Capitulo 2

3616 Palabras
M amigo —replicó Lorenzo—, es el conde de Ossorio, y yo Lorenzo de Medina. —Es suficiente. Bien, don Lorenzo, comunicaré a mi hermana vuestro gentil ofrecimiento, y os haré conocer la decisión con toda premura. ¿Adónde os la puedo enviar? —Se me encontrará siempre en el palacio de Medina. —Podéis confiar en que recibiréis noticias mías. Adiós, caballeros. Señor conde, permitidme suplicaros que moderéis el excesivo ardor de vuestra pasión; sin embargo, para probaros que no me desagradáis y evitar que os abandonéis a la desesperación, recibid esta muestra de mi afecto, y dedicad algún pensamiento a la ausente Leonela. Diciendo esto, tendió su mano flaca y arrugada, que su supuesto admirador besó con tan poca gracia y aprensión tan evidente que Lorenzo tuvo que hacer esfuerzos para no echarse a reír. Leonela entonces se apresuró a abandonar la iglesia; la encantadora Antonia la siguió en silencio; pero cuando llegó al atrio, se volvió involuntariamente y dirigió una mirada hacia Lorenzo. Éste hizo una inclinación a modo de adiós; ella le devolvió el saludo y salió apresuradamente. —¡Bueno, Lorenzo! —dijo don Cristóbal tan pronto como estuvieron solos —. ¡Bonita intriga me habéis procurado! Para favorecer vuestros planes con Antonia, le hago cortésmente unos cumplidos sin importancia a la tía, y al cabo de una hora ¡me encuentro al borde del matrimonio! ¿Cómo vais a recompensarme por haber sufrido de este modo por vos? ¿Qué puede retribuirme el haber besado la zarpa correosa de esa maldita bruja? ¡Diablos! Me ha dejado tal perfume en los labios que voy a oler a ajo durante todo este mes que viene. ¡Cuando vaya a pasear al Prado, me van a tomar por una tortilla ambulante o una enorme cebolla pasada! —Reconozco, mi pobre conde —replicó Lorenzo—, que vuestro servicio se ha visto acompañado de peligro; pero estoy tan lejos de considerarlo superior a vuestras fuerzas, que probablemente os pediré que llevéis vuestros amores aún más adelante. —De esta petición infiero que la pequeña Antonia ha causado alguna impresión en vos. —No puedo expresaros lo hechizado que me tiene. Desde la muerte de mi padre, mi tío el duque de Medina me ha manifestado su deseo de verme casado; hasta ahora he soslayado sus insinuaciones, y no he querido darme por enterado. Pero lo que he visto esta tarde... —¿Y bien? ¿Qué es lo que habéis visto esta tarde? ¡Vaya, don Lorenzo, no podéis estar tan loco como para pensar en convertir en vuestra esposa a la nieta del zapatero más honrado y trabajador de Córdoba! —Olvidáis que es también nieta del difunto marqués de las Cisternas; pero sin entrar a discutir cunas ni títulos, os aseguro que jamás he visto mujer más interesante que Antonia. —Es muy posible; pero no pretenderéis casaros con ella. —¿Por qué no, mi querido conde? Poseo riqueza suficiente para los dos, y sabéis que mi tío tiene ideas muy liberales a ese respecto. Por lo que sé de Raimundo de las Cisternas, estoy seguro de que estará dispuesto a acoger a Antonia como sobrina. Su cuna, por tanto, no será obstáculo para que pida yo su mano. Me portaría como un miserable si pensase en otra cosa que no fuese el matrimonio; y en verdad, parece dotada de todas las cualidades que para mí debe tener una esposa. Joven, adorable, dulce, juiciosa... —¿Juiciosa? ¡Pero si no ha dicho más que «sí» y «no»! —No ha dicho mucho más, lo reconozco; pero siempre ha dicho «sí” y «no “en el momento adecuado. —¿De veras? ¡Oh! ¡Os pido mil perdones! Eso es emplear un argumento de enamorado, y no seré yo quien discuta con tan profundo casuista. ¿Y si nos dirigiéramos al teatro? —Yo no puedo. Llegué anoche a Madrid, y aún no he tenido ocasión de ver a mi hermana; como sabéis, su convento está en esta calle, y me dirigía allí cuando la multitud que vi agolparse en esta iglesia excitó mi curiosidad por saber qué ocurría. Ahora deseo proseguir hacia donde iba al principio, y probablemente pasaré la tarde con mi hermana en el locutorio. —¿Vuestra hermana en un convento, decís? ¡Oh, claro!, lo había olvidado. ¿Y cómo está doña Inés? ¡Me sorprende, don Lorenzo, cómo se os pudo ocurrir encerrar a una joven tan encantadora entre los muros de un claustro! —¿Que se me ocurrió, don Cristóbal? ¿Cómo podéis considerarme capaz de semejante barbaridad? Sabed que tomó los hábitos por propio deseo y que determinadas circunstancias la indujeron a retirarse del mundo. Empleé todos los medios a mi alcance para hacerla cambiar de decisión. Mi esfuerzo fue inútil. ¡Y perdí a mi hermana! —En cambio, vos tuvisteis más suerte. Creo, Lorenzo, que ganasteis bastante con esa pérdida. Si no recuerdo mal, doña Inés tenía una dote de diez mil doblones, la mitad de los cuales habrán ido a parar a vos. ¡Por Santiago! Quisiera tener cincuenta hermanas de esa misma categoría. Me resignaría a perderlas todas sin demasiado pesar. —¡Cómo, conde! —exclamó Lorenzo con voz irritada—. ¿Me suponéis tan bajo como para haber influido en el retiro de mi hermana? ¿Creéis que el despreciable deseo de convertirme en dueño de su fortuna ha podido...? —¡Admirable! ¡Valor, don Lorenzo! Ya se ha puesto como una furia. ¡Quiera Dios que Antonia temple vuestro fogoso carácter, o acabaremos cortándonos el cuello antes de que termine el mes! Pero para evitar tan trágica catástrofe de momento, me voy y os dejo dueño del terreno. ¡Adiós, mi caballero del Etna! Moderad vuestro carácter inflamable, y recordad que cuantas veces sea necesario hacerle la corte a esa vieja arpía, podéis contar con mis servicios. Y dicho esto salió precipitadamente de la catedral. «¡Qué atolondrado! —dijo don Lorenzo para sí—. Con un corazón tan excelente, ¡qué lástima que tenga tan poco juicio!» La noche avanzaba rápidamente. Sin embargo, aún no habían encendido las lámparas. Los débiles destellos de la luna ascendente apenas conseguían traspasar la gótica oscuridad de la iglesia. Don Lorenzo no se sintió capaz para abandonar el lugar. El vacío que la ausencia de Antonia había dejado en su corazón, y el sacrificio de su hermana, que don Cristóbal acababa de recordarle, hicieron nacer en su espíritu una melancolía muy acorde con la religiosa oscuridad que le envolvía. Aún estaba apoyado contra la séptima columna del púlpito. Una brisa suave y fresca recorrió las naves solitarias. La claridad de la luna, penetrando en la iglesia a través de las pintadas vidrieras, tenía las bóvedas labradas y los gruesos pilares con mil matices diversos de luz y color: un silencio universal reinaba a su alrededor, turbado sólo por el cerrar de alguna puerta en la abadía contigua. La calma de la hora y la soledad del lugar contribuyeron a fomentar la disposición de Lorenzo a la melancolía. Se dejó caer en el asiento que había junto a él y se abandonó a las ilusiones de su fantasía. Pensó en su unión con Antonia, y en los obstáculos que podían oponerse a sus deseos; y mil visiones cambiantes flotaron ante su imaginación, tristes, es cierto, aunque no desagradables. Insensiblemente, el sueño se fue adueñando de él, y la tranquila solemnidad que embargaba su espíritu momentos antes, siguió influyendo en sus sueños durante un rato. Soñó que aún se encontraba en la iglesia de los capuchinos; pero ya no estaba oscura y solitaria. Multitud de lámparas de plata derramaban su esplendor desde el abovedado techo. Acompañada por el cántico lejano del coro, la melodía del órgano inundó la iglesia. El altar parecía adornado como para una fiesta señalada: estaba rodeado de un espléndido grupo de personas; y en el centro se encontraba Antonia, vestida de blanco, ruborizada con todos los encantos de su virginal modestia. Esperanzado y temeroso, Lorenzo contemplaba la escena que tenía ante sí. De súbito, se abrió la puerta que conducía a la abadía, y vio avanzar, escoltado por una larga fila de monjes, al predicador que acababa de escuchar con tanta admiración. Se acercó a Antonia. —¿Dónde está el novio? —preguntó el imaginario fraile. Antonia pareció mirar con ansiedad por la iglesia. Involuntariamente, el joven avanzó unos pasos. Ella le vio. Un rubor de alegría afloró a sus mejillas. Con un gracioso movimiento de mano, le hizo seña de que se acercase. No se hizo esperar: corrió hacia ella y se arrojó a sus pies. Ella retrocedió un instante. Luego, mirándole con un gozo inefable, exclamó: —¡Sí! ¡Sois mi esposo! ¡Mi esposo prometido! Y se arrojó a sus brazos. Pero antes de que él tuviese tiempo de recibirla, un desconocido se interpuso entre los dos. Su figura era gigantesca. Su piel, atezada; sus ojos, terribles y fieros; su boca exhalaba llamaradas de fuego; y su frente tenía escrito en caracteres legibles: «¡Orgullo! ¡Lujuria! ¡Crueldad!». Antonia profirió un grito. El monstruo la cogió en sus brazos, y saltando con ella sobre el altar, la torturó con sus odiosas caricias. Ella luchó en vano por escapar de su abrazo. Lorenzo corrió en su socorro, pero antes de llegar hasta ella, se oyó un trueno espantoso. Instantáneamente la catedral pareció desmoronarse. Los monjes echaron a correr, gritando de terror. Se apagaron las lámparas, se hundió el altar, y en su lugar se abrió un abismo que vomitaba bocanadas de humo y de fuego. El monstruo profirió un grito espantoso y terrible, y se precipitó en el abismo, tratando de arrastrar a Antonia con él. Forcejeó en vano. Animada de unos poderes sobrenaturales, ella se zafó de su abrazo; pero su blanco vestido quedó en su poder. Al punto, un ala de brillante esplendor se desplegó de cada brazo de Antonia. Se elevó, y mientras ascendía gritó a Lorenzo: —¡Amigo mío! ¡Arriba nos reuniremos! En el mismo instante, se abrió la bóveda de la catedral; unas voces armoniosas resonaron en lo alto, y el resplandor que acogió a Antonia estaba formado por una luz tan deslumbrante, que Lorenzo no fue capaz de sostener la mirada. Le falló la visión y se derrumbó en el suelo. Cuando despertó, se encontró tendido en el pavimento de la iglesia: estaba iluminada, y los cánticos sonaban a lo lejos. Durante un rato, Lorenzo no consiguió convencerse de que lo que había presenciado era un sueño, tan fuerte impresión había dejado en su mente. Una breve reflexión le convenció de su engaño. Durante su sueño habían encendido las lámparas, y la música que oía se debía a los monjes, que celebraban vísperas en la capilla de la abadía. Se levantó Lorenzo, y se dispuso a dirigir sus pasos hacia el convento de su hermana. Había llegado ya cerca del atrio, con la mente ocupada en este sueño singular, cuando le llamó la atención una sombra al deslizarse por el muro opuesto. Miró con curiosidad, y descubrió a un hombre embozado en su capa, el cual pareció comprobar cautelosamente si eran observados sus movimientos. Muy pocas personas estaban exentas de curiosidad. El desconocido parecía deseoso de ocultar su entrada en la catedral, y fue esta misma circunstancia la que hizo que Lorenzo desease averiguar qué hacía. Nuestro héroe sabía que no tenía derecho a espiar los secretos de aquel desconocido caballero. «Me iré», se dijo Lorenzo. Pero se quedó donde estaba. La sombra que proyectaba la columna le ocultaba del desconocido, que siguió avanzando con cautela. Finalmente, sacó una carta de debajo de su capa y la colocó apresuradamente bajo una colosal estatua de San Francisco. Luego, retirándose a toda prisa, se ocultó en un rincón de la iglesia, a considerable distancia de dicha imagen. «¡Vaya! —se dijo Lorenzo—; creo que se trata de un vulgar asunto amoroso. Será mejor que me vaya, puesto que nada tengo que ver.» Lo cierto es que hasta ese momento no se le había ocurrido ni de lejos que pudiese tener algo que ver con él. Pero creyó necesario darse una pequeña excusa por haberse permitido esta curiosidad. Ahora hizo un segundo intento de retirarse de la iglesia: esta vez llegó al atrio sin ningún impedimento. Pero estaba destinado a encontrarse con otra visita esa noche. Al bajar la escalinata que conducía a la calle, chocó con él un caballero con tal violencia que a punto estuvieron de caerse al suelo los dos. Lorenzo echó mano a su espada. —¿Qué significa eso, señor? —exclamó—. ¿A qué viene esta insolencia? —¡Ah, sois vos, Medina! —replicó el recién llegado, en quien Lorenzo reconoció a don Cristóbal por la voz—. ¡Sois el hombre más afortunado del universo, por no haber abandonado la iglesia hasta mi regreso! ¡Entrad, entrad! ¡Mi querido muchacho! ¡Estarán aquí inmediatamente! —¿Quiénes estarán aquí? —La vieja gallina y sus preciosos pollitos. ¡Vayamos dentro, luego sabréis toda la historia! Lorenzo le siguió al interior de la catedral, y se ocultaron detrás de la estatua de San Francisco. —Y ahora —dijo nuestro héroe—, ¿puedo tomarme la libertad de preguntar qué significa toda esta prisa y arrebato? —¡Oh, Lorenzo! ¡Vamos a tener una gloriosa aparición! La priora de Santa Clara y todo su séquito de monjas van a venir aquí. Debéis saber que el piadoso padre Ambrosio (¡Dios le bendiga por ello!), no quiere salir bajo ningún concepto de su recinto; y dado que a todo convento de actualidad le es absolutamente necesario tenerle de confesor, las monjas se ven obligadas a visitarle en la abadía. Ya que la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña. Y la priora de Santa Clara, para evitar mejor miradas impuras como las de vuestros ojos y las de este humilde servidor, considera conveniente traer a confesar a su santa grey al anochecer; va a acceder a la capilla de la abadía por aquella puerta privada. La hermana portera, que es un alma bendita, y muy amiga mía, me acaba de asegurar que estarán aquí dentro de unos momentos. ¡Hay noticias para vos, bribón! ¡Vamos a ver a una de las caras más preciosas de Madrid! —En verdad, Cristóbal, que no haremos tal cosa. Las monjas van siempre con velo. —¡No, no! Lo sé mejor que vos. Al entrar en un lugar sagrado, se quitan siempre el velo por respeto al santo al que está dedicado. ¡Pero mirad! ¡Ya llegan! ¡Silencio, silencio! Observad y os convenceréis. «¡Bien! —se dijo Lorenzo—; ¡tal vez averigüe a quién van dirigidas las promesas de ese misterioso desconocido!» Apenas hubo dejado de hablar don Cristóbal, cuando apareció la priora de Santa Clara, seguida de una larga procesión de monjas. Cada una, al entrar, se levantaba el velo. La priora se cruzó las manos sobre el pecho e hizo una profunda reverencia al pasar frente a la imagen de San Francisco, el patrono de la catedral. Las monjas siguieron su ejemplo, y varias pasaron sin haber satisfecho la curiosidad de Lorenzo. Casi había empezado a desesperar de ver aclarado el misterio, cuando, tras rendir homenaje a San Francisco, una de las monjas dejó caer el rosario. Al inclinarse a recogerlo le dio la luz de lleno en la cara. Al mismo tiempo, recogió hábilmente la carta de debajo de la imagen, se la metió en el pecho y corrió a ocupar su puesto en la procesión. —¡Ajá! —dijo Cristóbal en voz baja—; aquí hay alguna pequeña intriga, sin duda. —¡Santo Dios, Inés! —exclamó Lorenzo. —¡Cómo! ¿Vuestra hermana? ¡Diablos! Entonces supongo que alguien purgará nuestra curiosidad. —Y la purgará sin demora —aseguró el enfurecido hermano. La piadosa procesión había entrado en la abadía. La puerta se había cerrado ya, tras ella. El desconocido abandonó inmediatamente su escondite y se dispuso a salir de la iglesia. Antes de conseguirlo, descubrió a Medina cerrándole el paso. El desconocido retrocedió y se echó el sombrero sobre los ojos. —No intentéis huir de mí —exclamó Lorenzo—; sabré quién sois y qué contenía esa carta. —¿Qué carta? —replicó el desconocido—, ¿y con qué derecho me preguntáis eso? —Con un derecho por el que ahora me siento avergonzado; pero no os corresponde a vos preguntarme a mí. O respondéis con detalle a mis preguntas, o tendréis que responderme con la espada. —Ese último modo será el más breve —replicó el otro, sacando su arma —. ¡Vamos, señor bravucón! ¡Estoy preparado! Furioso de rabia, Lorenzo se lanzó al ataque: habían cruzado ya los adversarios varias estocadas cuando Cristóbal, que en ese momento tenía más sensatez que ninguno de los otros dos, se interpuso entre sus armas. —¡Deteneos! ¡Deteneos! ¡Medina! —exclamó—. ¡Recordad las consecuencias de un derramamiento de sangre en suelo sagrado! El desconocido soltó inmediatamente la espada. —¿Medina? —exclamó—. ¿Dios mío, es posible? Lorenzo, ¿habéis olvidado completamente a Raimundo de las Cisternas? El asombro de Lorenzo aumentaba a cada instante. Raimundo avanzó hacia él, pero con una expresión de sorpresa retiró su mano, que el otro estaba dispuesto a estrechar. —¿Vos aquí, marqués? ¿Qué significa todo esto? Vos envuelto en una correspondencia clandestina con mi hermana, cuyo afecto... —Siempre ha sido mía, y aún lo es. Pero no es éste lugar apropiado para explicaciones. Acompañadme a mi palacio y os lo contaré todo. ¿Quién os acompaña? —Alguien a quien creo que habéis visto antes —replicó don Cristóbal—, aunque no probablemente en una iglesia. —¿El conde de Ossorio? —El mismo, marqués. —No tengo ninguna objeción en confiaros mi secreto, pues estoy seguro de que puedo fiar en vuestro silencio. —Entonces la opinión que tenéis de mí es mejor que la mía propia, por lo que debo rogaros que os abstengáis de tal confianza. Seguid vuestro camino, que yo seguiré el mío. Marqués, ¿dónde puedo encontraros? —Como siempre, en el palacio de las Cisternas; pero recordad que estoy de incógnito, y que si deseáis verme, debéis preguntar por Alfonso de Alvarada. —¡Bien! ¡Bien! ¡Adiós, caballeros! —dijo don Cristóbal, y se marchó inmediatamente. —¿Cómo, marqués? —dijo Lorenzo con voz de sorpresa—. ¿Vos Alfonso de Alvarada? —El mismo, Lorenzo. Pero, a menos que vuestra hermana os haya contado mi historia, tengo que referiros cosas que os asombrarán. Así que seguidme a mi palacio sin más dilación. En ese momento el portero de los capuchinos entró en la catedral para cerrar las puertas. Los dos nobles se retiraron al punto y se dirigieron apresuradamente al palacio de las Cisternas. —¡Bueno, Antonia! —dijo la tía, tan pronto como salió de la iglesia—, ¿qué piensas de nuestros galanes? Don Lorenzo parece un joven realmente cortés: Tenía la atención puesta en ti, y nadie sabe qué puede resultar de ello. En cuanto a don Cristóbal, declaro que es el mismísimo Fénix de la cortesía. ¡Tan galante! ¡Tan educado! ¡Tan sensible y tan tierno! ¡Bueno! Si hay un hombre capaz de hacerme renunciar a mi voto de no casarme, ése es don Cristóbal. Ya ves, sobrina, que todo sale exactamente como yo te decía: que en el mismo momento en que me presentase en Madrid, me vería rodeada de admiradores. ¿Has visto, Antonia, el efecto que ha causado en el conde el haberme quitado el velo? Y cuando le he presentado mi mano, ¿has observado con qué pasión la ha besado? ¡Si alguna vez he visto un amor de verdad, ha sido en el semblante de don Cristóbal! Antonia había observado el gesto de don Cristóbal al besarle la mano; pero como había sacado una conclusión muy distinta de la de su tía, creyó prudente guardar silencio, cosa que vale la pena decir aquí, ya que es el único caso conocido. La vieja dama siguió su discurso por este mismo derrotero hasta que llegaron a la calle donde estaba su alojamiento. Allí, una multitud congregada ante la puerta les obstruía el paso; de modo que se situaron al otro lado de la calle y trataron de averiguar qué había atraído a tanta gente. Unos minutos después, la muchedumbre se abrió en círculo, y Antonia descubrió en el centro a una mujer de extraordinaria estatura, la cual giraba repetidamente, una y otra vez, haciendo toda clase de gestos extravagantes. Su vestido estaba formado de trozos de sedas multicolores y lino fantásticamente combinados, aunque no sin gusto. Llevaba la cabeza cubierta con una especie de turbante, adornado con pámpanos y flores silvestres. Parecía muy tostada por el sol, y de piel aceitunada; tenía unos ojos llameantes y extraños, y llevaba en la mano una vara larga y negra con la que de cuando en cuando trazaba extrañas figuras en el suelo, alrededor de las cuales danzaba con todas las excéntricas actitudes de la locura y el desvarío. De repente, dejó de danzar, giró tres veces sobre sí con rápido movimiento.
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