.Pero ahora, Cole ya no está dispuesto a callarse.¿Qué sucede cuando dos corazones llevan años esperándose sin saber cómo acercarse? ¿Podrá Bruna aceptar el amor que siempre estuvo frente a ella? ¿Y podrá Cole enfrentarse al único obstáculo que siempre lo detuvo: Aaron, la culpa y los secretos que guarda?

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Capítulo 1 — La Huida y el Regreso
Bruna Había escuchado muchas veces que el corazón se rompía con un sonido interno, un quiebre seco y final. Pero en mi caso, no fue el corazón. Lo único que escuché fue la risa ligera de una mujer que no conocía, y era tan clara, tan confiada, que me hirió más que el sonido agradable y profundo de Derek al responderle. Una voz que le decía algo que nunca me había dicho a mí. No recuerdo haber golpeado la puerta con fuerza, pero al abrirla, el mundo se distorsionó. Allí estaban: él, desnudo, sentado en la cama que habíamos elegido juntos. Sostenía por la cintura a una mujer cuyo perfume –una ráfaga dulzona, artificial, que no era el mío– me golpeó el rostro antes que la imagen. La mujer me devolvió la mirada sin un solo atisbo de culpa, como si yo fuera la intrusa, la pieza incómoda que sobraba en la escena. El mundo no se me vino abajo. No grité, no lloré. Simplemente… dejé de sentir. El aire en mis pulmones se volvió denso, como si intentara respirar arena. Eso fue lo que lo asustó. Su boca se movía en el silencio, como un pez boqueando fuera del agua. Podía adivinar las sílabas por el movimiento de sus labios —Bru-na. Lo-sien-to —pero ninguna palabra lograba cruzar la barrera invisible que se había erguido entre nosotros. El sonido, para mí, era inexistente. No me interesaba su explicación porque ya había visto la verdad. Una verdad cruel que tenía frente a mis ojos. Caminé hacia el armario. Saqué la maleta que siempre estaba a medio llenar, una costumbre vieja, un reflejo de quien inconscientemente sabe que todo es temporal. Metí dentro lo poco que realmente era mío: un par de jeans, dos suéteres, mis caros productos de cuidado de piel y el libro que mi padre me regaló la última Navidad que pasamos juntos. El volumen estaba, casualmente, sobre la mesita de noche de Derek, cerca de la acción, como un testigo profanado. No necesité buscar; sabía exactamente qué llevarme. Cuando levanté la maleta, él dio un paso hacia mí, con esa mezcla de culpa y desesperación patética. Yo retrocedí ligeramente, manteniendo una distancia prudente. No levanté la voz, no hice un drama. Solo sostuve su mirada un segundo. Y en esa mirada, sin ninguna expresión que él pudiera descifrar, le hice entender que no tenía derecho a tocarme. Salí del apartamento. Cerré la puerta con suavidad. El golpe lo sentí por dentro, un eco que me acompañó mientras bajaba las escaleras y se sentía como caminar a través de un sueño febril del que no quería, ni podía, despertar. Al llegar al auto, mis manos temblaban, aunque no por la adrenalina sino por el frío que se había instalado en mis huesos. Tiré la maleta en el asiento del acompañante y me quedé unos segundos con la frente apoyada en el volante, observando mi reflejo en el espejo retrovisor: una desconocida. Encendí el motor y conduje sin mirar atrás, sin un destino, solo huyendo. Las luces de la carretera parpadeaban a los lados como luciérnagas moribundas, y la noche se extendía ante mí con una frialdad que se parecía demasiado a la que llevaba dentro. Cada pueblo que pasaba era una sombra, cada desvío una salida que me negaba a tomar. La rabia habría sido simple. El llanto, un alivio. Pero en su lugar, tenía esta quietud enfermiza que me entumecía. Fue al ver el cartel de Northwood Falls, iluminado por un foco parpadeante, que entendí que había conducido toda la noche. El cielo empezaba a clarear con esa luz azulada de un amanecer glacial. La idea de entrar a ese pueblo, el único lugar que juré no volver a pisar, me provocó un escalofrío que no supe si achacar a la temperatura o al pánico. Frené en el arcén y respiré hondo. El recuerdo de mi padre cruzó mi mente sin permiso: su sonrisa, el olor a madera. La Navidad no había sido la misma desde aquel 25 de diciembre… el día en que él murió. Desde entonces, cada luz navideña me parecía una ofensa, un recordatorio. Y el solo pensamiento de que Northwood Falls estaba ahora saturado de ese brillo, me revolvió el estómago. Podría haber dado la vuelta. Pero estaba tan cansada, tan rota y perdida, que lo único que me gritaba la razón era que necesitaba detenerme antes de desmoronarme por completo. Y ese lugar, por humillante que fuera admitirlo, era el sitio perfecto. Entré al pueblo. Las calles estaban adornadas hasta el exceso. Guirnaldas verdes atravesaban los postes con la insolencia de una invasión. Luces cálidas caían en cascada sobre los techos y los escaparates mostraban árboles perfectos. Todo parecía una postal navideña diseñada para agredir específicamente a alguien como yo. Detestaba ese brillo insistente que no dejaba lugar a la tristeza. Detestaba que Northwood Falls se sintiera tan feliz, tan igual a sí mismo, mientras yo regresaba convertida en una mera sombra. Pasé frente a la panadería donde trabajé los veranos. El olor a pan recién horneado flotó en el aire y mi estómago rugió con una vergüenza que nadie más escuchó. Allí, en el escaparate, un letrero de madera anunciaba: "La Navidad es el Sabor del Hogar." Apreté el volante. Mentira. La Navidad era el sabor del vacío, y yo ya no tenía hogar. Seguí avanzando. No estaba lista para que el pueblo me reconociera, ni para las preguntas, ni para las miradas lastimeras. Había algo más aquí que el recuerdo de mi padre; un pasado que el pueblo, a diferencia de Derek, no olvidaría. Tomé la avenida principal y me desvié hacia la zona vieja. Elegí el primer motel con un letrero de neón que parpadeaba débilmente. Aparqué y respiré una última vez, intentando recomponer algo en el interior, antes de bajar del auto. La mujer que me atendió era amable, un gesto que me irritó por el simple hecho de existir en mi miseria. Pagué las dos primeras noches con una letra irreconocible y recibí la llave de una habitación que olía a encierro y humedad. El cuarto era pequeño, las paredes amarillentas y el calefactor del siglo pasado vibraba con un zumbido molesto. Dejé caer la maleta. No me quité el abrigo. Me senté en la cama y miré la ventana. Afuera, la nieve caía en copos finos. En cualquier otra vida, en la que mi padre viviera y Derek no fuera un imbécil, me habrían parecido hermosos. Ahora solo eran una molestia más. Me llevé las manos al rostro. Esperé que la tormenta de lágrimas llegara, que la rabia al fin cediera al dolor. Pero no ocurrió nada. Estaba demasiado vacía incluso para llorar. Me tumbé con los jeans y los zapatos puestos. El techo tenía una mancha oscura, una sombra que se expandía y parecía querer alcanzarme. Lo que se movía bajo mis costillas no era corazón roto. Era miedo. Miedo de haber vuelto al infierno, no porque no me esperara nadie, sino porque me esperaban todos. Incluso los recuerdos… las culpas y los secretos…

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