Finalmente llegó la noche. La noche en que su cuerpo dejaría de pertenecerle, esa en la que el contrato, firmado a ciegas, con manos temblorosas y ojos cargados de miedo, se sellaría más allá de las palabras. La noche sin rostro, sin voz, sin testigos. Solo las paredes, que ya conocían su llanto, sus súplicas ahogadas, su dolor más íntimo —ese que no sangra, pero duele en lo más hondo del alma— serían cómplices silenciosas de su destino.
No sabía si era de día o de noche. El tiempo se había disuelto en una neblina inmisericorde desde que Luca la había confinado allí. Había perdido la cuenta de los amaneceres. Lo único que sentía era el cansancio adherido a los huesos, el peso de la resignación en los párpados. Dormía cuando las dos mujeres entraron sin tocar, sin anunciarse.
Las reconoció al instante. Eran las mismas que llevaban la comida, que limpiaban su celda de cristal y ejecutaban las órdenes sin preguntas. Una de ellas, la más alta, habló con esa voz cortante que parecía tener filo.
—Levántate.
Eysi no respondió. No se movió. Se encogió sobre el colchón como si pudiera fundirse con él y desaparecer. A su lado, la otra mujer dejó varias cajas cuidadosamente apiladas. La tapa de una se abrió sola al caer. Eysi entrecerró los ojos: lencería. No cualquier tipo. Encaje n***o, rojo, con aberturas que jamás imaginó usar. Piezas que no vestían el cuerpo, lo exhibían. Lo ofrecían.
—No —murmuró, apenas en un soplo de voz.
Pero su negativa no cambió nada.
Las mujeres la alzaron sin esfuerzo, la desnudaron con practicidad, sin miramientos, como si quitarle la ropa fuera tan impersonal como retirar el envoltorio de un paquete. Su conjunto caqui —short de lino y camisa delicadamente arremangada— quedó en el suelo, olvidado, tan fuera de lugar como ella misma.
La arrastraron al baño. La obligaron a tomar una ducha helada de escasos diez minutos. Sin tiempo para procesar el temblor que venía de dentro, no del agua, sin espacio para cubrirse, ni para sentirse humana. Cuando decidieron que ya estaba “lista”, la más robusta la envolvió con una bata blanca. La tela rozó su piel irritada por la depilación completa del día anterior. Su piel dolía. Su alma aún más.
La sentaron frente al espejo. Eysi no quería mirarse, pero no tuvo elección. Con gestos bruscos, una de ellas comenzó a secar su cabello, jalándolo sin cuidado. La otra se encargó del maquillaje: base ligera, labios apenas pintados, ojos delineados. Nada exagerado, pero suficiente para borrarla. En veinte minutos ya no era Eysi. Era alguien más. Una mujer maquillada para complacer. Para entregar.
Miró su reflejo. No era fea. De hecho, parecía… perfecta, y eso la destruyó por dentro. Porque esa mujer perfecta no era ella. Esa imagen no pertenecía a su historia ni a su dolor. Era una máscara.
Una máscara para la noche sin rostro.
Pensó en Suky. La imagen de su hermana fue una punzada entre el maquillaje y la resignación. Rogó en silencio que estuviera bien, que jamás conociera esta clase de tristeza silenciosa, de indignidad elegante. Suky no lo soportaría. Ella aún creía en los finales felices.
—Ponte de pie —ordenó la más severa.
Eysi obedeció por inercia.
La bata le fue retirada sin una palabra. Estaba desnuda otra vez. La mujer la evaluó de arriba abajo, con mirada calculadora, midiendo curvas, cicatrices, firmeza, juventud. No era una mirada de envidia, ni de deseo. Era transacción pura.
—Está perfecta —dijo al fin.
La obligaron a ponerse loción perfumada. La piel reaccionó como si le estuvieran arrojando ácido, pero fue algo mental instintivo. No quería nada de eso. Luego vino la lencería: encaje rojo. Un conjunto de tiras que apenas ocultaba lo esencial. El panty era un adorno. Las transparencias dejaban expuesto más de lo que cubrían. El sostén realzaba con descaro lo que la vergüenza quería esconder.
Eysi quiso taparse. No la dejaron.
Los tacones fueron el toque final. Tan altos que el vértigo no venía de la altura, sino del vacío que crecía en su interior. Temblaba, aunque el aire no estaba frío. Temblaba por lo que imaginaba que vendría. Por lo que aún no comprendía, pero intuía.
Cada paso que daba sobre esos zapatos era un latido más cerca del abismo.
Ya no le preguntaban si quería, ya no importaba quién era. La estaban transformando en un objeto… hermoso, sí, pero sin alma, sin voz; y esa era la peor condena: mirar su reflejo y no reconocerse.
Porque aquella que vería quien fuera que estaba detrás de esto, pensaba Easy, no sería Eysi. Sería una sombra, una ofrenda, una posesión sellada bajo un contrato... y sin rostro.
La puerta se abrió sin ruido. No había voces. Solo las dos mujeres que la habían despojado de todo y ahora la entregaban como si fuera una ofrenda exótica. Ni siquiera la miraban ya. Una de ellas le ajustó los tirantes del sostén mientras la otra alisaba una última arruga invisible en la tela del conjunto. Todo debía ser perfecto, pulcro, presentable.
Una luz tenue surgía desde el otro lado. Roja, cálida y peligrosa. Como la respiración contenida de un volcán antes de estallar.
Nathan no apareció de inmediato. Estaba escondido admirando su última adquisición, se deleitó de ella con solo mirarla desde la distancia. De él se veía solo una silueta alta, apoyada contra la penumbra. Un leve movimiento de su mano fue suficiente para dar la orden, las mujeres se marcharon. Cerraron la puerta detrás de ellas. Sólo quedaron él y Eysi.
Y Eysi se quedó sola. No con un hombre, sino con un destino encarnado.
Él dio un paso adelante y ella sintió que el aire cambiaba de densidad. Sus ojos buscaron los de él, pero estaban velados por la sombra y la máscara. Solo su presencia era tangible, envolvente, y cada paso suyo sonaba a sentencia.
—Acércate —ordenó con voz baja, pero firme.
Y así comenzó la noche sin rostro.
El pasillo estaba sumido en un silencio sepulcral. Las botas de Nathan apenas producían eco sobre el mármol pulido, como si incluso la casa hubiera aprendido a contener la respiración.
—Quítate eso —le ordenó señalándole los tacones.
Obedeció sin protestar. Esa tal vez fue la única vez en esa casa donde agradeció obedecer. Los tacones los sintió como una tortura, sin contar el nudo en su estómago y el temblor de sus piernas. El hombre frente a ella se veía imponente. Se sorprendió cuando se acercó a ella.
—Date la vuelta —le dijo en un momento en el que se detuvo a mitad del pasillo. Colocó sobre sus ojos además del antifaz con una cinta de terciopelo n***o con la que la cegó por completo. Esto hizo que su corazón latiera con violencia y con rapidez.
«¿Qué esto?», se preguntó en una angustia mental y humedeció sus labios pintados con un brillo pegajoso, cuando sintió que también ató sus manos.
—¿Qué me va a hacer? —preguntó con un miedo visceral. Nathan no le respondió.
—Camina —le dijo ignorando su temor, o mejor dicho, disfrutando de él,. Su ego se estaba alimentando de verla tan frágil.
Sus ojos volvieron a humedecerse detrás de la tela.
Eysi caminaba tras él, descalza, temblorosa y los ojos vendados y llorosos. Las muñecas atadas con una soga suave que le cortaba ligeramente la circulación.
Él no hablaba. Solo avanzaba, guiándola con una mano firme en la nuca, como si fuera un animal valioso que debía ser conducido al matadero sin sobresaltos.
Eysi tragó saliva. Cada paso era una agonía. El miedo le palpitaba en las costillas como un tambor roto.
Mientras avanzaba pensaba:
«El contrato... el maldito contrato. ¿Por qué lo había firmado? ¿Por qué lo había aceptado? ¿Por qué le hizo caso a Griselda? ¿De verdad tendría algún efecto si se oponía?», su mente luchaba por obtener respuestas.
Una parte de ella lo sabía. No, nada cambiaría, la había ilusionado, se dejó engañar. La otra se había callado a gritos.
Al detenerse, Nathan apoyó una llave magnética contra un panel oculto. La puerta se deslizó sin sonido. El olor la golpeó primero: cuero, madera quemada, incienso, y algo más... algo primitivo. Como sangre antigua o deseo contenido demasiado tiempo.
—Entra —ordenó él, con una voz tan calmada que dolía.
Eysi obedeció.
El espacio era amplio, cerrado, sin ventanas. Las paredes estaban cubiertas de cortinas negras, acolchadas en algunos sectores, decoradas con ganchos metálicos. Del techo pendían sogas trenzadas, grilletes, columpios de cuero y estructuras que no sabía nombrar. A un lado, una mesa de metal brillaba con objetos ordenados como herramientas que a ella le parecieron médicas, pero eran en realidad varas, pinzas, fustas, esposas, vendas, aceites. Todo parecía cuidadosamente colocado... como si aquel lugar no fuera improvisado, sino un templo de control y perversión.
Nathan cerró la puerta. La oscuridad se volvió más densa, iluminada solo por lámparas bajas que arrojaban un resplandor rojizo.
—¿Sabes dónde estás? —preguntó, sin acercarse.
—En una pesadilla —murmuró Eysi con voz temblorosa.
—No. Estás en la parte más honesta de mí —dijo él, dando un paso. Su voz sonaba más cerca—. Aquí no existen nombres, ni recuerdos. Aquí no hay rostro. Solo cuerpos… y lo que hacen cuando los dejamos hablar.
Ella tembló. No entendió para nada lo que él le quiso decir. Y era de esperarlo, porque el mundo en el que estaba a ùnto de entrar era totalmente desconocido para ella.
Nathan se situó detrás. Le soltó la venda de los ojos, pero la habitación era tan sombría que apenas distinguía formas. Luego deslizó los nudos de su muñeca, solo para volver a atarlas a los extremos de una barra metálica que extendía sus brazos. La dejó en una posición inmóvil, vulnerable.
—Por favor… —susurró Eysi.
Él la ignoró. Acarició la parte de su cuerpo que estaba expuesta. No lo hizo con violencia, sino con una precisión sutileza, como quien acaricia a un ternero a punto de degollarlo. Le acarició los hombros con la yema de los dedos, subiendo por su cuello, envolviéndola en un frío que nacía de él.
—¿Tienes miedo? —preguntó.
Ella no respondió.
—Mejor —dijo.
La condujo hasta una estructura de cuero y acero, parecida a un columpio, donde la acomodó con suavidad impersonal. Le separó las piernas con soportes acolchados, ajustándolas con correas. Sus muñecas quedaron fijas sobre su cabeza. No podía moverse. Apenas siquiera podía respirar.
Entonces Nathan comenzó su ritual. Easy temblaba de manera involuntaria. Mientras sus ojos lloroso y bien abiertos observaban cada detalle y al monstruo de su peor pesadilla.
Sacó una vara de plumas finas y la pasó por su estómago, por el interior de sus muslos, por sus pechos. Eysi se estremeció, no por placer, sino por la vulnerabilidad. Era una sensación casi infantil: como si el mundo se hubiera reducido a su piel.
Tenía miedo.
Luego vino el hielo. Un pequeño cubo arrastrado desde el cuello hasta el ombligo. La piel reaccionó con espasmos. El frío la hacía doler… pero también la hacía estar presente. Cada centímetro de su cuerpo despertaba, forzado, casi violado por estímulos que no comprendía.
Después, sin compasión, allí en esa posición le arrancó la lencería, Nathan la dejó totalmente expuesta, y luego le aplicó un líquido tibio. Aceite lo aplicó con manos enguantadas, masajeando sus senos, su abdomen. Era casi mecánico, sin una pizca de ternura.
Eysi intentó hablar, pero su lengua estaba atrapada entre el miedo y una confusión más honda:
«¿Por qué no gritaba? ¿Por qué no lo detenía?» se preguntaba a gritos mentales.
—Tu cuerpo no miente —susurró él junto a su oído, le provocó otro estremecimiento—. Puedes negar lo que piensas. Pero no lo que sientes.
Entonces, lo inesperado: Nathan se detuvo. Observó con atención entre sus piernas. Frunció el ceño. Luego, con una lentitud extraña, se inclinó y la tocó… con la delicadeza de quien descubre algo antiguo, raro, y precioso.
—No has sido tomada antes —dijo, casi sin aliento—. Eres virgen.
El silencio posterior fue absoluto. El aire pareció congelarse.
Eysi no supo qué dolía más: que él lo hubiera notado o que lo dijera en voz alta.
Nathan la rodeó, la tomó del mentón con firmeza y le obligó a mirarlo, aunque sus ojos seguían en sombras.
—¿Te ofrecieron sin usar? Qué generoso regalo —murmuró, con un brillo peligroso en la voz—. ¿Sabes lo que eso significa?
Ella negó con la cabeza.
—Significa que esta noche no solo te voy a tomar… —se inclinó, mordiendo su cuello con un gesto animal—. Te voy a reclamar.
Eysi ahogó un sollozo. El miedo creció… pero no era solo miedo. Había algo más. Algo que se le metía bajo la piel, que se escurría entre las costillas.
Nathan se separó un poco. Le susurró al oído como si le revelara una profecía:
—Mi primogénito nacerá de tu vientre virgen. Este cuerpo tuyo sin rostro será el origen de mi legado. Nadie sabrá quién fuiste. Solo que fuiste mía.