La sala estaba envuelta en penumbras, como un mausoleo moderno construido para la impasibilidad. Afuera, el mundo seguía girando, lleno de ruido, emociones y estupideces humanas. Adentro, reinaba el silencio. La única iluminación provenía de las pantallas suspendidas frente al escritorio, proyectando datos clínicos, gráficas de fertilidad y cadenas genéticas con el detalle que la situación ameritaba. Azul, blanco, n***o, frío, funcional, limpio.
Nathan Evans no necesitaba más.
Vestido con una camisa blanca perfectamente planchada, desabotonada en el cuello, y los brazos remangados como quien se prepara para una disección, se mantenía recostado en su sillón de cuero italiano. Ni un solo músculo de su rostro traicionaba su emoción. Tenía la expresión del hombre que lo había visto todo… y había aprendido a no sentir nada. Lo único que le importaba era lo que decían los números. Lo demás —rostros, lágrimas, súplicas— eran ruido inútil.
Al revisar los archivos de las candidatas vio que cada uno contenía información detallada: grupo sanguíneo, compatibilidad inmunológica, antecedentes familiares, nivel hormonal, estructura ósea, densidad pélvica, historial psiquiátrico. Todo estaba allí. Fríos bloques de información que definían a una mujer mejor que cualquier entrevista.
Deslizó lentamente su dedo sobre la pantalla táctil. Los perfiles clínicos desfilaron uno a uno de abajo hacia arriba. Cada uno era una ficha médica, no una persona. Para él eran simples contenedores, cuerpos útiles, máquinas fértiles con fecha de vencimiento.
—Anemia. Rechazada. Riesgo de fibrosis. Rechazada. Genes defectuosos… Basura —murmuraba con hastío, casi con asco.
Ya había revisado más de veinte. Todas preseleccionadas por Luca Farah, su asistente, a quien le había dejado claro que no buscaba ni belleza ni ternura. No necesitaba una muñeca de compañía. No buscaba una madre. Quería una herramienta biológicamente óptima que le sirviera para cumplir con una cláusula absurda y humillante. Una mujer que siquiera fuera presentable, porque en la oscuridad no era mucho lo que deseaba ver. Estaba dispuesto a hacer la tarea que le permitiría cumplir y la enviará al lugar que ya tenía asignado. No era necesario ponerle romanticismo ni lástima a la situación.
Una trampa post mortem.
Apenas unas tres semanas atrás, sentado frente al abogado Cowell, se había enterado de lo que sus malditos padres habían dejado escrito en su testamento. El cincuenta por ciento restante de su herencia —una fortuna monumental— estaba supeditado a un único e infame requisito: tener un heredero de sangre. Un hijo legítimo, sano, comprobado.
Como si Nathan fuera un semental de exposición.
«Felicitaciones, Nathan —le había dicho Cowell con ese tono cínico de abogado que se cree gracioso—. No tienes que casarte. Solo reproducirte. Bastante generosos tus padres».
A Nathan le dieron ganas de partirle los dientes.
Claro que no se casaría. El amor era para idiotas. Los vínculos eran jaulas. Él no tenía tiempo para esposas histéricas ni para dramas románticos. Quería su dinero. Todo. Y si eso implicaba embarazar a una mujer y desaparecerla después, lo haría sin pestañear.
Solo necesitaba un útero funcional. Que cumpliera. Que obedeciera. Que no hablara más de lo debido.
Presionó con más fuerza el dedo sobre la pantalla. Otro expediente se abrió. Otro cuerpo, otra posibilidad descartada. Todas le parecían mediocres e insuficientes.
Hasta que apareció ella.
Código 043F. Nombre cifrado: E. W. Edad: 21, Genética: Historial clínico libre de anomalías hereditarias, sistema inmunológico robusto, fertilidad alta, sin antecedentes de enfermedades psiquiátricas ni malformaciones familiares, Factor emocional: Nivel de sumisión elevado. Alta tolerancia al estrés. Bajo riesgo de rebeldía.
Nathan alzó una ceja. Ese último dato era producto del test de adaptabilidad psicológica que incluía análisis de lenguaje corporal grabado durante el examen físico. Lo había incorporado el último día antes de comenzar las pruebas porque realmente era útil.
Cerró los ojos y pensó por un segundo. “Westcott...” El apellido no le decía nada. Y eso era bueno. Lo ideal era que la portadora del contrato no dejara huella. Ni social, ni emocional. Ni en su mundo, ni en el de él.
Volvió a leer el perfil. Dos, tres, cuatro veces. Cada línea lo convencía más. Sus rasgos genéticos eran tan puros que bordeaban lo inverosímil. Un espécimen raro. Una anomalía bendita por la ciencia.
—Al fin —murmuró con una sonrisa seca—. Finalmente algo útil entre tanta escoria.
No necesitaba ver su rostro. No le interesaba si era fea, bonita, flaca, llorona o incluso si entendía el idioma. Solo le interesaba lo que estaba en ese expediente. Un cuerpo obediente, una genética bendita, una matriz funcional. Nada más.
Presionó el botón rojo del intercomunicador.
—Localiza a Luca —ordenó sin matices.
Éste apareció en menos de cinco minutos. su asistente personal, Luca Farah, recibió la señal. De inmediato entró, impecable como siempre: traje ajustado, perfume caro, el rostro neutro de quien sabe mantenerse al margen. Le señaló el expediente.
—¿La conoces bien? —preguntó Nathan sin levantar la mirada, mientras agrandaba la imagen de los resultados hormonales.
Luca se acercó, ladeando la cabeza.
—Sí, señor. Westcott. Fue seleccionada entre los quince perfiles con las condiciones ideales. Lo interesante es que no sospecha nada. Cree que fue a hacerse pruebas para un trabajo doméstico.
—¿Familia?
—Una madre adoptiva que no le presta mayor atención que solo el beneficio que ella pueda aportarle. Vive en condiciones lamentables. Miseria, maltrato. Lo de siempre.
Nathan se apoyó en el respaldo y exhaló, como si evaluara no solo la genética de Eysi, sino el grado de desesperación que podía manipular a su favor. Porque todo era una ecuación: salud perfecta + pobreza extrema + soledad = obediencia garantizada.
—Perfecto. Haz que la noche sea en tres días. Que se prepare el equipo que requiero,y la suite. Quiero todo impecable.
—¿Se le dirá algo a ella antes?
Nathan lo miró como si hubiera hecho una pregunta estúpida.
—No. ¿Para qué? Mientras menos sepa, mejor. Dilo al personal. Que sigan el protocolo. Ya sabes quienes son. No quiero alboroto en esto. Es tan simple como hacer la tarea, y si pasan el examen serán premiados.
—Entendido —dijo Luca, aunque en el fondo una parte de él, la más mínima, se removía ante lo que sabía que ocurriría. No porque le importara Eysi, sino porque a veces ni el dinero lograba silenciar del todo las náuseas morales.
—La comisión que acordamos... —añadió tras una breve pausa.
Nathan entrecerró los ojos.
—Recibirás tu parte. Pero asegúrate de que no haya errores esta vez, Luca. La última mujer... no fue lo que esperábamos.
Un silencio espeso se impuso entre ambos.
—Esta será distinta —dijo Luca finalmente, antes de girarse con elegancia sobre sus pies y abandonar la sala.
—Que la aíslen de inmediato. No quiero que sospeche nada. Tres días, Luca —le repitió Nathan en voz alta
—Entendido, señor Evans —respondió Luca.
Nathan se puso de pie con la elegancia de la que hace gala al sentir un peso menos en la dura y fastidiosa tarea de poder cumplir, pero estaba satisfecho.
Caminó hasta el minibar, se sirvió un trago de whisky caro, y se detuvo frente a las cortinas cerradas. No las abrió, no necesitaba ver la ciudad, ni sentir el aire. Todo afuera era caos, emoción y gente cuyo estado de ánimo no congeniaba con él suyo en ese instante.
Adentro, en cambio, estaba el orden.
La solución estaba en marcha.
Una vida nacería, sí. Pero no por amor. No por familia. Solo por legado.
Y otra vida… desaparecería sin dejar huella. Como tantas otras.
Porque Nathan Evans no hacía concesiones. No negociaba con la mediocridad, y no perdía el tiempo con mujeres que lloran, y la que estaba destinada a cumplirle debía ser tal cual, una mujer desapegada.
El contrato estaba sellado, y él… ya tenía a su portadora.
Con el vaso de whisky aún en la mano, Nathan regresó a la pantalla, fijó su atención en esa extensión digital de su poder. El código seguía allí, inalterable, como una sentencia inevitable: 043F – E.W. Letras y números anodinos para cualquiera, pero para él —y para Luca— representaban mucho más que un simple perfil clínico. Ese código cifrado contenía la llave de acceso al resto de su imperio, el pasaporte a la totalidad de su herencia, y el cuerpo que incubaría al futuro heredero Evans.
Observó los datos una vez más, como si pudiera encontrar alguna grieta, algún error. No lo había. Todo parecía perfecto, fríamente perfecto. Datos que pronto dejarían de tener significado.
Nathan ladeó la cabeza, indiferente. No le interesaba su historia, sus miedos ni su vida anterior. Nada de eso le servía. Todo lo que necesitaba de esa mujer —si podía siquiera llamarla así— era que cumpliera con su parte del contrato biológico: gestar y entregar.
Después de eso, dejaría de existir para él.
—Solo el resultado importa —murmuró con frialdad.
El niño. El apellido. La firma. Acrecentar sus propiedades. Todo lo demás pasaba a segundo plano, para él a la nada, todo lo demás, incluso ella era prescindible.
043F – E.W., para Nathan Evans, era prescindible.
Una pieza descartable. Una cifra entre miles. Un vientre útil con fecha de caducidad.
Y como todo lo inútil, sería borrada sin ruido del mapa de la historia Evans.