M amigo —replicó Lorenzo—, es el conde de Ossorio, y yo Lorenzo de
Medina.
—Es suficiente. Bien, don Lorenzo, comunicaré a mi hermana vuestro
gentil ofrecimiento, y os haré conocer la decisión con toda premura. ¿Adónde
os la puedo enviar?
—Se me encontrará siempre en el palacio de Medina.
—Podéis confiar en que recibiréis noticias mías. Adiós, caballeros. Señor
conde, permitidme suplicaros que moderéis el excesivo ardor de vuestra
pasión; sin embargo, para probaros que no me desagradáis y evitar que os abandonéis a la desesperación, recibid esta muestra de mi afecto, y dedicad
algún pensamiento a la ausente Leonela.
Diciendo esto, tendió su mano flaca y arrugada, que su supuesto admirador
besó con tan poca gracia y aprensión tan evidente que Lorenzo tuvo que hacer
esfuerzos para no echarse a reír. Leonela entonces se apresuró a abandonar la
iglesia; la encantadora Antonia la siguió en silencio; pero cuando llegó al
atrio, se volvió involuntariamente y dirigió una mirada hacia Lorenzo. Éste
hizo una inclinación a modo de adiós; ella le devolvió el saludo y salió
apresuradamente.
—¡Bueno, Lorenzo! —dijo don Cristóbal tan pronto como estuvieron solos
—. ¡Bonita intriga me habéis procurado! Para favorecer vuestros planes con
Antonia, le hago cortésmente unos cumplidos sin importancia a la tía, y al
cabo de una hora ¡me encuentro al borde del matrimonio! ¿Cómo vais a
recompensarme por haber sufrido de este modo por vos? ¿Qué puede
retribuirme el haber besado la zarpa correosa de esa maldita bruja? ¡Diablos!
Me ha dejado tal perfume en los labios que voy a oler a ajo durante todo este
mes que viene. ¡Cuando vaya a pasear al Prado, me van a tomar por una
tortilla ambulante o una enorme cebolla pasada!
—Reconozco, mi pobre conde —replicó Lorenzo—, que vuestro servicio
se ha visto acompañado de peligro; pero estoy tan lejos de considerarlo
superior a vuestras fuerzas, que probablemente os pediré que llevéis vuestros
amores aún más adelante.
—De esta petición infiero que la pequeña Antonia ha causado alguna
impresión en vos.
—No puedo expresaros lo hechizado que me tiene. Desde la muerte de mi
padre, mi tío el duque de Medina me ha manifestado su deseo de verme
casado; hasta ahora he soslayado sus insinuaciones, y no he querido darme por
enterado. Pero lo que he visto esta tarde...
—¿Y bien? ¿Qué es lo que habéis visto esta tarde? ¡Vaya, don Lorenzo, no
podéis estar tan loco como para pensar en convertir en vuestra esposa a la
nieta del zapatero más honrado y trabajador de Córdoba!
—Olvidáis que es también nieta del difunto marqués de las Cisternas; pero
sin entrar a discutir cunas ni títulos, os aseguro que jamás he visto mujer más
interesante que Antonia.
—Es muy posible; pero no pretenderéis casaros con ella.
—¿Por qué no, mi querido conde? Poseo riqueza suficiente para los dos, y
sabéis que mi tío tiene ideas muy liberales a ese respecto. Por lo que sé de
Raimundo de las Cisternas, estoy seguro de que estará dispuesto a acoger a Antonia como sobrina. Su cuna, por tanto, no será obstáculo para que pida yo
su mano. Me portaría como un miserable si pensase en otra cosa que no fuese
el matrimonio; y en verdad, parece dotada de todas las cualidades que para mí
debe tener una esposa. Joven, adorable, dulce, juiciosa...
—¿Juiciosa? ¡Pero si no ha dicho más que «sí» y «no»!
—No ha dicho mucho más, lo reconozco; pero siempre ha dicho «sí” y «no
“en el momento adecuado.
—¿De veras? ¡Oh! ¡Os pido mil perdones! Eso es emplear un argumento
de enamorado, y no seré yo quien discuta con tan profundo casuista. ¿Y si nos
dirigiéramos al teatro?
—Yo no puedo. Llegué anoche a Madrid, y aún no he tenido ocasión de
ver a mi hermana; como sabéis, su convento está en esta calle, y me dirigía allí
cuando la multitud que vi agolparse en esta iglesia excitó mi curiosidad por
saber qué ocurría. Ahora deseo proseguir hacia donde iba al principio, y
probablemente pasaré la tarde con mi hermana en el locutorio.
—¿Vuestra hermana en un convento, decís? ¡Oh, claro!, lo había olvidado.
¿Y cómo está doña Inés? ¡Me sorprende, don Lorenzo, cómo se os pudo
ocurrir encerrar a una joven tan encantadora entre los muros de un claustro!
—¿Que se me ocurrió, don Cristóbal? ¿Cómo podéis considerarme capaz
de semejante barbaridad? Sabed que tomó los hábitos por propio deseo y que
determinadas circunstancias la indujeron a retirarse del mundo. Empleé todos
los medios a mi alcance para hacerla cambiar de decisión. Mi esfuerzo fue
inútil. ¡Y perdí a mi hermana!
—En cambio, vos tuvisteis más suerte. Creo, Lorenzo, que ganasteis
bastante con esa pérdida. Si no recuerdo mal, doña Inés tenía una dote de diez
mil doblones, la mitad de los cuales habrán ido a parar a vos. ¡Por Santiago!
Quisiera tener cincuenta hermanas de esa misma categoría. Me resignaría a
perderlas todas sin demasiado pesar.
—¡Cómo, conde! —exclamó Lorenzo con voz irritada—. ¿Me suponéis
tan bajo como para haber influido en el retiro de mi hermana? ¿Creéis que el
despreciable deseo de convertirme en dueño de su fortuna ha podido...?
—¡Admirable! ¡Valor, don Lorenzo! Ya se ha puesto como una furia.
¡Quiera Dios que Antonia temple vuestro fogoso carácter, o acabaremos
cortándonos el cuello antes de que termine el mes! Pero para evitar tan trágica
catástrofe de momento, me voy y os dejo dueño del terreno. ¡Adiós, mi
caballero del Etna! Moderad vuestro carácter inflamable, y recordad que
cuantas veces sea necesario hacerle la corte a esa vieja arpía, podéis contar con
mis servicios.
Y dicho esto salió precipitadamente de la catedral.
«¡Qué atolondrado! —dijo don Lorenzo para sí—. Con un corazón tan
excelente, ¡qué lástima que tenga tan poco juicio!»
La noche avanzaba rápidamente. Sin embargo, aún no habían encendido
las lámparas. Los débiles destellos de la luna ascendente apenas conseguían
traspasar la gótica oscuridad de la iglesia. Don Lorenzo no se sintió capaz para
abandonar el lugar. El vacío que la ausencia de Antonia había dejado en su
corazón, y el sacrificio de su hermana, que don Cristóbal acababa de
recordarle, hicieron nacer en su espíritu una melancolía muy acorde con la
religiosa oscuridad que le envolvía. Aún estaba apoyado contra la séptima
columna del púlpito. Una brisa suave y fresca recorrió las naves solitarias. La
claridad de la luna, penetrando en la iglesia a través de las pintadas vidrieras,
tenía las bóvedas labradas y los gruesos pilares con mil matices diversos de
luz y color: un silencio universal reinaba a su alrededor, turbado sólo por el
cerrar de alguna puerta en la abadía contigua.
La calma de la hora y la soledad del lugar contribuyeron a fomentar la
disposición de Lorenzo a la melancolía. Se dejó caer en el asiento que había
junto a él y se abandonó a las ilusiones de su fantasía. Pensó en su unión con
Antonia, y en los obstáculos que podían oponerse a sus deseos; y mil visiones
cambiantes flotaron ante su imaginación, tristes, es cierto, aunque no
desagradables. Insensiblemente, el sueño se fue adueñando de él, y la tranquila
solemnidad que embargaba su espíritu momentos antes, siguió influyendo en
sus sueños durante un rato.
Soñó que aún se encontraba en la iglesia de los capuchinos; pero ya no
estaba oscura y solitaria. Multitud de lámparas de plata derramaban su
esplendor desde el abovedado techo. Acompañada por el cántico lejano del
coro, la melodía del órgano inundó la iglesia. El altar parecía adornado como
para una fiesta señalada: estaba rodeado de un espléndido grupo de personas; y
en el centro se encontraba Antonia, vestida de blanco, ruborizada con todos los
encantos de su virginal modestia.
Esperanzado y temeroso, Lorenzo contemplaba la escena que tenía ante sí.
De súbito, se abrió la puerta que conducía a la abadía, y vio avanzar, escoltado
por una larga fila de monjes, al predicador que acababa de escuchar con tanta
admiración. Se acercó a Antonia.
—¿Dónde está el novio? —preguntó el imaginario fraile.
Antonia pareció mirar con ansiedad por la iglesia. Involuntariamente, el
joven avanzó unos pasos. Ella le vio. Un rubor de alegría afloró a sus mejillas.
Con un gracioso movimiento de mano, le hizo seña de que se acercase. No se
hizo esperar: corrió hacia ella y se arrojó a sus pies.
Ella retrocedió un instante. Luego, mirándole con un gozo inefable,
exclamó:
—¡Sí! ¡Sois mi esposo! ¡Mi esposo prometido!
Y se arrojó a sus brazos. Pero antes de que él tuviese tiempo de recibirla,
un desconocido se interpuso entre los dos. Su figura era gigantesca. Su piel,
atezada; sus ojos, terribles y fieros; su boca exhalaba llamaradas de fuego; y su
frente tenía escrito en caracteres legibles: «¡Orgullo! ¡Lujuria! ¡Crueldad!».
Antonia profirió un grito. El monstruo la cogió en sus brazos, y saltando
con ella sobre el altar, la torturó con sus odiosas caricias. Ella luchó en vano
por escapar de su abrazo. Lorenzo corrió en su socorro, pero antes de llegar
hasta ella, se oyó un trueno espantoso. Instantáneamente la catedral pareció
desmoronarse. Los monjes echaron a correr, gritando de terror. Se apagaron
las lámparas, se hundió el altar, y en su lugar se abrió un abismo que vomitaba
bocanadas de humo y de fuego. El monstruo profirió un grito espantoso y
terrible, y se precipitó en el abismo, tratando de arrastrar a Antonia con él.
Forcejeó en vano. Animada de unos poderes sobrenaturales, ella se zafó de su
abrazo; pero su blanco vestido quedó en su poder. Al punto, un ala de brillante
esplendor se desplegó de cada brazo de Antonia. Se elevó, y mientras ascendía
gritó a Lorenzo:
—¡Amigo mío! ¡Arriba nos reuniremos!
En el mismo instante, se abrió la bóveda de la catedral; unas voces
armoniosas resonaron en lo alto, y el resplandor que acogió a Antonia estaba
formado por una luz tan deslumbrante, que Lorenzo no fue capaz de sostener
la mirada. Le falló la visión y se derrumbó en el suelo.
Cuando despertó, se encontró tendido en el pavimento de la iglesia: estaba
iluminada, y los cánticos sonaban a lo lejos. Durante un rato, Lorenzo no
consiguió convencerse de que lo que había presenciado era un sueño, tan
fuerte impresión había dejado en su mente. Una breve reflexión le convenció
de su engaño. Durante su sueño habían encendido las lámparas, y la música
que oía se debía a los monjes, que celebraban vísperas en la capilla de la
abadía.
Se levantó Lorenzo, y se dispuso a dirigir sus pasos hacia el convento de su
hermana. Había llegado ya cerca del atrio, con la mente ocupada en este sueño
singular, cuando le llamó la atención una sombra al deslizarse por el muro
opuesto. Miró con curiosidad, y descubrió a un hombre embozado en su capa,
el cual pareció comprobar cautelosamente si eran observados sus
movimientos. Muy pocas personas estaban exentas de curiosidad. El
desconocido parecía deseoso de ocultar su entrada en la catedral, y fue esta
misma circunstancia la que hizo que Lorenzo desease averiguar qué hacía.
Nuestro héroe sabía que no tenía derecho a espiar los secretos de aquel
desconocido caballero.
«Me iré», se dijo Lorenzo. Pero se quedó donde estaba.
La sombra que proyectaba la columna le ocultaba del desconocido, que
siguió avanzando con cautela. Finalmente, sacó una carta de debajo de su capa
y la colocó apresuradamente bajo una colosal estatua de San Francisco. Luego,
retirándose a toda prisa, se ocultó en un rincón de la iglesia, a considerable
distancia de dicha imagen.
«¡Vaya! —se dijo Lorenzo—; creo que se trata de un vulgar asunto
amoroso. Será mejor que me vaya, puesto que nada tengo que ver.»
Lo cierto es que hasta ese momento no se le había ocurrido ni de lejos que
pudiese tener algo que ver con él. Pero creyó necesario darse una pequeña
excusa por haberse permitido esta curiosidad. Ahora hizo un segundo intento
de retirarse de la iglesia: esta vez llegó al atrio sin ningún impedimento. Pero
estaba destinado a encontrarse con otra visita esa noche. Al bajar la escalinata
que conducía a la calle, chocó con él un caballero con tal violencia que a punto
estuvieron de caerse al suelo los dos. Lorenzo echó mano a su espada.
—¿Qué significa eso, señor? —exclamó—. ¿A qué viene esta insolencia?
—¡Ah, sois vos, Medina! —replicó el recién llegado, en quien Lorenzo
reconoció a don Cristóbal por la voz—. ¡Sois el hombre más afortunado del
universo, por no haber abandonado la iglesia hasta mi regreso! ¡Entrad,
entrad! ¡Mi querido muchacho! ¡Estarán aquí inmediatamente!
—¿Quiénes estarán aquí?
—La vieja gallina y sus preciosos pollitos. ¡Vayamos dentro, luego sabréis
toda la historia!
Lorenzo le siguió al interior de la catedral, y se ocultaron detrás de la
estatua de San Francisco.
—Y ahora —dijo nuestro héroe—, ¿puedo tomarme la libertad de
preguntar qué significa toda esta prisa y arrebato?
—¡Oh, Lorenzo! ¡Vamos a tener una gloriosa aparición! La priora de Santa
Clara y todo su séquito de monjas van a venir aquí. Debéis saber que el
piadoso padre Ambrosio (¡Dios le bendiga por ello!), no quiere salir bajo
ningún concepto de su recinto; y dado que a todo convento de actualidad le es
absolutamente necesario tenerle de confesor, las monjas se ven obligadas a
visitarle en la abadía. Ya que la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la
montaña. Y la priora de Santa Clara, para evitar mejor miradas impuras como
las de vuestros ojos y las de este humilde servidor, considera conveniente traer
a confesar a su santa grey al anochecer; va a acceder a la capilla de la abadía por aquella puerta privada. La hermana portera, que es un alma bendita, y muy
amiga mía, me acaba de asegurar que estarán aquí dentro de unos momentos.
¡Hay noticias para vos, bribón! ¡Vamos a ver a una de las caras más preciosas
de Madrid!
—En verdad, Cristóbal, que no haremos tal cosa. Las monjas van siempre
con velo.
—¡No, no! Lo sé mejor que vos. Al entrar en un lugar sagrado, se quitan
siempre el velo por respeto al santo al que está dedicado. ¡Pero mirad! ¡Ya
llegan! ¡Silencio, silencio! Observad y os convenceréis.
«¡Bien! —se dijo Lorenzo—; ¡tal vez averigüe a quién van dirigidas las
promesas de ese misterioso desconocido!»
Apenas hubo dejado de hablar don Cristóbal, cuando apareció la priora de
Santa Clara, seguida de una larga procesión de monjas. Cada una, al entrar, se
levantaba el velo. La priora se cruzó las manos sobre el pecho e hizo una
profunda reverencia al pasar frente a la imagen de San Francisco, el patrono de
la catedral. Las monjas siguieron su ejemplo, y varias pasaron sin haber
satisfecho la curiosidad de Lorenzo. Casi había empezado a desesperar de ver
aclarado el misterio, cuando, tras rendir homenaje a San Francisco, una de las
monjas dejó caer el rosario. Al inclinarse a recogerlo le dio la luz de lleno en
la cara. Al mismo tiempo, recogió hábilmente la carta de debajo de la imagen,
se la metió en el pecho y corrió a ocupar su puesto en la procesión.
—¡Ajá! —dijo Cristóbal en voz baja—; aquí hay alguna pequeña intriga,
sin duda.
—¡Santo Dios, Inés! —exclamó Lorenzo.
—¡Cómo! ¿Vuestra hermana? ¡Diablos! Entonces supongo que alguien
purgará nuestra curiosidad.
—Y la purgará sin demora —aseguró el enfurecido hermano.
La piadosa procesión había entrado en la abadía. La puerta se había
cerrado ya, tras ella. El desconocido abandonó inmediatamente su escondite y
se dispuso a salir de la iglesia. Antes de conseguirlo, descubrió a Medina
cerrándole el paso. El desconocido retrocedió y se echó el sombrero sobre los
ojos.
—No intentéis huir de mí —exclamó Lorenzo—; sabré quién sois y qué
contenía esa carta.
—¿Qué carta? —replicó el desconocido—, ¿y con qué derecho me
preguntáis eso?
—Con un derecho por el que ahora me siento avergonzado; pero no os corresponde a vos preguntarme a mí. O respondéis con detalle a mis
preguntas, o tendréis que responderme con la espada.
—Ese último modo será el más breve —replicó el otro, sacando su arma
—. ¡Vamos, señor bravucón! ¡Estoy preparado!
Furioso de rabia, Lorenzo se lanzó al ataque: habían cruzado ya los
adversarios varias estocadas cuando Cristóbal, que en ese momento tenía más
sensatez que ninguno de los otros dos, se interpuso entre sus armas.
—¡Deteneos! ¡Deteneos! ¡Medina! —exclamó—. ¡Recordad las
consecuencias de un derramamiento de sangre en suelo sagrado!
El desconocido soltó inmediatamente la espada.
—¿Medina? —exclamó—. ¿Dios mío, es posible? Lorenzo, ¿habéis
olvidado completamente a Raimundo de las Cisternas?
El asombro de Lorenzo aumentaba a cada instante. Raimundo avanzó hacia
él, pero con una expresión de sorpresa retiró su mano, que el otro estaba
dispuesto a estrechar.
—¿Vos aquí, marqués? ¿Qué significa todo esto? Vos envuelto en una
correspondencia clandestina con mi hermana, cuyo afecto...
—Siempre ha sido mía, y aún lo es. Pero no es éste lugar apropiado para
explicaciones. Acompañadme a mi palacio y os lo contaré todo. ¿Quién os
acompaña?
—Alguien a quien creo que habéis visto antes —replicó don Cristóbal—,
aunque no probablemente en una iglesia.
—¿El conde de Ossorio?
—El mismo, marqués.
—No tengo ninguna objeción en confiaros mi secreto, pues estoy seguro
de que puedo fiar en vuestro silencio.
—Entonces la opinión que tenéis de mí es mejor que la mía propia, por lo
que debo rogaros que os abstengáis de tal confianza. Seguid vuestro camino,
que yo seguiré el mío. Marqués, ¿dónde puedo encontraros?
—Como siempre, en el palacio de las Cisternas; pero recordad que estoy
de incógnito, y que si deseáis verme, debéis preguntar por Alfonso de
Alvarada.
—¡Bien! ¡Bien! ¡Adiós, caballeros! —dijo don Cristóbal, y se marchó
inmediatamente.
—¿Cómo, marqués? —dijo Lorenzo con voz de sorpresa—. ¿Vos Alfonso de Alvarada?
—El mismo, Lorenzo. Pero, a menos que vuestra hermana os haya contado
mi historia, tengo que referiros cosas que os asombrarán. Así que seguidme a
mi palacio sin más dilación.
En ese momento el portero de los capuchinos entró en la catedral para
cerrar las puertas. Los dos nobles se retiraron al punto y se dirigieron
apresuradamente al palacio de las Cisternas.
—¡Bueno, Antonia! —dijo la tía, tan pronto como salió de la iglesia—,
¿qué piensas de nuestros galanes? Don Lorenzo parece un joven realmente
cortés: Tenía la atención puesta en ti, y nadie sabe qué puede resultar de ello.
En cuanto a don Cristóbal, declaro que es el mismísimo Fénix de la cortesía.
¡Tan galante! ¡Tan educado! ¡Tan sensible y tan tierno! ¡Bueno! Si hay un
hombre capaz de hacerme renunciar a mi voto de no casarme, ése es don
Cristóbal. Ya ves, sobrina, que todo sale exactamente como yo te decía: que en
el mismo momento en que me presentase en Madrid, me vería rodeada de
admiradores. ¿Has visto, Antonia, el efecto que ha causado en el conde el
haberme quitado el velo? Y cuando le he presentado mi mano, ¿has observado
con qué pasión la ha besado? ¡Si alguna vez he visto un amor de verdad, ha
sido en el semblante de don Cristóbal!
Antonia había observado el gesto de don Cristóbal al besarle la mano; pero
como había sacado una conclusión muy distinta de la de su tía, creyó prudente
guardar silencio, cosa que vale la pena decir aquí, ya que es el único caso
conocido.
La vieja dama siguió su discurso por este mismo derrotero hasta que
llegaron a la calle donde estaba su alojamiento. Allí, una multitud congregada
ante la puerta les obstruía el paso; de modo que se situaron al otro lado de la
calle y trataron de averiguar qué había atraído a tanta gente. Unos minutos
después, la muchedumbre se abrió en círculo, y Antonia descubrió en el centro
a una mujer de extraordinaria estatura, la cual giraba repetidamente, una y otra
vez, haciendo toda clase de gestos extravagantes. Su vestido estaba formado
de trozos de sedas multicolores y lino fantásticamente combinados, aunque no
sin gusto. Llevaba la cabeza cubierta con una especie de turbante, adornado
con pámpanos y flores silvestres. Parecía muy tostada por el sol, y de piel
aceitunada; tenía unos ojos llameantes y extraños, y llevaba en la mano una
vara larga y negra con la que de cuando en cuando trazaba extrañas figuras en
el suelo, alrededor de las cuales danzaba con todas las excéntricas actitudes de
la locura y el desvarío. De repente, dejó de danzar, giró tres veces sobre sí con
rápido movimiento.