Capitulo
Apenas llevaba sonando la campana del convento cinco minutos, y ya se
encontraba la iglesia de los capuchinos abarrotada de oyentes. No creáis que la
multitud acudía movida por la devoción o el deseo de instruirse. A muy pocos
les impulsaban tales motivos; en una ciudad como Madrid, donde reina la
superstición con tan despótica pujanza, buscar la devoción sincera habría sido
empresa vana. El público congregado en la iglesia capuchina acudía por
causas diversas, todas ellas ajenas al motivo ostensible. Las mujeres venían a
exhibirse, y los hombres a ver a las mujeres; a algunos les atraía la curiosidad
de escuchar a un orador afamado; a otros el no tener otro medio de matar el
tiempo hasta que empezase el teatro; a otros, el habérseles asegurado que era
imposible encontrar sitio en la iglesia; y la mitad de Madrid acudía allí
esperando encontrarse con la otra mitad. Las únicas personas verdaderamente
deseosas de oír al predicador eran unas cuantas viejas beatas y media docena
de oradores rivales, dispuestos a encontrar defectos y a ridiculizar el discurso.
En cuanto al resto del auditorio, de haberse suprimido totalmente el sermón,
nadie se habría sentido defraudado, y muy probablemente ni habrían notado la
omisión.
Fuera como fuese, lo cierto es que la iglesia capuchina jamás se había visto
con una asistencia tan numerosa. Estaban llenos todos los rincones y ocupados
todos los asientos. Incluso las imágenes que adornaban las largas naves habían
sido utilizadas. Los chicos se habían encaramado en las alas de los querubines;
San Francisco y San Marcos cargaban un espectador sobre los hombros; y
Santa Águeda se vio en la necesidad de llevar dos. El resultado fue que, a
pesar de toda su diligencia y premura, nuestras dos recién llegadas miraron
inútilmente, al entrar en la iglesia, buscando algún sitio vacío.
Con todo, la más vieja siguió avanzando. En vano se elevaban de todas
partes exclamaciones contra ella; en vano se le decía: «Os aseguro, señora, que
aquí no hay sitio». «¡Por favor, señora, no me empujéis de manera tan
desconsiderada!» «¡Señora, no podéis pasar por aquí! ¡Válgame Dios! ¡Qué
pesada es la gente!»; la vieja, testaruda, seguía adelante. A fuerza de
persistencia y de brazos robustos, se abrió paso a través de la multitud y logró
hacerse sitio en el mismo centro de la iglesia, a no mucha distancia del púlpito.
Su acompañante la había seguido con timidez y en silencio, al amparo de los
esfuerzos de su guía.
—¡Virgen Santa! —exclamó la vieja en tono de contrariedad, mientras lanzaba una mirada interrogativa a su alrededor—. ¡Virgen Santa! ¡Qué calor!
¡Qué gentío! Me pregunto a qué se deberá todo esto. Creo que debemos
regresar: no hay ni una silla, y no parece que haya ninguna persona amable
dispuesta a cedernos la suya.
Esta descarada indirecta atrajo la atención de dos caballeros que ocupaban
sendos taburetes a la derecha y apoyaban la espalda contra la séptima columna
a partir del púlpito. Los dos eran jóvenes e iban ricamente vestidos. Al oír esta
apelación a su cortesía hecha por una voz femenina, interrumpieron su
conversación para mirar a la que había hablado. Esta se había apartado el velo
para otear mejor en torno suyo. Tenía el pelo rojizo y era bizca. Los caballeros
se volvieron otra vez y reanudaron la charla.
—¡Por favor! —exclamó la compañera de la vieja—; ¡por favor, Leonela,
regresemos a casa inmediatamente; hace demasiado calor, y me horroriza tanta
gente!
Estas palabras fueron pronunciadas en un tono de inmensa dulzura. Los
caballeros interrumpieron de nuevo su charla, pero esta vez no se contentaron
con mirar: se enderezaron ostensiblemente en sus asientos y se volvieron hacia
la que había hablado.
La voz provenía de una dama cuya figura delicada y elegante inspiró a los
jóvenes la más viva curiosidad por ver qué rostro tenía. No pudieron
satisfacerla. Un tupido velo ocultaba su semblante. Pero la pugna con la
muchedumbre se lo había ladeado lo bastante como para dejar al descubierto
un cuello que por su simetría y belleza podía rivalizar con el de la Venus de
Médicis. Era de la más deslumbrante blancura, realzada por el encanto
adicional de las ondas de largo y rubio cabello que descendía sinuoso hasta la
cintura. De estatura más bien por debajo de la media, su figura era grácil y
etérea como la de una ninfa. Tenía el pecho cuidadosamente velado. Su
vestido era blanco, sujeto por un ceñidor azul, y permitía asomar un piececillo
de las más delicadas proporciones. Un rosario de gruesas cuentas colgaba de
su brazo, y ocultaba su rostro bajo un velo de tupido y n***o cendal. Tal era la
dama, a quien el más joven de los caballeros ofreció al punto su asiento,
mientras el otro creyó necesario brindar la misma atención a la acompañante.
La vieja dama, con grandes muestras de gratitud, pero sin ningún
embarazo, aceptó el ofrecimiento y se sentó; la joven siguió su ejemplo,
aunque sin otro cumplido que una sencilla y graciosa reverencia. Don Lorenzo
(que así se llamaba el caballero cuyo asiento había aceptado ella) se colocó a
su lado; pero antes susurró unas palabras a su amigo al oído, quien
inmediatamente captó la intención y se dispuso a distraer la atención de la
vieja de su hermosa custodia.
—Sin duda hace poco que habéis llegado a Madrid —dijo Lorenzo a su bella vecina—; es imposible que tales prendas hayan pasado inadvertidas tanto
tiempo; y de no ser ésta vuestra primera aparición en público, la envidia de las
mujeres y la adoración de los hombres os habrían hecho ya suficientemente
notable.
Guardó silencio esperando una respuesta. Como sus palabras no la
requerían, la dama no despegó los labios. Tras unos momentos, reanudó su
discurso:
—¿Me equivoco al suponer que no sois de Madrid?
La dama vaciló; finalmente, en una voz tan queda que apenas era audible,
consiguió decir:
—No, señor.
—¿Pensáis quedaros bastante tiempo?
—Sí, señor.
—Me consideraría afortunado si pudiese contribuir a hacer agradable
vuestra estancia. Soy muy conocido en Madrid, y mi familia posee cierta
influencia en la corte. Si puedo seros de algún servicio, no podríais honrarme
ni complacerme más que permitiéndome serviros.
«Sin duda —se dijo para sus adentros—, no podrá ya contestarme con un
monosílabo; ahora tendrá que decir algo.»
Lorenzo se equivocó, pues la dama contestó tan sólo con un asentimiento
de cabeza.
Hasta ahora, había descubierto que su vecina no era muy comunicativa;
pero no sabía si su mutismo se debía a orgullo, discreción, timidez o estupidez.
Tras una pausa de unos minutos, dijo:
—Sin duda se debe a que sois forastera, y no estáis familiarizada con
nuestras costumbres, el que sigáis llevando ese velo. Permitidme que os lo
retire.
Al mismo tiempo, avanzó la mano hacia el velo: la dama alzó la suya para
impedírselo.
—Nunca me quito el velo en público, señor.
—¿Qué mal hay en ello, dime? —terció su acompañante con cierta
aspereza—; ¿no ves que las otras damas se han quitado todas el velo, sin duda
para honrar el santo lugar en el que estamos? ¡Yo me he quitado ya el mío; y si
expongo mi rostro a la observación general, no tienes motivo tú para sentirte
tan prodigiosamente alarmada! ¡Virgen María! ¡Cuánto embarazo y tribulación
por una carita! ¡Vamos, vamos, criatura! Descúbrela; te aseguro que nadie te la robará.
—Querida tía, ésa no es la costumbre en Murcia.
—¡En Murcia, no! ¡Santa Bárbara bendita! ¿Pero eso qué significa? No
haces más que recordarme esa detestable provincia. Lo único que nos importa
es si es costumbre en Madrid, así que es mi deseo que te quites el velo
inmediatamente. Obedéceme al punto, Antonia, pues sabes que no soporto que
me contradigan.
La sobrina se quedó callada, pero no opuso resistencia a los esfuerzos de
don Lorenzo, quien alentado por la sanción de la tía se apresuró a retirarle el
velo. ¡Qué cabeza de serafín se ofreció a su admiración! Más que hermosa era
arrobadora; su encanto residía no tanto en la perfección de sus rasgos como en
la dulzura y sensibilidad de su gesto. Consideradas las diversas facciones por
separado, distaban mucho de ser hermosas; pero contempladas en su conjunto,
eran adorables. Su piel, aunque blanca, no estaba enteramente limpia de pecas,
sus ojos no eran muy grandes, ni sus pestañas especialmente largas. Pero sus
labios eran de la más sonrosada frescura, su cabello rubio y ondulante, sujeto
con una simple cinta, descendía hasta más abajo de su talle con gran profusión
de rizos; su cuello era lleno y hermoso en extremo; sus manos y brazos
estaban formados con la más perfecta simetría; sus tiernos ojos tenían la
dulzura de los cielos, y el cristal con que se movían centelleaba con todo el
esplendor de los diamantes. Parecía tener escasamente quince años; una
sonrisa traviesa, jugando en su boca, delataba una vivacidad que el exceso de
timidez reprimía de momento. Miró a su alrededor con ojos vergonzosos, y al
encontrarse accidentalmente con los de Lorenzo, los bajó en seguida
ruborizada y empezó a desgranar sus cuentas, si bien su actitud mostraba
evidentemente que no sabía lo que se hacía.
Lorenzo la contempló con una mezcla de sorpresa y admiración; pero la tía
consideró oportuno excusar la mauvaise honte de Antonia.
—Es una niña —dijo— que ignora totalmente el mundo. Se ha criado en
un viejo castillo de Murcia, sin otra compañía que la de su madre, la cual,
¡Dios la perdone!, no tiene otro juicio que el necesario para llevarse la sopa a
la boca. Sin embargo, es mi propia hermana, de padre y madre.
—¿Tan poco juicio tiene? —dijo don Cristóbal con fingido asombro—;
¡qué extraordinario!
—Muy cierto, señor, ¿verdad que es extraño? Sin embargo, así es; ¡y mirad
la suerte de algunas personas! A un joven noble, de condición muy principal,
se le antojó que Elvira no carecía de cierta belleza: bueno, pretensiones, ha
tenido bastantes; ¡pero belleza...! ¡Ojalá me hubiese tomado yo la mitad de sus
trabajos en acicalarme...! Pero esto no tiene nada que ver. Como iba diciendo, señor, un joven noble se prendó y se casó con ella sin que lo supiese su padre.
Mantuvieron su unión en secreto casi tres años, hasta que llegó a oídos del
marqués, a quien, como ya podéis suponer, no agradó mucho la noticia. Partió
a toda prisa para Córdoba, decidido a coger a Elvira y mandarla a algún lejano
lugar, de forma que no se supiese de ella nunca más. ¡San Pablo bendito!
¡Cómo se enfureció al encontrarse con que había escapado con su esposo, y
que habían embarcado los dos para las Indias! Nos maldijo a todos como si
estuviera poseído por el demonio; arrojó a mi padre, el zapatero más honrado
y trabajador de toda Córdoba, al calabozo; y al marcharse, tuvo la crueldad de
quitarnos el niño de mi hermana, de apenas dos años entonces, al que se había
visto ella obligada a dejar con la precipitación de la huida. La desventurada
criaturita debió de recibir de él un trato despiadado, pues unos meses después
recibimos la noticia de su muerte.
—¡Válgame Dios, qué viejo más terrible, señora!
—¡Oh, espantoso! ¡Y además totalmente carente de gusto! ¿Creeréis,
señor, que cuando intenté apaciguarle me llamó bruja, y deseó que, para
castigar al conde, se volviese mi hermana tan fea como yo? ¡Fea! ¿Os dais
cuenta?
—¡Ridículo! —exclamó don Cristóbal—. Evidentemente, el conde se
habría considerado afortunado de haber podido cambiar una hermana por la
otra.
—¡Oh, Jesús! Señor, sois demasiado galante. Sin embargo, me alegro de
que el conde pensara de otro modo. ¡Con lo mal que lo ha debido de pasar la
pobre Elvira! ¡Después de pelear y sudar en las Indias durante trece largos
años, muere su esposo y regresa a España sin una casa que le dé cobijo, ni
dinero para procurárselo! Antonia era entonces muy pequeñita, y la única
hijita que le quedaba. Se encontró con que su suegro se había vuelto a casar,
que seguía irreconciliable con el conde, y que su segunda esposa le había dado
un hijo, del cual se dice que es un joven muy gallardo. El viejo marqués se
negó a ver a mi hermana y a su hijita, pero le envió su palabra de que, a
condición de no oír hablar de ella nunca más, le asignaría una modesta pensión
y podría vivir en un viejo castillo que poseía en Murcia, y allí ha permanecido
hasta hace un mes.
—¿Y qué la trae ahora a Madrid? —inquirió don Lorenzo, a quien la
admiración por la joven Antonia le inspiraba un vivo interés por la historia de
la vieja charlatana.
—¡Ay, señor!; al morir su suegro recientemente, el administrador de sus
propiedades murcianas se ha negado a seguir pasándole la pensión. Ahora ha
venido a Madrid con el propósito de suplicarle a su hijo que se la renueve.
¡Pero creo que podía haberse ahorrado la molestia! Los jóvenes nobles tienen siempre demasiadas cosas que hacer con su dinero, y no están dispuestos muy
a menudo a sacrificarlo a las viejas. Yo aconsejé a mi hermana que enviase a
Antonia con su petición; pero no ha querido hacerme caso. ¡La muy terca!
¡Bueno! Ya sentirá no haber seguido mi consejo: la niña tiene una carita
preciosa, y podía haber conseguido mucho más.
—¡Ah, señora! —interrumpió don Cristóbal simulando un aire apasionado
—; si lo que conviene es una cara bonita, ¿por qué no ha recurrido a vos
vuestra hermana?
—¡Oh! ¡Jesús! ¡Mi señor, os juro que me abrumáis con vuestra galantería!
¡Pero os aseguro que sé muy bien el peligro de tales misiones para ponerme a
merced de un joven noble! No, no; hasta ahora he conservado mi reputación
sin tacha ni reproche, y siempre he sabido mantener a distancia a los hombres.
—De eso, señora, no tengo la menor duda. Pero permitidme una pregunta:
¿es que tenéis aversión al matrimonio?
—Esa es una pregunta muy atinada. No puedo por menos de confesar que
si se presentase un amable caballero...
Aquí intentó lanzar a don Cristóbal una mirada tierna y significativa; pero
dado que bizqueaba de la manera más abominable, la mirada cayó sobre su
compañero: Lorenzo creyó que el cumplido iba dirigido a él, y respondió con
una profunda reverencia.
—¿Puedo preguntar —dijo— el nombre de ese marqués?
—Es el marqués de las Cisternas.
—Le conozco bastante. No está en este momento en Madrid, pero se le
espera de un día para otro. Es uno de los hombres más buenos; y si la
encantadora Antonia me da permiso para ser su abogado ante él, no dudo que
podré presentarle un informe favorable de su causa.
Antonia alzó sus ojos azules, y agradeció el ofrecimiento con una sonrisa
inefable de dulzura. La satisfacción de Leonela fue mucho más sonora y
audible: en efecto, mientras su sobrina se mostraba callada en compañía, ella
se consideraba en la obligación de hablar por las dos; cosa que hacía sin
dificultad, ya que raramente se quedaba sin palabras.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¡Toda nuestra familia quedará en la mayor
deuda con vos! Acepto vuestro ofrecimiento con toda mi gratitud, y os doy mil
gracias por la generosidad de vuestra proposición. Antonia, ¿por qué no dices
nada, criatura? ¡Mientras este caballero dice toda clase de cosas amables, tú
sigues callada como una estatua, sin una palabra de agradecimiento, buena,
mala o indiferente!
—Mi querida tía, comprendo muy bien que...
—¡Vaya, sobrina! ¿Cuántas veces te he dicho que no debes interrumpir a
una persona cuando está hablando? ¿Son éstos los modales de Murcia?
¡Válgame Dios! Jamás podré hacer de esta niña una persona bien educada.
Pero os lo ruego, señor —prosiguió, dirigiéndose a don Cristóbal—, decidme,
¿por qué se ha congregado hoy tanta gente en esta catedral?
—¿Es posible que ignoréis que Ambrosio, abad de este monasterio,
pronuncia un sermón en esta iglesia todos los jueves? Todo Madrid pregona
sus alabanzas. Hasta ahora sólo ha predicado tres veces; pero todos los que le
han oído se sienten tan embargados por su elocuencia, que es tan difícil coger
sitio en la iglesia como en la primera representación de una comedia. Desde
luego, su fama debería haber llegado a oídos vuestros...
—¡Ay! Señor, hasta ayer, no tuve la suerte de ver Madrid; y en Córdoba
estamos tan poco informados de lo que ocurre en el resto del mundo, que el
nombre de Ambrosio jamás se ha mencionado allí.
—Pues en Madrid lo encontraréis en boca de todos. Parece tener
fascinados a todos sus habitantes, y aunque yo mismo no he asistido a sus
sermones, me asombra el entusiasmo que ha despertado. La adoración que le
tributan los jóvenes y los viejos, los hombres y las mujeres, es sin igual. Los
grandes le colman de regalos; sus esposas se niegan a tener otro confesor, y en
toda la ciudad se le conoce con el nombre de «Hombre santo».
—Sin duda, señor, será de noble origen...
—Esa cuestión aún permanece confusa. El difunto superior de los
capuchinos le encontró en la puerta de la abadía cuando era aún muy pequeño.
Todos los intentos por descubrir quién le había dejado allí resultaron
infructuosos, y el propio niño fue incapaz de informar sobre sus padres. Se
educó en el monasterio, donde ha residido desde entonces. Muy pronto
manifestó una fuerte inclinación por el estudio y el recogimiento, y tan pronto
como alcanzó la edad pronunció los votos. Nadie ha venido a reclamarle, ni a
disipar el misterio que envuelve su nacimiento; y los monjes, conscientes del
favor que reporta a su institución el respeto hacia él, no han dudado en
proclamar que es un regalo que les ha enviado la Virgen. En verdad, la
singular austeridad de su vida da cierto fundamento a la historia. Ahora tiene
treinta años y cada hora de su vida la ha pasado en estudio, completo
aislamiento y mortificación de la carne. Hasta hace tres semanas, en que fue
elegido superior de la comunidad a la que pertenece, nunca había traspasado
los muros de la abadía: incluso ahora no los traspone más que los jueves, para
pronunciar su sermón en esta catedral, a la que Madrid entero acude a
escucharle. Dicen que su sabiduría es de lo más profunda, y su elocuencia de
lo más persuasiva. En el curso de toda su vida, jamás ha infringido una sola
regla de su orden, ni se ha descubierto la más leve mancha en su persona; y se dice que es tan estricto observador de la castidad que desconoce en qué
consiste la diferencia entre el hombre y la mujer. Así que las gentes le tienen
por un santo.
—¿Un santo por eso? —preguntó Antonia—. ¡Válgame Dios! Entonces,
¿lo soy yo también?
—¡Santa Bárbara bendita! —exclamó Leonela—. ¡Qué pregunta! ¡Calla,
criatura, calla! Esos temas no son apropiados para las jóvenes. Sería como
pretender que no recuerdas que en el mundo existen los hombres, e imaginar
que todos son del mismo sexo que tú. Prefiero que des a entender a las
personas que sabes que un hombre no tiene pechos, ni caderas, ni...
Afortunadamente para la ignorancia de Antonia, que la conferencia de su
tía habría tardado muy poco en disipar, un murmullo general en la iglesia
anunció la llegada del predicador. Doña Leonela se levantó de su asiento para
verle mejor, y Antonia siguió su ejemplo.
Era un hombre de noble ademán y presencia imponente. Era de estatura
elevada, y tenía las facciones singularmente hermosas. Tenía la nariz aguileña;
los ojos grandes, negros y centelleantes, y las cejas oscuras y casi juntas. Su
tez era morena, aunque el estudio y la vigilia habían privado a sus mejillas
enteramente de color. En su frente tersa y sin arrugas imperaba la serenidad; y
el contento que denotaba cada rasgo parecía revelar a un hombre igualmente
ajeno a las tribulaciones y a los crímenes. Saludó con humildad al auditorio:
sin embargo, había cierta severidad en su mirada y continente que inspiraba un
temor universal, y pocos se atrevieron a sostener la mirada inflamada y
penetrante de sus ojos. Éste era Ambrosio, abad de los capuchinos, y apodado
«el Hombre santo».
Antonia, mientras le miraba ansiosa, sintió en su pecho el estremecimiento
de un placer hasta ahora desconocido para ella, y al que en vano se esforzó en
encontrar explicación. Esperó con impaciencia a que empezase el sermón; y
cuando finalmente habló el fraile, el sonido de su voz pareció penetrar hasta el
fondo de su alma. Aunque ninguno de los oyentes sentía las violentas
sensaciones de la joven Antonia, todos escucharon con interés y emoción. Aun
aquellos que eran insensibles a los méritos de la religión se sintieron
encantados con la elocuencia de Ambrosio. Todos se hallaban
irresistiblemente atraídos mientras él hablaba, y en las naves atestadas reinaba
el más profundo silencio. El propio Lorenzo sucumbió también al encanto:
olvidó que Antonia estaba junto a él, y escuchó al predicador con toda la
atención puesta en sus palabras.
Con lenguaje nervioso, claro y simple, el monje se extendió en las bellezas
de la religión. Explicó algunos pasajes oscuros de los textos sagrados en un
estilo que logró la convicción general. Su voz a la vez clara y profunda estaba cargada de todos los terrores de la tempestad, al arremeter contra los vicios de
la humanidad y describir los castigos a ellos reservados en un estado futuro.
Cada oyente reflexionaba sobre sus pasadas culpas, y temblaba: parecía
desatar el trueno cuyo rayo estaba destinado a aplastarle y a abrir el abismo de
eterna destrucción a sus pies. Pero cuando Ambrosio, al cambiar de tema,
habló de la excelencia de una conciencia inmaculada, de la gloria futura que la
eternidad ofrecía al alma exenta de reproche y de la recompensa que le
aguardaba en las regiones de gloria eterna, los oyentes sintieron que les volvía
el ánimo insensiblemente. Suplicaron confiados la clemencia de su juez y se
acogieron a las palabras consoladoras del predicador; y mientras su voz llena
se henchía de melodía, se sintieron todos transportados a aquellas regiones
dichosas que él describía con colores tan brillantes y esplendorosos.
El discurso fue de considerable longitud; no obstante, al concluir, el
auditorio lamentó que no hubiese durado más. Aunque el monje había dejado
de hablar, aún reinó un silencio entusiasta en la iglesia; por último, el encanto
se disipó gradualmente y comenzó a expresarse la general admiración en
términos audibles. Al descender Ambrosio del púlpito, sus oyentes se
agolparon a su alrededor, le colmaron de bendiciones, se arrojaron a sus pies y
besaron el borde de su hábito. Avanzó lentamente con las manos devotamente
cruzadas sobre su pecho, hasta la puerta que daba a la abadía, en la cual
aguardaban sus monjes para acogerle. Subió los peldaños y luego, volviéndose
hacia los que le seguían, les dirigió unas palabras de gratitud y exhortación.
Mientras hablaba, su rosario, hecho de gruesas cuentas de ámbar, resbaló de su
mano y cayó entre la multitud que le rodeaba. Los espectadores se apoderaron
ansiosamente de él y se lo repartieron inmediatamente. Todo el que logró
coger una cuenta se la guardó como si fuese una sagrada reliquia; de haber
estado bendecido tres veces por el propio San Francisco, no se lo habrían
disputado con mayor viveza. El abad, sonriendo ante esta avidez, les bendijo y
abandonó la iglesia con la humildad reflejada en cada gesto. ¿Reinaba ésta
también en su corazón?
Los ojos de Antonia le siguieron con ansiedad. Al cerrarse la puerta tras él,
le pareció haber perdido a alguien esencial para su dicha. Una lágrima rodó en
silencio por su mejilla.
«¡Está separado del mundo! —dijo para sus adentros—. ¡Puede que no
vuelva a verle más!»
Al enjugarse la lágrima, Lorenzo observó su gesto.
—¿Os ha satisfecho nuestro orador? —preguntó—. ¿O creéis que Madrid
sobrevalora su talento?
El corazón de Antonia estaba tan lleno de admiración por el monje que al
punto aprovechó la ocasión para hablar de él: además, puesto que ya no consideraba a Lorenzo un completo extraño, se sintió menos confundida por
su extrema timidez.
—¡Oh! Sobrepasa con mucho lo que yo me esperaba —contestó—; hasta
este momento no tenía idea del poder de la elocuencia. Pero cuando se ha
puesto a hablar, su voz me ha inspirado tal interés, tal estima, casi puedo decir
que tal afecto por él, que yo misma me asombro de la hondura de mi
sentimiento.
Lorenzo sonrió ante la vehemencia de sus palabras.
—Sois joven y acabáis de entrar en la vida —dijo—; vuestro corazón
tierno para el mundo y, lleno de calor y sensibilidad, recibe sus primeras
impresiones con anhelo. En vuestra sencillez, no sospecháis engaño alguno de
nadie; y al contemplar el mundo a través de vuestra propia sinceridad e
inocencia, consideráis que todos los que están a vuestro alrededor merecen
vuestra confianza y estima. ¡Qué lástima que estas visiones alegres se tengan
que ver tan pronto disipadas! ¡Qué lástima que tengáis que descubrir tan
pronto la bajeza de la humanidad, y guardaros de vuestros semejantes como de
vuestros enemigos!
—¡Ay, señor! —replicó Antonia—. ¡Las desgracias de mis padres me han
traído ya demasiados ejemplos de la perfidia del mundo! Sin embargo, en el
presente caso el calor de la simpatía no puede haberme engañado.
—En el presente caso, reconozco que no. La reputación de Ambrosio es
totalmente irreprochable; y un hombre que ha pasado toda su vida entre los
muros de un convento no puede haber tenido ocasión de caer en culpa alguna,
aun cuando poseyera tal inclinación. Pero ahora que, obligado por los deberes
de su condición, debe entrar en el mundo y caminar por la vía de la tentación,
ahora es cuando le corresponde demostrar el esplendor de su virtud. La prueba
es peligrosa; se le presenta precisamente en esa etapa de la vida en que las
pasiones son más vehementes, indomables y despóticas; su reconocida fama le
convertirá en una víctima ilustre para la seducción; la novedad le prestará un
encanto más de los halagos del placer; y el mismo talento con que la
naturaleza le ha dotado contribuirá a su ruina, facilitando los medios de
conseguir su objeto. Muy pocos vuelven victoriosos de una contienda tan
grave.
—¡Ah!, sin duda Ambrosio será uno de ellos.
—De eso no tengo ninguna duda: En todos los respectos, es una excepción
en la humanidad, y en vano tratará la envidia de manchar su reputación.
—¡Señor, me tranquilizáis con esta seguridad! Eso me anima a
confirmarme en mi opinión en su favor; ¡y no sabéis con cuánto valor habría
tenido que reprimir este sentimiento! ¡Ah!, tía querida, convenced a mi madre para que le elija como nuestro confesor.
—¿Convencerla yo? —replicó Leonela—; te prometo que no haré
semejante cosa. No me gusta el tal Ambrosio lo más mínimo; hay un aire de
severidad en todo él que me hace temblar de pies a cabeza: si fuera mi
confesor, no sería capaz de revelarle ni la mitad de mis pecadillos, y entonces,
¡bonita situación! En mi vida he visto un hombre de aspecto más austero, ni
espero verlo. ¡Qué descripción del diablo! ¡Dios nos bendiga! Casi me vuelvo
loca de miedo; y cuando hablaba de los pecadores, parecía que se los iba a
comer...
—Tenéis razón, señora —contestó don Cristóbal—; la excesiva severidad
se dice que es el único defecto de Ambrosio. Como él está exento de las
debilidades humanas, no es bastante indulgente con los demás; y aunque
estrictamente justo y desinteresado en sus decisiones, su gobierno de los
monjes ha dado ya alguna prueba de su inflexibilidad. Pero la multitud casi se
ha dispersado: ¿Permitís que os acompañemos a vuestra casa?
—¡Oh, Jesús! ¡Señor! —exclamó Leonela fingiendo ruborizarse—, ¡no lo
permitiría por nada del mundo! Si yo regresase a casa acompañada de un
caballero tan galante, mi hermana es tan escrupulosa que me echaría un
sermón de una hora, y no pararía de oírla. Además, desearía no considerar
vuestras proposiciones de momento.
—¿Mis proposiciones? Os aseguro, señora...
—¡Oh! Señor, creo que vuestras manifestaciones de impaciencia son muy
sinceras; pero realmente necesito algún tiempo. No sería muy delicado por mi
parte aceptar vuestra mano al primer día.
—¿Aceptar mi mano? Como espero vivir y respirar que...
—¡Oh, mi querido señor, si me amáis, no me presionéis más! Consideraré
vuestra obediencia como prueba de vuestro afecto; mañana os enviaré noticias
mías, de modo que adiós. Pero decidme, caballeros, ¿puedo preguntaros
vuestros nombres?