Capítulo 1
Jacob Packert comenzó la mañana con una oración por el nuevo año escolar. Pidió éxito en el baloncesto, buenas calificaciones, ser aceptado en una universidad de DI, con suerte una beca y, tal vez, si Dios lo permitía, una novia con quien terminar la preparatoria. Todas eran peticiones razonables (la beca era un poco exagerada), y se consideraba un chico de dieciocho años honesto, leal y temeroso de Dios, con la suerte de vivir en los Estados Unidos de América, en la gran ciudad de Bridgeport, Virginia Occidental, y de asistir a la privilegiada Academia Franklin, considerada la mejor escuela privada del estado y el programa de baloncesto número uno del condado. Sabía que este sería el año en que todo encajaría, y el momento en que sus sueños comenzarían a hacerse realidad.
También oró para no caer en la maldad, enemiga de la Vida, para no desviarse del camino trazado para él por su amorosa familia: su madre cariñosa, que constantemente le enseñaba acerca del bien y del mal; su padre fuerte, que cumplía con su deber todos los días; su tío, el predicador, que dirigía la iglesia, ampliando la capacidad de aptitud moral de los feligreses con sus conmovedores sermones y su ejemplo personal.
No era fácil evitar el pecado. Incluso aquí en Virginia Occidental, sus compañeros de clase no eran todos una comunidad que los apoyara. En la escuela había judíos, ateos, libertinos. Esto le generaba dudas, y últimamente tenía pensamientos inquietantes. ¿De verdad amaba Dios a todas las personas? Si era así, ¿por qué sufrían tantos? Si no, ¿por qué otros parecían perfectamente felices? ¿Qué era verdaderamente bueno y qué no? ¿Era bueno el placer o solo una herramienta de Satanás para apartarnos del camino más puro? ¿Existía Dios... realmente? Aplastó ese último pensamiento con fuerza. Por supuesto que sí. Simplemente era difícil de ver para quienes están cegados por la ilusión del mundo material.
También había otros pensamientos inquietantes. Las chicas ocupaban cada vez más sus fantasías, cuando debería estar más concentrado en otras cosas: la escuela, los deportes, la familia y la iglesia. Pero se fijaba en todas las chicas guapas y en sus costumbres. No le permitían salir con nadie —ya habría tiempo para eso más tarde, le aseguraron sus padres—, pero era una postura estricta, incluso en Bridgeport, y la mayoría de sus amigos habían tenido novia, sobre todo en el equipo. Él era el único que no. A pesar de su talento como jugador, y con su 1,93 m, uno de los más altos, destacaba por su peculiaridad social. Las chicas ya no coqueteaban con él, y los chicos no le hablaban de sus vidas amorosas. No estaba seguro de si era el único virgen del equipo, pero sospechaba que sí.
Pero eso no importaba. Era un pecado no serlo. Confiaba en su camino. Esa era la función de la oración: ayudarlo a controlar las perturbadoras distracciones de la mente. Cerró los ojos y oró.
La primera clase del día fue una clase de Educación Física experimental y progresista, diseñada por el propio Director Atlético Tomlinson, exclusivamente para los atletas de élite del campus, con el fin de maximizar su potencial. Estaba entusiasmado: era una asignatura optativa relativamente nueva, pero los alumnos mayores que tuvieron la suerte de ser seleccionados la habían elogiado como su clase favorita, sin duda. También significaba la primera hora con la Sra. Bandy.
La Sra. Bandy era una leyenda en la Academia Franklin. Se había graduado hacía poco, en la generación de 1993, donde destacó en tres deportes, pero su principal talento era el lanzamiento rápido del sóftbol femenino. Formó parte del primer equipo olímpico en 1996 y ganó una medalla de oro, convirtiéndose en el orgullo de Bridgeport. Sin olvidar sus raíces, regresó a Bridgeport y a Franklin como la nueva profesora de educación física de la escuela, reemplazando al Sr. Farnborough, para deleite de todos. Se convirtió en una estrella instantánea, tanto entre estudiantes como entre el profesorado, por su personalidad alegre, su sonrisa contagiosa, su fe cristiana abierta y su atractivo físico. Este era su tercer año en el campus, pero sería el primero en que Jacob compartiera una clase con ella.
Sin duda, estaba entusiasmado. No solo era la mujer más hermosa que había visto de cerca: medía un metro setenta y cinco, con cabello castaño oscuro, casi n***o, que contrastaba notablemente con su piel blanca como el marfil; grandes, redondos y brillantes ojos azules, una ligera capa de pecas en su fina nariz y mejillas prominentes, y labios suaves y carnosos; su cuerpo estaba constantemente covered por un chándal de poliéster poco favorecedor, pero las fotos del campus la mostraban como una auténtica atleta; era, en una palabra, perfecta, y encarnaba tanto de lo que él personalmente anhelaba. Era amable, inteligente, alegre, centrada, talentosa y piadosa. Fue voluntaria de la Comunidad de Atletas Cristianos del campus, un grupo del que él formaba parte. Siempre fue amable con él, aunque no se conocieran bien, ya que ayudaba a las chicas del grupo, llevándolas a desayunos de panqueques y a eventos del condado. Esperaba conocerla mejor. Se sonrojaba al pensar en ella. Él creía que ella era increíble.
Jacob llegó temprano al gimnasio para la primera clase del primer día de clases. La Sra. Bandy estaba organizando el equipo en el rincón más alejado, bajo las canastas de baloncesto, que habían sido instaladas hasta el techo. Lo vio, lo saludó con una gran sonrisa y corrió hacia allí.
—¡Hola! —lo saludó—. ¿Jacob, verdad? —preguntó con una mirada fingida de incertidumbre y apuntándolo con una pistola.
Él se iluminó. —Sí —sonrió.
Arrugó la nariz y enseñó los dientes. Era adorable. —¡Bienvenida de nuevo! Tengo muchas ganas de conocerte este año. Juegas al baloncesto, ¿verdad? ¿De base?
—Así es —respondió. Se estaba derritiendo. ¡Ella conocía su posición! Debió haberlo visto jugar.
—Van a tener un equipo genial. ¿Subcampeones regionales, tres titulares que regresan? Van a ser una bestia —Se rió con toda la humildad que pudo.
—Parece que tú también has crecido. ¡Van a tener que pasarte a delantero! —Se sonrojó un poco.
Por suerte, empezaron a llegar otros estudiantes poco a poco. —Bueno, tengo que preparar la clase. ¡Qué gusto hablar contigo, Jacob! —Le dio una palmadita en el brazo. Se sintió ligero como el aire.
La clase estuvo genial. Era una entrenadora experta: calistenia, seguida de ejercicios de pecho y hombros, algunos ejercicios de coordinación y, para terminar, un divertido juego parecido al fútbol que ella misma inventó. Se sentía bien y despierto, listo para empezar el día. Se dirigió a los vestuarios con el resto de los chicos, con ganas de ducharse.
—Oye, Jacob, ¿te importaría quedarte un momento? Necesito hacerte una pregunta —preguntó ella, levantando las cejas con amabilidad.
—Eh, claro, ¿qué pasa?
—Sube a mi oficina, rápido —Algunos de los otros chicos empezaron a decir —¡Oooooh!— ante el comentario. —Ya basta, chicos —los reprendió con las manos en las caderas.
Jacob estaba un poco confundido, pero no preocupado. Nunca hacía nada malo. —Sí, claro —Su oficina estaba en el segundo piso del gimnasio, subiendo por una escalera metálica. Subió corriendo las escaleras, de dos en dos, como una estrella del atletismo en un entrenamiento. Tan llena de energía, pensó. Era una mujer extraordinaria. Subió las escaleras a velocidad normal.
Cuando entró, ella estaba sentada en su escritorio, esperándolo, sonriendo como siempre. Extendió la mano, como para ofrecerle un asseat en la silla plegable de metal al otro lado de su escritorio, lo cual él hizo.
—¿Entonces que hay de nuevo?
Su sonrisa se desvaneció un poco al apretar los labios con seriedad. —Jacob, llevas un tiempo siendo atleta, ¿verdad? Supongo que toda la vida —Sintió una punzada de orgullo; ¿era tan obvio?
—Sí, toda mi vida —dijo—. Mis padres creen firmemente que...
—Y en los últimos años que llevas practicando atletismo, ¿alguien te ha enseñado sobre ropa deportiva adecuada? —preguntó. Él no entendía a qué se refería.
—¿Te refieres a mis zapatos? —preguntó con inocencia. Ella rió entre dientes.
—No, no como tus zapatos —rió ella con ligereza—. Me refiero a ropa interior deportiva. Él parpadeó por reflejo.
—¿Ropa interior deportiva?
—No sé cómo decir esto sin avergonzarte, así que lo diré sin más. Se nota que no llevas suspensorio en clase.
Bajó la mirada. —Eh...
—Cuando corres. Se nota —Su rostro se sonrojó.
—¿Qué?