Adormilada, Eysi sintió un sacudón brusco, como si el suelo hubiese desaparecido bajo ella. La sensación de estar en una caída sin fin la obligó a abrir los ojos, aunque apenas si podía distinguir formas. Todo giraba. Su estómago se contrajo con violencia, como si el vacío en el que flotaba tirara de él hacia lo más hondo de su cuerpo. Era una sensación nauseabunda, como un oleaje que la zarandeaba desde dentro.
Estaba siendo trasladada. No sabía cómo, ni a dónde, pero lo sentía en el movimiento desacompasado, en el vaivén irregular que le estremecía cada fibra. Intentó mover la cabeza, alzarla apenas, pero un brazo la presionó hacia abajo. Firme. Impersonal. Como el gesto de quien sujeta un paquete para que no se deslice. Un rostro sin nombre se difuminaba en el rabillo de su ojo izquierdo, pero su visión era tan borrosa que no lograba enfocarlo.
Quiso hablar, gritar. Algo le asfixiaba en su garganta, como si tuviera algodón húmedo metido hasta la tráquea. Las palabras se le quedaban pegadas al paladar, atrapadas en una bruma espesa que no era del todo sueño, pero tampoco vigilia. Una pesadez indescriptible le llenó los miembros, y por primera vez en su vida sintió que su cuerpo ya no le pertenecía.
Afuera, todo era ruido y movimiento. Las puertas se abrían, los pasos resonaban. La luz del sol —o tal vez de un foco potente— la golpeó de lleno en el rostro cuando fue retirada de aquel pasillo sin nombre ni rostro. El mundo exterior le resultaba irreconocible, como si la hubieran arrancado de la realidad y trasplantado a una dimensión absurda donde el tiempo no existía. Quiso recordar cómo había llegado ahí. Su mente buscó desesperadamente el momento anterior, una imagen, una palabra. Lo único que obtuvo fue el recuerdo lejano de la voz de Griselda desdibujándose tras una cortina de somnolencia. Luego, la oscuridad.
El sedante había hecho efecto de manera cruel, casi teatral. No la había dormido: la había rendido, como si su voluntad hubiese sido desactivada con un interruptor. Nadie la había escuchado cuando su cuerpo empezó a temblar; nadie le había prestado atención cuando trató de resistirse. Porque nadie debía escucharla. Nadie en ese lugar tenía permitido oír. Todos sabían muy bien lo que estaban haciendo, y mejor aún, sabían lo que debían ignorar.
La arrastraron hasta un automóvil de lujo. Al entrar, un aire viciado, pesado, le golpeó el rostro. El cuero del asiento era suave, pero el ambiente olía a encierro, a traición. Tardó unos segundos en distinguir las formas. El volante, los espejos, el parpadeo de luces en el tablero. Entonces, sus ojos se enfocaron en el retrovisor, se encontraron con los de Luca, reflejados en el cristal. Él no la miraba, la observaba, como si no fuese una persona sino un objeto más de una operación ejecutándose correctamente.
Su rostro era una máscara de frialdad absoluta, inmóvil, casi inhumano.
—¿Y mi madre? —musitó Eysi, y su voz le sonó extraña, lejana, como si viniera de otra garganta—. ¿Pa… para dónde… me lleva?
La pregunta se ahogó en el silencio. Ella giró el rostro lentamente, como si cada movimiento doliera, esperando encontrar a Griselda a su lado, en algún rincón del auto. Pero no había nadie más. Solo ella, Luca, el chofer y ese maldito silencio que se estiraba como una cuerda invisible atada a su garganta. Cada palabra suya se estrellaba contra la indiferencia. Luca no se molestó en girarse. No se inmutó. Ni una expresión de burla, ni de rechazo dejó ver. Solo esa frialdad que lo envolvió todo como una niebla espesa.
Y entonces, comprendió. Griselda no estaba. Y si no estaba, era porque la había dejado a su suerte. Porque había sido parte de esto, porque para ella no había marcha atrás.
El auto se puso en marcha. Ella no lo había notado. Como si el mundo hubiese comenzado a moverse sin ella. Como si el universo le dijera que ya no tenía control sobre nada.
Lo último que sintió fue un estremecimiento: no de miedo, sino de traición. Frialdad, profunda e irreparable.
Y mientras el auto avanzaba por una ruta desconocida, Eysi se hundió en el asiento, como una piedra arrojada al fondo de un lago n***o y sin nombre.
Cuando finalmente el auto se detuvo, Eysi apenas tuvo tiempo de mirar el edificio. Era alto, gris, sin ventanas visibles desde la entrada. Una puerta metálica se abrió al detectar el vehículo. Luca no dijo nada. Solo abrió su puerta, descendió de éste, rodeó el auto, y abrió la del lado donde estaba ella.
—Baja —ordenó en un tono de voz bajo pero agresivo.
Su voz se escuchó como un susurro, de hielo, del que quema. Ella obedeció, y al instante un escalofrío le recorrió la espalda.
La condujo por un pasillo largo, sin ventanas. Todo olía a limpieza y orden incómodo. Mientras caminaba en el interior, pese a su nivel de abstracción en el miedo, pudo ver qu en cada esquina, había una cámara. Eysi no entendía nada. Las paredes estaban desnudas, la luz blanca la enceguecía.
—Señor... por favor, dígame algo.
Él no contestó. Se detuvo frente a una puerta que golpeó una puerta con un solo toque. Una mujer la abrió desde dentro, usaba guantes quirúrgicos y un delantal blanco. No pronunció ni una palabra, ni una mueca. Solo hizo un ademán con la cabeza. Luca empujó a Eysi adentro.
—Haz lo que te digan.
Y así sin más cerró la puerta detrás de él dejándola con la desconocida. El clic seco de la cerradura sonó como una sentencia.
El espacio parecía un cuarto clínico, frío, hostil. Dos mujeres más esperaban. Una sostenía una bandeja con frascos, agujas y gasas. La otra escribía en una tableta, nadie hablaba, nadie la miraba como persona.
—¿Dónde estoy?—susurró Eysi, con la voz rota por el miedo.
Nadie respondió. Una de ellas le indicó que se desnudara, con un gesto seco del mentón. Eysi no se movió.
—¿Qué está pasando? ¿Qué quieren hacerme?
La mujer dejó de esperar. Se acercó y comenzó a arrancarle la ropa sin ceremonia. Eysi forcejeó, gritó, pero alguien más la sujetó desde atrás. De repente sintió un pinchazo, un ardor. Todo se volvió mucho más lento, espeso, irreal. Las voces se alejaban, como si flotaran bajo el agua.
Lo último que vio antes de desvanecerse fue la mascarilla que descendía hacia su rostro.
Horas después despertó en una camilla. Las luces blancas le taladraron sus párpados, sintió la boca seca, el cuerpo adormecido. Intentó moverse. No pudo, sus brazos y piernas estaban atados. Eso le ocasionó un pánico primitivo que le explotó en el pecho. Su corazón comenzó a latir con violencia.
—¿Hola...? ¿Hay alguien...? ¿Qué me hicieron?
No recibió respuesta, Solo el silencio se hizo eco de su desesperación.
Al rato escuchó pasos, el sonido metálico de instrumentos metálicos sonar, y luego el roce de guantes sobre su piel. Estaban haciendo cosas. Cortando, midieron. El sonido de una máquina que vibraba le aturdía. Otra lanzaba un pitido agudo. Después le tiraban del cabello, le lavaron con fuerza el cuerpo, le limaron y pintaron las uñas, le depilaron el pubis con movimientos brutales, sin importar sus lágrimas, sin detenerse cuando ella gritaba de dolor.
—¿Por qué...? ¿Por qué me hacen esto?
Otra vez, el silencio fue el que le respondió, y miradas vacías. Como si no mereciera ni una explicación.
Su piel ardía, enrojecida por productos químicos. Sus piernas tiritaban. Intentó concentrarse en algo para no quebrarse. El rostro de su hermana. Suky. La recordó de inmediato y con ello el recuerdo de lo que dejó atrás, las lágrimas resbalaban por su rostro sin control. El recuerdo del engaño le atenazó el corazón.
Horas después, o días, ya no tenía control del tiempo ni de sí misma, Easy vio que la llevaron tambaleante a otra sala. Ya no había correas que le impidieran moverse, ya no había nada de ella misma.
La sentaron frente a un espejo, y lo que vio en el reflejo del mismo, le sorprendió. No se reconoció.
Su cabello había sido alisado, cortado, pintado. Su rostro estaba libre de imperfecciones. Tenía un maquillaje impecable, labios perfilados, ojos agrandados por lentes de contacto. Era una versión vacía, diseñada para complacer a otros.
Lloró. No suave. Lloró con violencia, dio gritos ahogados y lágrimas como cuchillas.
En ese instante una mujer entró con una caja. La abrió sobre la cama. Dentro, un vestido n***o, ajustado, de encaje, signo de lujuria, y un antifaz, del mismo color.
—Vístete —dijo la mujer en tono autoritario.
Eysi se levantó, tambaleante.
—No... no me voy a poner eso.
La mujer no respondió. Se limitó a dejar la caja y marcharse. Cerró la puerta detrás de ella, esta vez, no con un clic, sino con un golpe seco.
Deprimida, Eysi cayó de rodillas, y comprendió, por fin, que ya no era dueña de nada. Ni de su voz, ni de su cuerpo, ni de su destino.
No supo cuánto tiempo pasó. La habitación estaba iluminada por una luz cálida, casi artificial. El reloj que colgaba en la pared tenía las agujas detenidas. Eysi estaba aun tirada en el piso, acurrucada junto a la cama, abrazándose las piernas. Su cuerpo aún temblaba. Había llorado hasta vaciarse. Ahora solo quedaba el silencio. Ese silencio que lo invadía todo, que la sofocaba.
Cada vez que intentaba entender qué estaba pasando, su mente tropezaba con el terror. Era como si su razón hubiera sido apagada, una parte de ella parecía amputada, sin anestesia. Aquel lugar no tenía lógica, ni tiempo, ni compasión. Solo rutinas mecánicas, toques fríos y puertas que se cerraban a sus espaldas.
Horas más tarde, la puerta volvió a abrirse. Luca entró, impecable, con su traje gris y ese rostro tallado en piedra. La miró como se mira una pieza de mercancía. No preguntó si estaba bien. No mencionó a su madre. Solo frunció el ceño, como si evaluara el trabajo de otros.
—Vístete —ordenó y giró a ver a una mujer detrás de él—. ¿Por qué no está lista? —inquirió enojado.
Señaló la caja sobre la cama.
—Señor Farah, se niega a colaborar —respondió la mujer.
—Ella no está aquí para decidir qué va o no a hacer. Tanto ella como ustedes solo deben obedecer —dijo molesto, su rostro estaba enrojecido de la ira.
—Por favor… no entiendo. ¿Dónde estoy? ¿Qué quieren de mí?
Él la miró directamente, y en sus ojos no había odio; peor, no había nada distinto a indiferencia total.
—Vístete —le dijo en un tono de voz cavernoso.
Eysi se encogió, apretó los labios. Su cuerpo gritaba "no", pero su voluntad ya había sido violada demasiadas veces. Temblorosa se puso de pie, y sus manos, hechas una gelatina, se aferraron al vestido. Miró a Luca y a la mujer esperando que le dieran privacidad.
—¿Qué esperas? Hazlo ya.
No tuvo otra opción. Se lo puso ahí frente a ambos con movimientos torpes. El encaje rozaba su piel como una lija disfrazada de seda.
Luca le entregó el antifaz. n***o, liso.
—Que se lo ponga —le ordenó a la mujer.
Ella no lo tomó.
—Por favor... no puedo...
Luca se inclinó, lento sobre ella. Le sujetó el rostro con una sola mano, fuerte pero sin violencia. Sus dedos apretaron su mentón. Lo próximo que dijo fue casi un murmullo:
—No tienes derecho a pedir…. ¿Recuerdas el contrato… a Suky?
Eysi cerró los ojos. Asintió lentamente mientras sus dedos apretaban la máscara.
Al considerar que estaba lista, la condujeron por pasillos distintos esta vez. Alfombrados. Con cuadros antiguos. Cada puerta que cruzaban la alejaba más de sí misma. Podía sentir cómo se desgajaba su interior, como si partes de su alma quedaban pegadas a los muros.
La última puerta se abrió con un susurro. Detrás, a simple vista vio una habitación que podría haber sido una suite de hotel: cama king size, cortinas gruesas, luz tenue. Un cuarto hermoso, pero sin ventanas. Una jaula dorada.
Eysi entró.
La puerta se cerró a sus espaldas. Sin palabras. Sin miradas. Estuvo un rato mirando alrededor mientras se abrazaba a sí misma con mucho miedo en su pecho.
Al no poderse sostener en pie, se sentó en la orilla de la cama. Miró la alfombra, los muebles, las paredes, dos puertas cerradas, además de la que se cerró a su espalda cuando entró. Todo era lujo. Todo era prisión.
Intentó quitarse el antifaz, pero al tocarlo, algo en ella se quebró. No por fuera. Por dentro. Lloró en silencio.
Pasaron varios días. Nadie hablaba con ella. Nadie respondía a sus preguntas. Una mujer entraba cada tanto, le dejaba comida, ropa, a veces una tableta con videos de modas, peinados, instrucciones de comportamiento. Todo era formación. Todo era programación.
Eysi gritaba, preguntaba por Griselda, exigía respuestas. Lo único que recibía eran miradas frías, a veces ni eso. Como si ya no tuviera voz, como si fuera un aparato dañado al que se le baja el volumen.
La comida sabía a cartón. Las noches le resultaban interminables. Dormía con el antifaz en la mesa de noche, mirándola, como un espejo roto que le devolvía el rostro que le habían robado.
Una madrugada se levantó y comenzó a golpear la puerta con desesperación.
—¡No soy un animal! ¡No soy una cosa! ¡Alguien, por favor!
Gritó hasta quedar afónica. Nadie vino, nadie dijo nada.
Cayó de rodillas, las manos se le ensangrentaron de tanto golpear. Su cuerpo se sacudía en espasmos de llanto seco. Y allí, tirada en el piso pensó que esa pesadilla no tenía final a la vista.
Al día siguiente, al abrir los ojos, ya no lloró.
Su rostro era una máscara incluso sin el antifaz. Se duchó, se vistió con lo que le llevaron, más ropa sugerente. Comió algo. No porque quisiera, sino porque ya no tenía fuerza para resistirse, porque hacerlo dolía más que obedecer.
Se miró al espejo. Ya no se preguntó quién era, porque ya no quedaba nadie para responderle, y en ese vacío, sintió algo nuevo: rabia. Como una brasa, pequeña, pero viva que comenzó a arder dentro de ella.
Eysi, la que había sido, estaba rota. Decidió entregarse a su destino, aceptó que de nada valia oponerse. Su vida había sido marcada, Solo rogaba que fuera lo que fuera que estaba destinada a hacer al estar allí, terminara de una vez. Deseaba volver al lado de Suky, solo pensar en ella le daba fuerzas.