Después de escoltar los monjes a su prior hasta la puerta de su celda,
fueron despedidos por éste con un gesto de consciente superioridad, en el que
la apariencia de humildad luchaba con la realidad del orgullo. Tan pronto como se quedó solo, dio rienda suelta a su vanidad. Al recordar
el entusiasmo que había despertado su discurso, su corazón se infló de éxtasis,
y su imaginación le presentó espléndidas visiones de engrandecimiento. Miró
en torno suyo lleno de alborozo, y el orgullo le cantó que era superior al resto
de sus semejantes.
«¿Quién —pensó—, quién, aparte de mí, ha superado la ordalía de la
juventud sin una mancha en su conciencia? ¿Qué otro ha vencido la violencia
de las pasiones y de un temperamento impetuoso, y se ha sometido aun desde
el amanecer de la vida a un retiro voluntario? En vano busco a ese hombre.
Nadie más que yo posee tal resolución. ¡La religión no puede enorgullecerse
de otro Ambrosio! ¡Qué poderoso efecto ha producido mi discurso entre los
oyentes! ¡Cómo se han apiñado a mi alrededor! ¡Cómo me han colmado de
bendiciones y me han proclamado el único pilar incorrupto de la iglesia! ¿Qué
me queda ahora por hacer? Nada, sino vigilar solícitamente la conducta de mis
hermanos como he vigilado la mía hasta ahora. ¡Pero alto!, ¿no me sentiré
tentado a apartarme del sendero que hasta ahora he seguido sin un momento
de vacilación? ¿No soy hombre, y por tanto de naturaleza frágil y propensa al
error? Ahora debo abandonar la soledad de mi retiro; las damas más puras y
nobles de Madrid se presentan continuamente en la abadía, y no quieren
ningún otro confesor. Debo acostumbrar mis ojos a los objetos tentadores, y
exponerme a la seducción de la concupiscencia y el deseo. ¿Y si encontrase,
en ese mundo en el que me veo obligado a adentrarme, una mujer adorable,
adorable... como vos, Virgen María...?»
Diciendo esto, clavó los ojos en un retrato de la Virgen que tenía colgado
frente a él: desde hacía dos años, éste era el objeto de su cada vez más
creciente adoración. Guardó silencio, y lo contempló extasiado.
«¡Qué belleza la de ese semblante! —prosiguió tras unos minutos—. ¡Qué
graciosa es la forma de esa cabeza! ¡Qué dulzura y majestad hay en sus
divinos ojos! ¡Qué blandamente apoya la mejilla en su mano! ¿Puede la rosa
competir con el rubor de esa mejilla? ¿Puede rivalizar el lirio con la blancura
de esa mano? ¡Oh! ¡Si existiera una criatura semejante, existiría sólo para mí!
¡Ojalá me fuera dado enroscar entre mis dedos esos dorados rizos, y rozar con
mis labios los tesoros de ese níveo pecho! ¡Dios misericordioso!, ¿resistiría
entonces la tentación? ¿No cambiaría por un simple abrazo la recompensa de
treinta años de sufrimiento? ¿No abandonaría...? ¡Qué insensato soy! ¿Adónde
me arrastra la admiración que me causa este retrato? ¡Atrás, pensamientos
impuros! Debo recordar que la mujer ya no existe para mí. Jamás ha nacido un
ser mortal tan perfecto como el de ese cuadro. Si existiese, la prueba sería
demasiado dura para una virtud ordinaria; pero la de Ambrosio es
inquebrantable frente a toda tentación. ¿Tentación he dicho? Para mí ni
existiría. La que me extasía, cuando la idealizo y la considero como un ser superior, me repugnaría verla convertida en mujer manchada con todas las
flaquezas de la mortalidad. No es la belleza de la mujer lo que suscita en mí
este entusiasmo; ¡es la habilidad del pintor lo que admiro, es la divinidad lo
que yo adoro! Pues, ¿no han muerto las pasiones en mi pecho? ¿No me he
liberado de la humana fragilidad? ¡No temas, Ambrosio! Ten confianza en la
fuerza de tu virtud. Entra con decisión en el mundo, puesto que estás por
encima de sus debilidades. Piensa que ahora te hallas exento de los defectos de
la humanidad; y desafía todas las artes de los Espíritus de las Tinieblas. ¡Van a
saber quién eres!»
Aquí, sus desvaríos se vieron interrumpidos por tres suaves golpecitos en
la puerta de su celda. El abad despertó dificultosamente de su delirio. Se
repitió la llamada.
—¿Quién es? —preguntó Ambrosio por fin.
—Soy Rosario —respondió una voz suave.
—¡Entra! ¡Entra, hijo mío!
Se abrió la puerta inmediatamente, y apareció Rosario con una pequeña
cesta en la mano.
Rosario era un joven novicio del monasterio, que quería hacer los votos
dentro de tres meses. Una especie de misterio envolvía su juventud que le
hacía a la vez objeto de interés y curiosidad. Su odio a la sociedad, su
profunda melancolía, su rígida observancia de las reglas de su orden, y su
retiro voluntario del mundo a una edad tan excepcional, llamaban la atención
de la comunidad entera. Parecía temeroso de ser reconocido, y nadie le había
visto jamás el rostro. Llevaba la cabeza continuamente cubierta con la cogulla.
Sin embargo, a juzgar por las facciones accidentalmente vislumbradas, parecía
ser de lo más hermoso y noble. En el monasterio tan sólo se le conocía con el
nombre de Rosario. Nadie sabía de dónde había venido, y cuando se le
preguntaba al respecto, guardaba un profundo silencio. Un desconocido, cuyo
rico atuendo y magnífico carruaje le proclamaban de distinguido linaje, había
pedido a los monjes que recibiesen al novicio y había depositado las sumas
necesarias. Al día siguiente volvió con Rosario, y desde entonces no volvió a
saberse nada más de él.
El joven había evitado cuidadosamente la compañía de los monjes:
respondía a sus atenciones con dulzura, aunque con reserva, y evidentemente
mostraba su inclinación a la soledad. El superior era la sola excepción a esta
regla general. A él le miraba con un respeto próximo a la idolatría: buscaba su
compañía con la más atenta asiduidad, y aprovechaba ansioso cualquier medio
para granjearse su favor. En compañía del abad, su corazón parecía sentirse
extraordinariamente a gusto, y por su parte, no se sentía menos atraído hacia el joven; sólo ante él olvidaba su habitual severidad. Cuando le hablaba,
adoptaba insensiblemente un tono más suave que el que era habitual en él; y
ninguna voz le resultaba tan dulce como la de Rosario. Recompensaba las
atenciones del joven instruyéndole en las más variadas ciencias; el novicio
acogía sus lecciones con docilidad; Ambrosio estaba cada día más encantado
con la vivacidad de su genio, la sencillez de sus modales y la rectitud de su
corazón; en suma, le amaba con todo el afecto de un padre. A veces no podía
por menos de experimentar un secreto deseo de verle la cara a su discípulo;
pero su norma de renunciación abarcaba incluso la curiosidad, y le impedía
comunicar sus deseos al joven.
—Perdonad mi intrusión, padre —dijo Rosario, mientras ponía la cesta
sobre la mesa—; acudo a vos con un ruego. Al saber que un querido hermano
está gravemente enfermo, vengo a suplicaros que recéis por su
restablecimiento. Si alguna plegaria puede interceder por él en el cielo, la
vuestra debe de ser la más eficaz.
—Sabes que puedes pedirme, hijo mío, cuanto dependa de mí. ¿Cómo se
llama tu amigo?
—Vincentio della Ronda.
—Es suficiente. No le olvidaré en mis plegarias, ¡y ojalá nuestro tres veces
bendito San Francisco se digne escuchar mi intercesión! ¿Qué llevas en la
cesta, Rosario?
—Unas cuantas flores, reverendo padre, que he observado os son muy
gratas. ¿Me permitís ordenarlas en vuestro aposento?
—Tus atenciones me encantan, hijo mío.
Mientras Rosario distribuía el contenido de la cesta en pequeños jarrones,
colocados a este propósito en diversos lugares de la habitación, el abad
prosiguió de este modo la conversación:
—No te he visto en la iglesia esta tarde, Rosario.
—Sin embargo, estaba presente, padre. Os estoy demasiado agradecido por
vuestra protección, para perderme la oportunidad de presenciar vuestro
triunfo.
—¡Ay, Rosario! Tengo pocos motivos para triunfar: el Santo hablaba por
mi boca; a él corresponde todo el mérito. Entonces, ¿te ha satisfecho mi
discurso?
—¿Satisfecho, decís? ¡Oh, os habéis superado! jamás había oído una
elocuencia así... ¡salvo una vez!
Aquí el novicio dejó escapar involuntariamente un suspiro.
—¿Cuándo fue esa vez? —preguntó el abad.
—Cuando os tocó predicar el día de la súbita indisposición del difunto
superior.
—Lo recuerdo. De eso hace más de dos años. ¿Y estabas presente? Yo no
te conocía entonces, Rosario.
—Es cierto, padre. ¡Pluguiera a Dios que hubiese muerto yo, para no ver
aquel día! ¡Cuántos sufrimientos, cuántos trabajos me habría ahorrado!
—¿Sufrimientos a tus años, Rosario?
—Sí, padre. Sufrimientos que, si vos los conocierais, ¡despertarían vuestra
cólera y vuestra compasión! ¡Sufrimientos que representan a la vez el
tormento y el placer de mi existencia! Pero en este retiro, mi pecho estaría
sosegado, si no fuese por las torturas de la aprensión. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
¡Qué cruel es vivir sumido en el miedo! ¡Padre! He renunciado a todo, he
abandonado el mundo y sus delicias para siempre: nada me queda, nada tiene
encanto para mí, salvo vuestra amistad, salvo vuestro afecto. ¡Si yo perdiera
eso, padre! ¡Oh!, si yo perdiera eso, ¡temblad ante los efectos de mi
desesperación!
—¿Temes perder mi amistad? ¿Cómo puede mi conducta justificar tu
temor? Deberías conocerme mejor, Rosario, y considerarme digno de tu
confianza. ¿Cuáles son tus sufrimientos? Revélamelos, y ten la seguridad de
que si está en mi poder aliviarlos...
—¡Ah!, nadie podría más que vos. Sin embargo, no os los puedo revelar.
¡Me odiaríais por esta revelación! ¡Me arrojaríais de vuestra presencia con
desprecio e ignominia!
—¡Hijo mío! ¡Te lo suplico! ¡Te lo ruego!
—¡Por piedad, no me insistáis más! No debo... No me atrevo... ¡Escuchad!
¡La campana llama a vísperas! ¡Padre, dadme vuestra bendición, y os dejaré!
Y diciendo esto, se dejó caer de rodillas y recibió la bendición que había
pedido. Luego, posando los labios sobre la mano del abad, se levantó del suelo
y abandonó apresuradamente el aposento. Poco después, Ambrosio bajó a
vísperas [que se celebraban en una pequeña capilla perteneciente a la abadía]
lleno de sorpresa ante la singular conducta del joven.
Terminado el oficio de vísperas, los monjes se retiraron a sus respectivas
celdas. Sólo se quedó el abad en la capilla para recibir a las monjas de Santa
Clara. No llevaba mucho tiempo sentado en el confesionario, cuando hizo su
aparición la priora. Escuchó a cada una de las monjas por turno, mientras las
demás aguardaban con la priora en la sacristía adyacente. Ambrosio escuchó
las confesiones con atención, hizo muchas exhortaciones, impuso las penitencias de acuerdo con cada falta, y durante un rato todo transcurrió como
de costumbre: hasta que de pronto, a una de las monjas, que destacaba por la
nobleza de su aire y la elegancia de su figura, se le cayó inadvertidamente una
carta del pecho. Se iba a retirar sin darse cuenta de la pérdida. Ambrosio creyó
que sería de algún pariente, y la recogió con intención de devolvérsela.
—Aguardad, hija —dijo—; se os ha caído...
En ese instante, como el papel estaba ya abierto, sus ojos leyeron
involuntariamente las primeras palabras. ¡Dio un paso atrás, sorprendido! La
monja se había vuelto al oír que la llamaban; vio la carta en sus manos, y
profiriendo un grito de terror, corrió a recuperarla en seguida.
—¡Deteneos! —dijo el fraile, en un tono de severidad—: hija, debo leer
esta carta.
—¡Entonces, estoy perdida! —exclamó, cogiéndose las manos
violentamente.
Su rostro perdió inmediatamente todo su color, comenzó a temblar con tal
agitación, que se vio obligada a abrazarse a una columna de la capilla para no
caer al suelo. Entretanto, el abad leyó las siguientes líneas:
Todo está preparado para vuestra fuga, mi queridísima Inés. Mañana a las
doce de la noche, espero encontraros en la puerta del jardín. He conseguido la
llave, y en pocas horas estaréis en lugar seguro. No dejéis que equívocos
escrúpulos os induzcan a rechazar este medio de salvaros vos y la inocente
criatura que alimentáis en vuestro seno. Recordad que prometisteis ser mía
mucho antes de ingresar en la iglesia; que vuestro estado se hará muy pronto
evidente ante los ojos observadores de vuestras compañeras, y que la huida es
el único medio de evitar los efectos de su malévolo resentimiento. ¡Adiós, Inés
mía!, ¡mi querida y destinada esposa! ¡No dejéis de estar en la puerta del
jardín a las doce!
Tan pronto como hubo terminado, Ambrosio dirigió una mirada severa e
irritada a la imprudente monja.
—¡Esta carta tiene que verla la madre priora! —dijo, y se dispuso a salir.
Sus palabras sonaron como un estampido en los oídos de la monja, que
despertó de su embotamiento sólo para darse cuenta de los peligros de su
situación. Corrió tras él, y le retuvo por el hábito.
—¡Aguardad! ¡Oh, aguardad! —gritó con acento desesperado, arrojándose
a los pies del fraile, y bañándoselos con sus lágrimas—. ¡Padre, compadeceos
de mi juventud! ¡Mirad con indulgencia la debilidad de una mujer, y dignaos
ocultar mi fragilidad! ¡Pasaré el resto de mi vida expiando esta única falta, y
vuestra benevolencia llevará un alma al cielo!
—¡Asombroso atrevimiento! ¡Pues qué! ¿Va a convertirse el convento de
Santa Clara en un asilo de prostitutas? ¿Debo consentir que la iglesia de Cristo
alimente en su pecho el libertinaje y la vergüenza? ¡Indigna desdichada!
Semejante lenidad me haría vuestro cómplice. La clemencia aquí sería
criminal. Os habéis abandonado a la lujuria de un seductor; habéis mancillado
los hábitos sagrados con vuestra impureza ¿y aún os atrevéis a consideraros
digna de mi compasión? ¡Vamos, no me detengáis más! ¿Dónde está la madre
priora? —añadió, alzando la voz.
—¡Deteneos! ¡Padre, deteneos! ¡Escuchadme sólo un momento! No me
acuséis de impureza, ni creáis que me ha descarriado el ardor de mi
temperamento. Mucho antes de que tomase los hábitos, Raimundo era dueño
de mi corazón: él me inspiró la más pura e irreprochable pasión, y estaba a
punto de convertirse en mi legítimo esposo. Una horrible aventura, y la
traición de una pariente, nos separaron al uno del otro: creí que le había
perdido para siempre, y entré en el convento impulsada por la desesperación.
El azar nos unió otra vez; no fui capaz de renunciar al melancólico placer del
mezclar mis lágrimas con las suyas: nos citamos de noche en los jardines de
Santa Clara, y en un momento de ofuscamiento violé mi voto de castidad.
Pronto seré madre: Reverendo Ambrosio, tened compasión de mí; tened
compasión del ser inocente cuya existencia está atada a la mía. Si descubrís mi
imprudencia a la superiora, estaremos perdidos los dos: los castigos que
asignan las reglas de Santa Clara a las desventuradas como yo son los más
severos y crueles. ¡Digno, dignísimo padre! ¡Que vuestra conciencia
inmaculada no os vuelva insensible ante los menos capaces de resistir la
tentación! ¡Que no sea la misericordia la única virtud que no conmueve
vuestro corazón! ¡Apiadaos de mí, reverendísimo padre! ¡Devolvedme la carta
y no me condenéis a una muerte inexorable!
—¡Vuestro atrevimiento me confunde! ¿Ocultar vuestro crimen, yo, a
quien acabáis de engañar con vuestra fingida confesión? ¡No, hija, no! Os haré
un favor más esencial. Os rescataré de la perdición a pesar de vos misma. La
penitencia y la mortificación expiarán vuestra culpa, y el rigor os obligará a
volver a la senda de la santidad. ¡Eh! ¡Madre Santa Águeda!
—¡Padre! ¡Por todo lo que es sagrado, por cuanto es más caro para vos, os
ruego, os suplico...!
—¡Soltadme! No quiero escucharos. ¿Dónde está la superiora? Madre
Santa Águeda, ¿dónde estáis?
Se abrió la puerta de la sacristía, y la priora entró en la capilla, seguida de
sus monjas.
—¡Cruel! ¡Cruel! —exclamó Inés, soltando el hábito del monje.
Trastornada y desesperada, se arrojó al suelo, golpeándose el pecho y
desgarrándose el velo con todo el frenesí de la desesperación. Las monjas se
quedaron asombradas ante esta escena. El fraile tendió el fatídico papel a la
priora, le contó cómo lo había encontrado, y añadió que a ella correspondía
decidir la penitencia que merecía la culpable.
Mientras leía la carta, el semblante de la superiora se iba inflamando de
cólera. ¡Cómo! ¡Un crimen semejante cometido en su convento, y conocido
por Ambrosio, el ídolo de Madrid, el hombre a quien más deseaba ella dar
impresión del rigor y regularidad de su casa! No había palabras para expresar
su ira. Se quedó callada y lanzó una mirada de amenaza y malignidad a la
monja tendida.
—¡Llevadla al convento! —dijo por fin a algunas de sus acompañantes.
Dos de las monjas más viejas se acercaron ahora a Inés, la levantaron del
suelo a la fuerza y se dispusieron a llevársela de la capilla.
—¡Cómo! —exclamó Inés de repente, zafándose con gesto perturbado de
las manos que la sujetaban—. ¿No hay ninguna esperanza para mí? ¿Ya me
lleváis a castigarme? ¿Dónde estáis, Raimundo? ¡Oh! ¡Salvadme! ¡Salvadme!
—Luego, lanzando una mirada frenética al abad, prosiguió—: ¡Escuchadme,
hombre sin corazón! ¡Escuchadme, orgulloso, duro y cruel! ¡Podíais haberme
salvado, podíais haberme devuelto la felicidad y la virtud, pero no habéis
querido! Sois el destructor de mi alma. ¡Sois mi asesino, y sobre vos caerá la
maldición de mi muerte y la de mi hijo nonato! Altivo en vuestra virtud hasta
ahora inconmovible, habéis despreciado las súplicas de una penitente; ¡pero
Dios tendrá piedad, aunque vos no tengáis ninguna! ¿Dónde está el mérito de
vuestra cacareada virtud? ¿Qué tentaciones habéis vencido? ¡Cobarde! ¡Vos
habéis huido de la seducción, no os habéis enfrentado a ella! ¡Pero ya os
llegará el día en que tendréis que poneros a prueba! ¡Oh! ¡Entonces, cuando
sucumbáis a las pasiones impetuosas! ¡Cuando sintáis que el hombre es débil,
y ha nacido para el error! ¡Cuando, temblando, volváis los ojos hacia vuestros
crímenes, y supliquéis con terror la misericordia de Dios, en ese espantoso
momento, pensad en mí! ¡Pensad en vuestra crueldad! ¡Pensad en Inés, y
perded toda esperanza de perdón!
Y tras proferir estas últimas palabras, la abandonaron todas sus fuerzas y
cayó exánime sobre el pecho de una monja que había junto a ella.
Inmediatamente la sacaron de la capilla, y sus compañeras salieron detrás.
Ambrosio no había escuchado sus reproches sin emoción. Una secreta
opresión en el corazón le hacía comprender que había tratado a la
desventurada con excesiva severidad. Así que detuvo a la priora, y se aventuró
a decirle unas palabras en favor de la culpable.
—La violencia de la desesperación —dijo— prueba al menos que el vicio
no le es familiar. Quizá tratándola con algo menos de rigor de lo que es
preceptivo, y mitigando un poco la acostumbrada penitencia...
—¿Mitigarla, padre? —interrumpió la madre priora—; no, creedme. Las
reglas de nuestra orden son estrictas y severas; han caído en desuso
últimamente. Pero el crimen de Inés me hace ver la necesidad de restaurarlas.
Voy a manifestar mi intención al convento, e Inés será la primera en sentir el
rigor de esas reglas, que serán observadas al pie de la letra. ¡Adiós, padre!
Y, dicho esto, abandonó apresuradamente la capilla. «He cumplido con mi
deber», se dijo Ambrosio a sí mismo.
Sin embargo, esta reflexión no le dejó totalmente satisfecho. Para disipar
las desagradables ideas que esta escena había suscitado en él, al abandonar la
capilla bajó al jardín de la abadía. No había en todo Madrid lugar más
hermoso ni más ordenado. Estaba trazado con el gusto más exquisito. Las
flores más escogidas lo adornaban hasta la profusión, y aunque hábilmente
distribuidas, parecían plantadas tan sólo por la mano de la naturaleza: las
fuentes, brotando de tazas de blanco mármol, refrescaban el aire con una lluvia
constante. Y los muros estaban enteramente cubiertos de jazmines, parras y
madreselvas. Y la hora añadía belleza al escenario. La luna llena, surcando un
cielo azul y sin nubes, derramaba sobre los árboles un resplandor tembloroso,
y el agua de las fuentes centelleaba bajo los rayos de plata. Una brisa mansa
esparcía la fragancia del azahar por los senderos, y los ruiseñores elevaban su
melodioso murmullo desde la protección de una floresta artificial. El abad
dirigió sus pasos hacia ese lugar.
En el seno de ese pequeño bosquecillo se abría una gruta rústica que
imitaba una ermita. Las paredes estaban construidas con raíces de árboles, y
los intersticios rellenos de musgo y de hiedra. A uno y otro lado había trozos
de césped, y una cascada natural caía de la roca que había encima.
Ensimismado, el monje se acercó a este lugar. Una calma universal inundó su
pecho, y una tranquilidad voluptuosa fue sumiendo su espíritu en una especie
de languidez.
Llegó a la ermita; e iba a entrar para descansar un poco, cuando se detuvo,
al descubrir que ya estaba ocupada. Inclinado en uno de los bancos, había un
hombre en melancólica postura. Tenía la cabeza apoyada sobre un brazo, y
parecía sumido en honda meditación. El monje se acercó y reconoció a
Rosario: lo contempló en silencio, pero no entró en la ermita. Unos minutos
después, el joven alzó los ojos y los fijó con tristeza en la pared de enfrente.
—¡Sí! —dijo, con un suspiro profundo y quejumbroso—. ¡Siento toda la
dicha de tu situación, y toda la desventura de la mía! ¡Qué feliz sería yo si
pudiese pensar igual que tú! ¡Si pudiese, como tú, mirar con aversión al género humano y pudiera enterrarme para siempre en alguna impenetrable
soledad, y olvidar que en el mundo hay seres que merecen ser amados! ¡Oh,
Dios! ¡Qué bendición sería la misantropía para mí!
—Ese es un pensamiento muy extraño, Rosario —dijo el abad, entrando en
la gruta.
—¿Vos aquí, reverendo padre? —exclamó el novicio.
Al tiempo que se levantaba confundido de su sitio, se echó la cogulla
apresuradamente sobre la cara. Ambrosio se sentó en el banco, y obligó al
joven a sentarse junto a él.
—No debes alentar esta disposición a la melancolía —dijo—; ¿qué es lo
que te hace mirar con ojos tan deseosos la misantropía, el más odioso de todos
los sentimientos?
—La lectura de estos versos, padre mío, que hasta hoy habían escapado a
mi observación. La excepcional claridad de la luna me ha permitido leerlos; y,
¡oh, cómo envidio los sentimientos de su autor!
Diciendo esto, señaló una tableta de mármol fijada en la pared opuesta: en
ella estaban grabados los siguientes versos.