El inicio.
Kira
El aire huele a sudor, resina y esfuerzo. El tipo de olor que amo, porque significa que lo he dado todo. Una vuelta más. Una línea más perfecta. Una gota más de disciplina. Me recojo el cabello largo y rizado en una coleta alta, dejando que los mechones con toques rojizos caigan sobre mi espalda mientras salgo de la sala. Mis piernas aún vibran del entrenamiento, pero camino erguida, dueña de mí, de mi cuerpo, de mi poder.
Afuera, el sol se cuela entre los árboles, y entonces lo veo. Apoyado en su moto, con los brazos cruzados y esa sonrisa que siempre me desmonta un poco. Damián. Castaño, piel dorada, mirada cálida. Ojos marrones que me miran como si fuera su milagro. Mi prometido. El hombre con el que voy a casarme en un mes.
—Hola, hermosa —dice mientras se endereza y camina hacia mí.
—Hola, futuro esposo —respondo, divertida, sintiendo cómo mis mejillas se tiñen de calor, no por pudor, sino por ese revoloteo que me provoca incluso después de un año.
Nos abrazamos. Su pecho es mi refugio por unos segundos. Sus dedos juguetean con un rizo de mi cabello.
—¿Sabes qué día es hoy? —pregunto, apoyando la barbilla en su hombro.
—Mi día de suerte porque te tengo entre mis brazos.
—Damián...
—Vale, vale —se ríe y me mira—. ¿Qué día?
—Falta exactamente un mes para que digamos "sí, quiero".
Sus ojos brillan. Yo también lo siento: esa mezcla de vértigo y emoción. Lo amo. Lo sé. Me ha cuidado, respetado, admirado. Nunca he sido “la novia de”, siempre he sido Kira Montesinos, bailarina, libre, y su igual.
—¿Y sabes qué más? —dice él, acercándose peligrosamente a mis labios—. Que este fin de semana nos escapamos.
—¿Cómo que nos escapamos?
—Una cabaña, tú y yo. Sin móviles, sin ensayos, sin planes de boda. Solo... tú. Yo. Y muchas ganas de hacerte el amor.
Me sobresalto un poco. Lo dice tan tranquilo, tan directo. Como quien dice “vamos a cenar”, pero con la carga de algo que todavía no ha sucedido entre nosotros. Nos hemos besado, acariciado, sentido. Pero siempre puse límites. Y él los respetó.
—No lo sé, Damián… Este sábado es el cumpleaños de mi madre. Ya habíamos quedado para cenar juntas. No puedo fallarle.
Él me mira, serio al principio, pero enseguida aparece esa sonrisa suave, esa que siempre usa cuando quiere convencerme de algo.
—Amor… tendrás muchos cumpleaños más con ella. Y no te estoy diciendo que la ignores. Podemos pasar el viernes y volver temprano el sábado, o incluso celebrar con ella otro día. Es solo un día. Pero este momento... es nuestro. Antes de que todo cambie. Antes de que pasemos de prometidos a marido y mujer.
Me quedo en silencio. Me está empujando sin empujar. Con dulzura, con palabras bien medidas, con ese tono que me hace sentir culpable por dudar. Y lo logra. Me hace pensar que si no voy, quizás estoy fallándole a él.
—No quiero que pienses que no me importas —susurro, bajando la mirada.
—Lo sé, mi amor. Pero necesito tenerte solo para mí. Aunque sea una noche. Quiero que lo recordemos siempre.
Suspira. Me acaricia la mejilla con el dorso de los dedos.
—No se trata solo de hacer el amor. Se trata de estar contigo, sin distracciones. De tocarte sin reloj, de dormir contigo abrazado a tu piel. De probar lo que será nuestra vida cuando nadie nos mire.
Mis defensas tiemblan. Mi corazón late más rápido. Él es bueno con las palabras. Conozco esa parte suya. Tierna, encantadora… y hábil.
Asiento, finalmente.
—Está bien. Pero regresamos el sábado a tiempo para la cena con mamá. ¿Sí?
—Lo prometo.
Y cuando me besa, ya no sé si he ganado algo... o si he cedido más de lo que imaginaba.
No tardé en llegar a casa. Dejé mi bolso junto a la entrada y justo cuando cerraba la puerta, escuché el crujido familiar de los escalones de madera. Alcé la vista y allí estaba él: mi padre, bajando las escaleras con esa expresión suave que siempre le ha pertenecido solo a mí. Su cabello oscuro comenzaba a encanecer en las sienes, pero seguía viéndose fuerte, digno. Sus ojos azules —los mismos que yo heredé— brillaban con cariño al verme.
Corrí hacia él sin pensarlo y me lancé en sus brazos. Me abrazó con fuerza, como si aún pudiera protegerme de todo. Como si no quisiera soltarme nunca.
—Papá...
—Mi niña —murmuró él, besándome la cabeza—. No puedo creer que te vayas a casar. Todavía recuerdo cuando bailabas en el salón con tutús improvisados y decías que serías una princesa.
—Y lo fui. La princesa de papá.
Él se rió, un sonido cálido, nostálgico.
—Siempre lo serás.
Su abrazo me reconfortó. Con él, siempre me sentía a salvo. Y en ese momento, por un instante, me pregunté si de verdad estaba lista para dejar de ser su niña... y convertirme en la mujer de otro hombre.
Subí las escaleras aún con la calidez del abrazo de papá en el pecho. Pero en cuanto abrí la puerta de mi habitación, todo ese bienestar se evaporó.
Allí estaba ella.
Verónica.
De pie frente al espejo, con uno de mis vestidos puestos. Mi habitación parecía un campo de batalla: ropa por todas partes, cajones abiertos, accesorios por el suelo. Como si un tornado con tacones hubiera pasado por ahí.
—Verito... —dije, entrecerrando los ojos, sin poder creer lo que veía.
Ella se giró con total calma, ajustándose el cinturón del vestido como si nada. Su cabello oscuro recogido en un moño pulcro, su expresión fría y calculadora. Sus ojos grises —intensos, analíticos, tan distintos a los míos— me estudiaron con desaprobación.
—Necesitaba algo decente para una cena con inversores —dijo, como si su justificación fuese razón suficiente para invadir mi espacio y revolverlo todo.
—¿Y eso significa desarmar mi armario?
—Relájate, Kira. Solo será por esta noche —respondió mientras se observaba en el espejo, girando ligeramente para ver cómo le sentaba el vestido.
Trabajaba codo a codo con papá desde que terminó la universidad, y no hacía falta ser adivina para saber que estaba decidida a convertirse en la próxima CEO de la empresa. Lo decía con orgullo, lo mostraba con cada paso, con cada palabra. Y papá... bueno, papá la miraba como si ya lo fuera.
Yo no. Yo amaba el ballet. Lo único que me hacía sentir realmente viva era girar, bailar hasta que el mundo desapareciera. Pero aun así, todas las mañanas asistía a clases de finanzas. Sonreía en los almuerzos familiares y hablaba de balances, de estrategias, de cosas que no me importaban... solo para verlo orgulloso.
—No sé cómo puedes vivir entre tutús y zapatillas rotas —murmuró Verónica, más para sí que para mí—. Deberías estar en la junta conmigo. Papá siempre dice que tienes potencial.
—¿Potencial para qué? ¿Para llevar una empresa que no me interesa? —respondí, conteniendo las ganas de gritar.
Verónica alzó una ceja, arrogante.
—Para no desperdiciar tu talento en escenarios que no pagan. Algún día te vas a dar cuenta.
Suspiré. Ella era así. Implacable, brillante, segura. Y yo... yo era otra cosa.
—Te presto el vestido —dije finalmente, harta de discutir—. Pero quiero mi habitación en orden mañana.
Ella sonrió, esa sonrisa suya que parecía un trato firmado.
—Hecho. Gracias, hermanita.
Y salió de la habitación como una ejecutiva saliendo de una junta: firme, elegante, sin mirar atrás.