CAPÍTULO 1
MARIELA VILLANUEVA
NARRADOR
Desde mi infancia, mi madre nos llevaba a mis hermanos y a mí al campo, que queda a unas horas de distancia de la ciudad. Ese lugar, con su clima diferente, transmitía paz y tranquilidad, nada que ver con el caos urbano. Solíamos visitar a unos amigos de mi madre, a quienes consideraba parte de su familia, y ellos nos recibían siempre con calidez, amabilidad y felicidad por nuestra presencia. Era tal su cariño que no querían que el día de nuestra partida llegara nunca. La familia de estos amigos era numerosa; la pareja tenía siete hijos, además de un hijo del primer matrimonio del señor: cinco hombres y dos niñas. Uno de ellos, el segundo mayor de los siete, me atraía profundamente, pero nunca le demostré mi interés. Compartíamos todo, y mi trato con todos era igual, aunque él me llevaba tres años de diferencia.
Las visitas al pequeño pueblo eran frecuentes: cada fin de semana, en vacaciones o en cualquier oportunidad que se presentara a mi madre. Así pasaron los años. No sé si ese hombre llegó a notar algo en mí, pero sus ojos negros me miraban de una manera que no sabía interpretar. Su mirada era intensa. Lo que sí noté fueron sus coqueteos e insinuaciones; la forma en que pronunciaba cada palabra tenía un toque sensual y, a la vez, burlón. A pesar de que me gustaba y sentía la tentación de corresponderle, me resistía. Él tenía novia y no quería ser un plato de segunda mesa.
Así pasaron los meses. Las visitas eran constantes, y cuando no viajábamos al campo, los amigos de mi madre venían a la ciudad, y casualmente, el chico que tanto me gustaba se quedaba en casa. La amistad entre ellos y mi madre se fortalecía, y la convivencia se volvía más atrevida con el paso del tiempo. Cumplí diecisiete años y, en algunas ocasiones, ya viajaba sola; mi madre confiaba a ojos cerrados en mí y también en los padres de Enrre Ramírez.
En uno de esos viajes, me enteré de que Enrre había terminado con aquella mujer. Algo dentro de mí sintió emoción, quizás esperanza. Nunca supe el motivo real de su ruptura, o si era cierto que la familia de su novia no lo quería como pareja para ella. Aunque se exhibían como pareja, lo hacían solo en privado, ya que la familia de ella la obligó a casarse con un hombre que le doblaba la edad. Un tiempo después, supe que ella se casó, confirmando lo que había escuchado. No quise preguntar sobre el tema; era algo que no me correspondía.
El coqueteo de Enrre siempre estuvo presente, y fue entonces cuando decidí dejarme llevar, porque, a pesar del tiempo, mis sentimientos por él permanecían intactos. No había nada que me lo impidiera. El frío que recorría mi cuerpo se intensificaba cada vez que compartíamos besos, esos besos que no tardaban en llegar cada vez que estábamos a solas. Su coqueteo y picardía me encantaban, y yo también le coqueteaba, dejándome llevar por su boca que me derretía. Las mariposas en mi estómago estaban alocadas por tantas sensaciones juntas. Solo eran besos, hasta que, con el tiempo, me dejé tocar.
Buscábamos cualquier rincón oscuro y desolado, donde pudiéramos estar solos. Su mano se posó en uno de mis senos mientras su boca devoraba la mía, provocando gemidos en mí. Mi cuerpo comenzó a experimentar nuevas sensaciones de deseo; lo deseaba, quería más de él, más de esas nuevas experiencias que sus toques me provocaban. Siempre hubo límites que no cruzamos, aunque ambos queríamos hacerlo. Mi freno era mi madre; temía decepcionarla y pensaba en las consecuencias de entregarme a él. El freno de él, tal vez, era que yo era menor de edad y él tenía veinte años.
Regresaba a la ciudad feliz por haber pasado un fin de semana increíble, con tantas cosas que estaba viviendo y sintiendo. Estaba con el hombre que correspondía a mis sentimientos, o al menos así lo veía yo. Flotaba en una burbuja de amor e ilusiones que solo existía en mi cabeza.