CAPÍTULO 1 — La marca que arde
CAPÍTULO 1 — La marca que arde
La luna parece un cuenco derramado sobre el claro. Brilla tanto que hace ver la escarcha como polvo de estrellas. Alguien a mi espalda susurra mi nombre—Valeria—con una mezcla de pena y curiosidad. Todos miran. Todos esperan.
Yo solo trato de recordar cómo se respira.
—Acércate al círculo, hija de la manada Alba—ordena el Alfa Torres, con esa voz que siempre me hizo agachar la cabeza.
Doy un paso y el suelo cruje. Mi vestido blanco parece una broma cruel: hoy debí encontrar a mi destino, y en cambio me siento como una ofrenda. La marca de la muñeca, en forma de media luna, late bajo la piel. Hace días que arde como si supiera algo que yo no.
—La Luna elige—murmura Alma, mi mejor amiga, entre dientes—. No él.
Ojalá creyera lo mismo.
Al otro lado del círculo, ÉL. Alto, hermoso de un modo violento. Hijo predilecto de la manada: Damián Torres. Todos daban por hecho lo inevitable. Yo también, cuando aún me permitía soñar. Pero los sueños tienen un sonido particular cuando se rompen: como el hielo al quebrarse.
El sacerdote levanta el cuenco con agua de plata. El aire huele a salvia y humo. La luna, caprichosa, se esconde un segundo tras una nube.
—Valeria Montalvo, Damián Torres—proclama—. Si la Luna traza un puente entre sus almas, la marca responderá.
Toco el agua. Siento el frío como un relámpago. Cuando el sacerdote pinta mi frente, la marca estalla en calor. Yo ahogo un grito. Damián me sostiene la mirada, y por un instante casi puedo creer que—
—No. —La palabra cae, metálica.
El murmullo estalla alrededor. La luna sale. Me ilumina la cara. Damián da un paso atrás. Y luego, con cada sílaba como un golpe, repite:
—No la acepto.
Nadie respira.
Siento primero el silencio, después el dolor. Es lento, despiadado, una mano arrancando algo que no sabía que estaba ahí. Coloco la palma sobre la marca. Arde más. Hay un destello en el borde de mi visión, como si el bosque entero se inclinara.
—Damián… —Me oigo a mí misma. Mi voz no tiembla. Ese detalle absurdo me salva.
El Alfa—su padre—inclina la cabeza apenas, satisfecho. El sacerdote balbucea una oración. A mi lado, Alma maldice. Yo doy un paso hacia atrás y no sé dónde poner las manos, qué hacer con el fuego bajo la piel, con las miradas clavándose como espinas.
—La Luna no impone—dice el Alfa—. Si no hay aceptación, la unión no existe.
No existe. La frase golpea con fuerza casi graciosa. Como si un juez hubiese dictado sentencia.
—¿Puedo irme? —pregunto. No espero permiso. Me giro.
El bosque me recibe con un susurro de hojas. Corro. No por él, ni por lo que niega, sino por mí, por la necesidad urgente de aire. El vestido se engancha en una zarza y se desgarra. La cicatriz de la marca quema tanto que me mareo. Tropiezo. Caigo de rodillas.
—Valeria. —La voz que pronuncia mi nombre no pertenece a nadie de mi manada.
Alzo la vista. A pocos pasos, recortado contra la luz líquida, un hombre me observa como si ya me conociera. Cabello oscuro, ojos que parecen hechos de noche. No es un rostro amable. Es hermoso del modo en que lo son las cosas peligrosas.
—No deberías estar aquí—respondo. Mis dedos aprietan la tierra.
—Tú tampoco. —Sus labios apenas se curvan—. Pero aquí nos tiene la Luna.
Intento ponerme de pie. Él no se acerca. Agradezco esa cautela que no entiendo. Lo evalúo con el instinto entrenado de cualquier loba: postura relajada, control absoluto, poder que no necesita anunciarse… y un perfume que no es de mi bosque.
—¿Eres de las Sombras? —pregunto, terca. Si lo es, debería gritar. Si lo es, debería correr. Si pudiera.
—Soy de donde nadie manda sobre mí. —Sus ojos se desvían un segundo a mi muñeca—. Te arde la marca.
—No es asunto tuyo.
—Lo es más de lo que crees.
Me incorporo del todo. Siento la sangre latir en las orejas. El claro de ceremonia queda lejos; solo se escucha, a lo lejos, una ovación tardía, como si festejaran lo que no pasó.
—¿Quién eres? —Mi voz vuelve a sonar firme. Me aferro a eso.
Él inclina la cabeza, como concediéndome el gusto.
—Ares Draven.
El nombre cae en mí con el peso de una leyenda. Lo he escuchado en susurros: Alfa entre Alfas. Rey sin trono que lo contenga. Un rumor más que un hombre.
—No hay “reyes” aquí—siseo—. Solo Alfas y lobos que obedecen.
—Y tú ya no obedeces a esa manada. —No es una pregunta. Es un veredicto—. Te han rechazado.
Quisiera decirle que no me conoce, que no sabe nada, que no necesito su lástima. Pero la palabra “rechazada” todavía tiene filo. Ares clava los ojos en el bosque, como si escuchara algo que yo no.
—Vienen a buscarte. —Lo dice sin drama—. No quieren lobas sueltas con la marca encendida.
—No tienen poder sobre mí fuera del círculo.
Ares alza una ceja. La luna hace brillar una cicatriz vieja en su cuello. Hay marcas que cuentan historias que nadie le pide.
—No confíes en reglas de hombres que se creen dioses —responde—. Camina.
—¿Adónde?
—A un lugar donde puedas decidir sin que te empujen. —Da media vuelta—. O puedes quedarte y dejar que el Alfa que te rechazó te use como prueba de su misericordia.
La náusea que sube a mi garganta no es por él—es por el retrato exacto de lo que ocurrirá si regreso: perdón condicionado, trabajos que antes no me daban, una vida empequeñecida para que parezca regalo. Trago saliva. El bosque murmura. Doy un paso. Ares no sonríe, pero sus hombros se sueltan.
Caminamos en silencio. El suelo es suave, húmedo, huele a musgo. Mi marca late al ritmo de mis pasos. Ares se mueve como alguien que conoce el mapa bajo la piel del bosque. No intenta tocarme. No intenta liderarme. Solo está.
—¿Por qué te importa? —pregunto al fin—. No soy nada para ti.
—¿Quién te dijo que no?
Me enfado. Con él, conmigo, con la luna mirando como si supiera chistes privados.
—No soy una cachorra a la que impresionar con frases de Alfa.
—Bien. —Se detiene—. Entonces diré la verdad: tu marca arde porque alguien forzó lo que no podía forzarse. El rechazo no rompe un puente si el puente no estaba completo. Sientes el dolor de algo mal hecho.
Su mirada se posa un segundo en mis labios, luego sube. No es deseo. Es lectura. Me siento desnuda de un modo extraño.
—No hablas como los demás Alfas.
—Por eso sigo vivo.
Un crujido a la izquierda. Pasos. Voces. Reconozco una: la del Beta de mi manada. Me llaman. Dicen mi nombre como si fuera un recordatorio de deudas.
—Valeria, vuelve. El Alfa reconsiderará. La Luna perdona a los que obedecen.
La frase me parte algo que quedaba entero.
Ares, muy quedo:
—Decides tú. Pero decídelo ahora.
Cierro los ojos. El bosque tiene su propio corazón. Lo escucho. La marca late. Por un segundo me parece oler sal y tormenta. Abro los ojos.
—No vuelvo.
—Entonces corres—dice Ares—, pero no de ellos. Corres hacia ti.
Echamos a andar. La sombra de la luna nos sigue como una bestia dócil. Las voces se alejan. El aire se hace más frío. Empezamos a subir. Hay un risco más adelante, negras columnas de roca recortadas contra la luz.
—¿Qué es ese lugar? —pregunto, jadeando.
—Santuario. Neutral. —Ares se palpa el cuello, buscando algo. Saca un colgante tosco, de piedra oscura con una runa—. Esto te dejará entrar.
—¿Dejarme?
—La Luna puso puertas donde la gente puso alambradas.
Cuando nos acercamos al primer arco de piedra, la marca cambia de dolor a electricidad. Es como si despertara de veras. Me llevo la mano al pecho. La piel me quema tanto que gimo. Ares alarga el colgante. La runa brilla un instante.
—Respira conmigo —dice, y cuenta. Uno, dos, tres.
Obedezco. El mundo se reduce al aire entre mis dientes y la vibración en mi muñeca. La electricidad baja, pero no se apaga. Se transforma en un cosquilleo que recorre mi piel y se instala bajo la clavícula, caliente, insistente.
—¿Qué me pasa? —pregunto, asustada por primera vez desde el círculo.
Ares me mira con seriedad auténtica.
—La Luna no te rechazó, Valeria. Te está marcando otra vez.
—Eso no tiene sentido.
—No cuando la historia te la cuentan los que pierden si cambias las reglas. —Da un paso atrás. Me evalúa con algo que parece… respeto—. Si cruzas ese arco, lo que seas dejará de depender de lo que ellos dijeron que eras.
—¿Y si no cruzo?
—Vuelves con una cicatriz que usarán contra ti y la convierten en tu nombre. —Pausa—. Yo no te convenceré. Solo te acompaño.
El viento baja del risco con olor a lluvia. El colgante pesa en mi mano. Detrás, la palabra “obedecer” se arrastra como cadena. Delante, mi nombre suena distinto.
Doy el paso.
El arco de piedra responde. Un pulso. La runa arde. Y en ese mismo instante, detrás de mí, explota un aullido de alarma.
—Nos vieron —dice Ares, tenso—. Corre.
Corremos.
El santuario despierta a nuestro paso: luces tenues, susurros de agua, símbolos que no sé leer. Los pasos detrás se multiplican. El aullido se acerca. Una flecha silba y golpea la roca a centímetros de mi oreja. La piedra grita un sonido agudo. Me agacho por instinto. Ares me cubre con el cuerpo, y por un segundo siento su calor, sólido, real.
—Sigue —ordena, sin gritar.
Subimos los últimos peldaños. Un portón se abre con un gemido antiguo. Lo cruzamos. Ares se vuelve y cierra. Un golpe seco. Silencio.
Yo me dejo caer contra la pared. Mi pecho sube y baja. La marca ya no arde. Canta.
Ares me mira. No como a una loba rota. Como a una tormenta que acaba de elegir dónde caer.
—Bienvenida a casa, Valeria.
El santuario responde con un resonar profundo, casi humano. Y, entre ese eco, una voz que no es de nadie y es de todos, susurra desde el centro de mi pecho:
No fuiste rechazada. Fuiste llamada.