Capítulo 20

1808 Palabras
El latido de su ausencia Leonardo No recuerdo haber respirado tranquilo desde que ella se fue. A veces me sorprendía mirando el vacío, preguntándome cómo fue que todo se rompió tan rápido… tan violentamente. Pasé noches enteras, repasando cada segundo de nuestra última vez, la manera en que se quedó dormida en mis brazos, el olor de su cabello, el sonido de su risa quebrando el silencio de la casa. Y luego, el infierno. La traición. Elizabeth irrumpiendo con esa mirada que jamás olvidaré, llevándose todo lo que yo era… y llevándosela a ella. Pero hoy, después de tantos meses de buscarla, de mirar el teléfono esperando una señal, de pagar investigadores, de suplicar respuestas, llegó la noticia. Valeria. Apareció. Mi corazón no sabía cómo reaccionar. Por un segundo me sentí eufórico, vivo. El mundo volvió a tener sentido. Me levanté como impulsado por una energía que no reconocía desde que la perdí. Pero la felicidad duró poco. Caleb me lo dijo por teléfono, su voz cargada de una tensión que me caló hasta los huesos. —Leo… hay algo más. No sé cómo describir lo que sentí cuando me dijo que estaba embarazada. Fue como si el tiempo se detuviera y luego me arrojara contra el suelo. Mi Val, mi princesa, esperando un hijo. Sentí alegría, sí. Pero fue la culpa la que me estranguló primero. Porque no sé si esos hijos, ella me dejará un padre para ellos. Porque no estuve ahí. Porque cuando ella más me necesitó, estaba atrapado en la peor pesadilla de mi vida. Porque esa noche, la última, hicimos el amor como si el mundo fuera a acabarse… y quizás se acabó. No pude contener las lágrimas. La imaginé sola. Cargando no solo con una vida en su vientre, sino con el peso del abandono, del desprecio de su familia, del dolor de haber sido traicionada por todos… Por mí. ¿Cómo demonios permití que eso pasara? ¿Cómo no la protegí? ¿Cómo no la elegí sobre todo lo demás? Me encerré en mi despacho, tomé entre manos mi celular, en donde claramente vi las ecografías que Caleb y Héctor me reenviaron, las mismas que ella les dio sin saber que vendrían directo a mí o si lo sabía. Y vi a sus hijos, nuestros hijos. Vi lo que podría ser mi futuro… o mi castigo eterno, si ella no me aceptaba nuevamente. Mis dedos temblaron sobre la imagen en la pantalla. Dos corazones, dos vidas. ¿Serán míos? ¿Lo sabré algún día? Más allá de la duda, lo que sentí fue un amor desgarrador. Porque no importaba de quién eran, eran de ella Y eso bastaba para que yo los amara con una intensidad que dolía. Caminé por la casa como un fantasma. La imagen de Valeria embarazada, sola, en una ciudad desconocida, con su vientre creciendo cada día… me destrozaba. Pero también me dio algo que no había tenido en mucho tiempo: propósito. Quiero ser parte de su vida. Quiero que sepa que estoy aquí. Quiero que me grite, que me odie, que me lo saque todo del alma… Pero también quiero tener la oportunidad de amarla otra vez. De hacer las cosas bien. De mostrarle que no todos se irán. Que yo, esta vez, no me iré. Pensé en buscar un vuelo de inmediato, pero los abuelos me detuvieron. Ellos sabían el daño que le habían causado también, y aunque no lo dijeron en voz alta, entendí su mirada: esto debía hacerse bien. Con cuidado. Con respeto por sus tiempos, por su dolor. Acepté esperar. Una semana más. Una maldita semana. Y en ese tiempo, preparé todo. Compré lo necesario para quedarme meses, si es preciso. Preparé cartas, fotos, palabras que jamás dije. Guardé cada detalle de nuestro amor como un tesoro. Porque si alguna parte de ella sigue amándome, voy a encontrarla. Voy a reconstruirla, pieza por pieza, aunque tenga que arrodillarme cada día por el resto de mi vida. Cuando el sol cae, salgo al balcón con la ecografía entre las manos. Me siento ahí, en silencio, y les hablo a ellos A mis hijos. —No sé si soy su padre. No sé si algún día me llamarán así… pero los amo. Desde el segundo en que supe que existían, los amó tanto como amo a su madre. Cierro los ojos. Veo su rostro. Ojalá pudiera abrazarla. Me gustaría decirle que lo siento. Que la amo con cada célula de mi cuerpo. Que no hay otra mujer en el mundo. Y que nunca la hubo. Y mientras la noche cae sobre mí, entiendo que lo único que puedo hacer… es esperar. Pero también sé esto: cuando la vea, cuando escuche su voz… todo lo que soy irá hacia ella. Porque no me importa el pasado, ni el daño, ni el dolor. Valeria es mi hogar. Y donde sea que esté… voy a encontrarla. La verdad que me ahoga Valeria Estuve todo el día evitando esa conversación. Los observé mientras me ayudaban en el jardín, mientras ordenaban cosas en la cocina, incluso cuando se ofrecieron a pintar la puerta principal de la casona “como sorpresa”. Intentaban llenarse de tareas, de excusas, como si ambos supieran que en algún momento tendría que suceder: la verdad iba a salir. Pero yo no sabía cómo. Desde que llegaron, el aire entre nosotros es denso, cargado de tanto que no se dice. No porque no los quiera… los adoro. Pero hay un peso en mi pecho que no me deja respirar, y aunque una parte de mí se siente feliz de tenerlos cerca, y la otra… otra tiene miedo. Un miedo punzante. ¿Qué pasará cuando sepan todo? ¿Cuándo escuchen lo que recordé e intenté olvidar por tantos meses? Y hoy, mientras Camila llevaba a los pequeños al parque del pueblo para darme un poco de espacio, entendí que ya no podía seguir callando. Los llamé a la cocina. No había palabras decoradas, ni sonrisas forzadas. Solo la necesidad de enfrentar lo inevitable. Héctor fue el primero en llegar, con el ceño levemente fruncido, como si ya sospechara que venía algo serio. Caleb apareció segundos después, con las mangas arremangadas y ese aire siempre dispuesto, aunque la tensión en sus ojos lo delataba. Se sentaron en silencio, esperando. Me apoyé contra el mueble de madera, tomé aire… y solté. —Hay algo que no les he dicho. Algo importante, Algo que, tal vez, cambie la forma en que me ven… o no. Eso espero. Caleb inclinó la cabeza. Héctor se mantuvo firme, inmóvil. —Dilo, Val. Lo que sea —dijo Héctor, con voz baja, paciente. —Cuando llegué a Londres, no venía sola. Venía cargada de miedo, de dolor… y de culpa —tragué saliva—. Antes de viajar, la noche anterior, hubo una despedida. Una fiesta organizada por mí como despedida. Yo no quería quedarme después de que no llegó ninguno de ustedes, pero quería distraerme. Quería… no pensar en Leonardo. La mención de su nombre dejó un eco entre nosotros. Pero nadie dijo nada asi que continué: —Tomé una copa. Luego otra. Y después… no recuerdo casi nada. Ni siquiera flashes de Bailes, risas, manos… Solo un cuarto donde me desperté sin la ropa que usaba, sola. No recuerdo su rostro, No sé su nombre, No sé si usamos protección, solo sé que tuve relaciones. El silencio fue brutal. Sentí cómo sus miradas se clavaban en mí. No de juicio, no todavía. Pero de shock, de esa incredulidad que solo los hermanos sienten cuando descubren que alguien a quien aman ha estado sosteniendo el mundo en sus hombros sola. —Cuando llegué a Londres… ya no era únicamente yo. Estaba embarazada después de semanas, me enteré Y… son dos bebés. Mi voz tembló. Apreté las manos sobre mi abdomen. —No lo supe hasta que me desmayé y acabé en el hospital. Y cuando me dijeron que estaba embarazada de gemelos… lo primero que pensé fue en Leonardo. En nuestra última noche. Pero luego… el terror llegó. Porque no sé. No sé si son de él… o de aquel desconocido. —¿Se lo dijiste? —preguntó Caleb, en voz baja, con los ojos húmedos, solo negué despacio. —No, aún no. Él… él pensará que pueden ser suyos. Y puede que lo sean. Pero también puede que no. ¿Cómo se lo digo? ¿Cómo se lo explicó sin destruirlo aún más? Me llevé las manos al rostro. Mis hombros comenzaron a temblar. Y entonces, Héctor se levantó, caminó hasta mí, y me envolvió en un abrazo como cuando éramos niños. —Val… mi hermanita. Lo que viviste, lo que estás viviendo… no es algo que debas cargar sola. No más. —Pero si no son de él… —dije entre sollozos. —¿Y qué si no lo son? ¿Acaso eso te hace menos madre? ¿Menos digna de ser amada? —intervino Caleb—. Te culpas por una noche de debilidad, pero olvidas que venías rota, traicionada, devastada. No eras tú, Val. Estabas sobreviviendo. Me miraron como si no necesitara justificarme, como si todo lo que yo era en ese instante siguiera siendo suficiente. Y eso… eso me partió aún más. —Tenía tanto miedo de que me juzgaran. De que no quisieran quedarse conmigo si sabían esto. —¿Valeria? —Héctor se apartó levemente para mirarme a los ojos—. Cuando decidimos dejar todo atrás, vender lo que teníamos, romper con Hernan y con su, esposa… fue por ti. No por la hermana perfecta. Por ti, con tus miedos, con tus errores, con tu verdad. —No somos como ellos —añadió Caleb—. No necesitamos perfección. Te amamos porque eres nuestra hermana. Y porque ver todo lo que soportaste sin romperte del todo… es lo más valiente que hemos visto en la vida. Me dejé mimar por ellos, llorando en silencio. Por primera vez en muchos meses, me sentí… contenida. Escuchada. Sostenida no solo por palabras, sino por la verdad, esa que ya no estaba oculta entre mi pecho. —Gracias. Gracias por quedarse. Por no irse… por quererme así. —Y ahora —dijo Héctor, secándose una lágrima discreta—, vamos a estar a tu lado, para lo que venga. Si quieres que hablemos con Leonardo, lo haremos. Si quieres que esperemos, también. Solo dime qué necesitas, Val. Solo eso. No sabía aún qué necesitaba. Pero sí sabía esto: por fin, ya no estaba sola. Y cuando Leonardo llegue… cuando esa verdad les llegue a los oídos… al menos podré decir que ya no estoy huyendo. Que lo enfrenté todo con la verdad por delante. Que los elegí, a mis hijos, por encima del miedo. Y que si el amor es real… si realmente es nuestro… sabrá perdonarme.
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