Capítulo 21.

1613 Palabras
La espera más larga Valeria Siete meses. Nunca pensé que podía medir el amor en meses… pero desde que crucé la puerta de aquella estación en Londres, y supe que estaba embarazada, lo único que hacía era contar el tiempo. Días. Semanas. Lunas llenas. Latidos. Cada noche me preguntaba si algún día volvería a verlo. No al empresario, no al hombre que una vez me miró con distancia… sino a Leonardo. Mi Leo. Él que acariciaba mi espalda cuando pensaba que dormía. Él que me miró con una mezcla de miedo y ternura cuando le dije que lo amaba sin exigirle nada a cambio. Y ahora está por llegar. Después de todo. Después del dolor, del escándalo, del abandono, de las verdades y los silencios. Va a estar aquí. Y yo… me siento como si estuviera a punto de enfrentarme a una tormenta que pedí, pero para la que no me preparé. Mis manos tiemblan mientras doblo una manta sobre la cama de huéspedes. Sé que no dormirá ahí —sé que, apenas cruce esa puerta, ninguna de mis decisiones va a importar—, pero igual quiero que todo esté impecable. Limpio. Cálido. Recorro los pasillos de la casona como si los viera por primera vez. Es irónico. Este lugar, que me salvó la vida, ahora se siente demasiado pequeño para todo lo que siento. Las paredes parecen escucharme. Cada rincón guarda un secreto que solo yo conozco. Los gemelos se mueven delicadamente y me detengo por un instante, apoyando la mano en el vientre y han crecido mucho. Están por llegar al mundo. Y él no los ha visto ni una sola vez. No ha tocado mi piel hinchada, no ha escuchado sus corazones latir. No me ha oído hablarles cuando creo que nadie me escucha. Pero va a verlos por fin y sabe la verdad porfía. —Papá, viene hoy —susurró. Mis hijos no entienden mis palabras, pero los siento calmarse. Héctor me ayuda a colgar unas cortinas nuevas que Camila consiguió en el mercado del pueblo. Caleb está en la cocina, horneando un pan que huele a la infancia. Y yo, entre los tres, intento no romperme. —¿Estás segura de que quieres hacerlo así? —me pregunta Héctor, desde la escalera, sujetando la tela con firmeza. —¿Así cómo? —Como si solo fuera una visita más y no es solo eso, Val. No para ti. Lo miro, y no respondo. No sé cómo explicar que esta no es una preparación para una cita o una reunión. Es una despedida del miedo. Es vestirme de coraje, aunque no se note por fuera. Es… permitirle entrar otra vez. Cuando terminamos de ordenar, Camila vuelve con los pequeños. Nos mira con una sonrisa discreta, pero también con esa complicidad suya. Ella sabe todo. Ella ha sido testigo del llanto silencioso, de las noches en vela, del miedo absurdo de recibir una carta, una llamada… o el silencio eterno. A las cuatro, me encierro en mi habitación y la miro, como si fuera la primera vez. No hay nada elegante, nada lujoso. Solo flores secas que colgué en la ventana, una cuna de madera que Caleb me ayudó a armar con sus propias manos, y los libros que les leí en voz alta para mis hijos mientras acariciaba mi panza. Me siento en el borde de la cama, el sol entra débil. Me acomodo la blusa que ya no logra cubrirme del todo. Las medias me aprietan. Y, aun así, intento verme… presentable. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez quiero que me vea y entienda lo que perdió. Tal vez quiero que vea lo que está a punto de recuperar. Tal vez quiero… que no se vaya. Camila me llama desde la entrada del pasillo de nuestras habitaciones. —Val… llegó. No dije nada, ya que no podía, No respiré porque creo que lo olvidé y No parpadeé. Solo me levanté. Cada paso hacia la entrada fue como descender a otro mundo. Escuchaba mi corazón como un tambor en mis oídos y las voces eran un murmullo lejano. Y entonces lo vi. Leonardo. De pie, en medio de la sala, como un hombre que llegó tarde a su propia vida. Estaba diferente, mucho más delgado, los ojos hundidos y sus manos crispadas, como si no supiera qué hacer con ellas. Y cuando sus ojos se posaron en mí… en mí, con mi vientre de siete meses… vi todo. El amor, El miedo, El dolor, la culpa y El anhelo. No dijo nada. Yo tampoco. El mundo se detuvo por un instante. Después de siete meses, después del infierno, de las noches sin respuesta, de los ¿y si nunca vuelve? Y ¿si deja de amarme, si llegan a NO ser sus hijos, y sus manos, al igual que las mías, tiemblan al imaginar su rostro…? Ahí estaba. —Hola —dije, apenas un susurro. —Val… Su voz tembló y avanzó un paso, luego otro. Y cuando lo tuve frente a mí, su mano se estiró y yo hice lo mismo. Ahora estábamos tan cerca que podía oler el mismo aroma que recordaba de aquellas noches, me di cuenta de que no importaba nada. Porque el corazón no olvida. Porque el amor… el amor no se fue, solo se escondió en el fondo. Y ahora debía decidir si estaba lista para volver a vivirlo… con todo lo que implica. Con todo lo que aún no le he dicho. Luego vino el abrazo que no sabía que necesitaba. La verdad más importante Leonardo Me encontraba en el despacho, solo. Las paredes reflejaban la ausencia de todo lo que alguna vez fui. Las estanterías llenas de informes, contratos, premios que ya no significaban nada. Mi vida había quedado detenida el día en que Valeria desapareció. Desde entonces, todo fue inercia. Firmar, delegar, mantener la fachada. Nada más. Hasta que sonó el teléfono. Era Caleb. No hablábamos seguido, no después de lo que ocurrió en la casa de sus abuelos. Había sido la conversación más dura de mi vida. Me miraron con esa mezcla de desdén y esperanza que solo quienes aman verdaderamente a alguien pueden sentir. Y, aun así, me dejaron una promesa. Si la encontraban, me avisarían. Hoy, cumplían esa promesa. —Leonardo —dijo Caleb, sin preámbulos—. Ella quiere verte. Sentí que el corazón se me salía del pecho. Me incliné hacia el escritorio, conteniendo el aliento. Estuve a punto de preguntar: ¿Estás seguro?, pero su tono no daba lugar a dudas. —¿Dónde está? —Henley-on-Thames. Inglaterra. Es un pueblo pequeño, lejos del ruido. Está… diferente, pero está viva. Estás a tiempo. Cerré los ojos. Imaginé su rostro, su mirada, su risa y el alma me tembló. Pero entonces Caleb hizo una pausa. —Antes de que la veas, hay algo que debes saber. Y lo dijo. Sin adornos, sin compasión, solo la verdad. —Valeria está embarazada como lo sabes y está muy avanzada. Y podrías estar por conocer a tus posibles hijos. El mundo se detuvo. Literalmente. Mis oídos zumbaban, como si una explosión interna me hubiera roto los tímpanos. Todo mi cuerpo se tensó, como si mi alma intentara sostenerse dentro de una carcasa que ya no servía. —¿Qué dijiste? —pregunté, con la voz rota, casi sin aire. —Que posiblemente vas a ser padre, Leonardo, de gemelos. No supe si llorar, gritar, reír o arrodillarme ahí mismo. Mis hijos. Nuestros hijos, los que ella había llevado dentro durante todos esos meses de silencio, los que crecieron sin que yo lo supiera. Sin que pudiera protegerlos, tocarlos, sentirlos. —¿Cómo está ella? —logré decir al fin. —Fuerte, aunque… confundida, con mucho miedo, Necesita verte y explicarte el porqué podrían no ser tus hijos. Lo son, si vienen de ella, son míos y punto. No hubo más que decir. Colgué, Me puse de pie de un salto, Caminé como si no tocara el suelo. Tomé el teléfono y marqué directamente al hangar mientras me dirigí a mi dormitorio. —Preparen el jet. Rumbo a Londres. Despegamos en tres horas. Mi voz sonó firme, pero por dentro, era otra historia. Llegué a mi habitación, donde desde hacía meses no dormía bien. Abrí el clóset sin saber qué llevar. ¿Qué se usa para reencontrarte con la mujer que amas y que lleva en su vientre a tus hijos? ¿Cómo se viste uno para redimirse? Guardé cosas sin fijarme en qué era, No importaba allá, resolvería el resto. Cuando bajé al garaje, Jorge, mi chófer ya me esperaba. —¿A dónde vamos? —A buscar a mi familia —respondí sin más. Él no preguntó más, ya lo sabía. Siempre supo lo que pasó. Durante el trayecto al aeropuerto, no dije ni una palabra. Solo observaba el cielo, como si esperara alguna señal divina. Me pregunté cómo se vería, si estaría bien, si tenía miedo, y si alguna noche pensó en mí mientras sentía moverse a los bebés. Sí, le hablo de mí. El avión ya estaba listo. Mi nombre estampado en la escotilla nunca me había resultado tan frío. Porque ningún título, ningún poder, podía acercarme a lo que estaba por recuperar. Mis hijos. Mi mujer. A mí, Valeria. Me senté junto a la ventana, cerré los ojos, Y por primera vez en mucho tiempo, recé. No para que me perdonara, sino para que me dejara demostrarle que todo, absolutamente todo, lo que tengo y soy, es suyo. El avión despegó, y con él… mi corazón, mis promesas, y mi esperanza. Estaba volviendo. Y esta vez, no me iría sin ellos.
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